Cantabria Opinión y blogs

Sobre este blog

SÁNCHEZ CONTINÚA La decisión
El discurso íntegro
El análisis de Ignacio Escolar
Encuesta

Mosquitos

Normalmente echo un vistazo antes de acostarme. A veces mato uno o dos, los aplasto inmisiricorde con la zapatilla. Pero en ocasiones alguno sobrevive agazapado, quizás escondido entre las ropas colgadas del perchero. O debajo de la cama, como los monstruos de la infancia. El caso es que se esconden y salen a por mí cuando de la habitación se apodera la oscuridad. Lo frecuente es que esperen a que esté dormido. Es entonces cuando se dirigen zumbando directamente hasta mi oreja, como si vieran en ella una diana brillando en medio de la noche. Revolotean vertiginosos en mi oído como si fueran el torno de un dentista, a veces pienso que quieren llegar a mi cerebro y taladrar allí.

Medio inconsciente comienzo a dar entonces manotazos en el aire, golpes ciegos que hacen replegarse al enemigo. Lo que consigo es una tregua breve que me permite conciliar de nuevo el sueño. Es entonces cuando ellos vuelven a atacar. Y así una vez y otra y otra. Y la noche va pasando intermitente sin que yo me llegue a despertar ni a dormir del todo. A veces pienso que no quieren mi sangre y que su único objetivo es torturarme, dejarme suspendido en el limbo de la semi inconsciencia, parece que hubieran sido entrenados para eso porque molestan lo justo para que no descanse pero no lo suficiente como para que me anime a levantarme para acabar con ellos. Es la suya una técnica precisa, milenaria. Aquí tenéis mi cuerpo, me dan ganas de gritar, bebed de él y dejadme en paz. Pero el caso es que me despierto y no hallo rastro de sus perforaciones en mi piel. Así que creo que su único objetivo es hacerme la noche imposible.

Leí en alguna parte que en la edad adulta los monstruos de la niñez, sobre todo si no hay problemas reales a nuestro alrededor, se transforman a veces en seres casi invisibles que murmuran su zumbido de alfiler en nuestros oídos. No dañan ni matan pero hacen incómodo el vivir, lo enfangan sin motivo. Qué ansiedad de elefante, en tantas personas tantas veces, por problemas que tienen el tamaño de un mosquito. Cómo nublan la vida y taladran la noche. Qué desproporción.

Normalmente echo un vistazo antes de acostarme. A veces mato uno o dos, los aplasto inmisiricorde con la zapatilla. Pero en ocasiones alguno sobrevive agazapado, quizás escondido entre las ropas colgadas del perchero. O debajo de la cama, como los monstruos de la infancia. El caso es que se esconden y salen a por mí cuando de la habitación se apodera la oscuridad. Lo frecuente es que esperen a que esté dormido. Es entonces cuando se dirigen zumbando directamente hasta mi oreja, como si vieran en ella una diana brillando en medio de la noche. Revolotean vertiginosos en mi oído como si fueran el torno de un dentista, a veces pienso que quieren llegar a mi cerebro y taladrar allí.

Medio inconsciente comienzo a dar entonces manotazos en el aire, golpes ciegos que hacen replegarse al enemigo. Lo que consigo es una tregua breve que me permite conciliar de nuevo el sueño. Es entonces cuando ellos vuelven a atacar. Y así una vez y otra y otra. Y la noche va pasando intermitente sin que yo me llegue a despertar ni a dormir del todo. A veces pienso que no quieren mi sangre y que su único objetivo es torturarme, dejarme suspendido en el limbo de la semi inconsciencia, parece que hubieran sido entrenados para eso porque molestan lo justo para que no descanse pero no lo suficiente como para que me anime a levantarme para acabar con ellos. Es la suya una técnica precisa, milenaria. Aquí tenéis mi cuerpo, me dan ganas de gritar, bebed de él y dejadme en paz. Pero el caso es que me despierto y no hallo rastro de sus perforaciones en mi piel. Así que creo que su único objetivo es hacerme la noche imposible.