Bienestar Animal

1 de diciembre de 2025 17:19 h

0

Para dar comienzo a este relato o misiva, he de remontarme a mi infancia. Nacer en un pueblo, marca, con todo lo que ello conlleva. El contacto de un niño con la Naturaleza, era como una gran escuela libre. Pero no todo eran enseñanzas, o, mejor dicho, sí lo eran. Había, como era de suponer, chiquillos de cada padre y madre, con los que en ocasiones compartías largos ratos las tardes de asueto. Claro está, el mirar y observar en un niño, desde su perspectiva, predominaban normalmente a las conversaciones. No era raro ver o encontrarse con otro niño y soltar posiblemente una de las preguntas más recurridas del mundo infantil: –¿qué estás haciendo? –. En otras ocasiones bastaba observar y observar y al poco rato, sentir el deseo de imitar. Ya nos vamos acercando a uno de los escollos, si de lo que se trata no es precisamente bueno ante los ojos de Dios.

Con las vacaciones estivales el tiempo de holganza era prácticamente de la mañana a la noche, salvo encomiendas o recados maternales. En esos largos tiempos, era inevitable dar, acompañado de algún cómplice, en hacer alguna picia, de las que los mayores veían, unas veces bien y otras con malos ojos, aludiendo al archiconocido dicho: son cosas de chiquillos.

En una de estas, miro, observo y acto seguido imito, resultó ser de lo más reveladora, por lo trágico de la lección en el desenlace. Le había pedido algo de dinero a mi madre para ir a comprar lo que los había visto a otros chicos. Me acerqué a la plaza del pueblo, donde había una de esas tiendas miscelánicas que tenía un gran mostrador de madera de un color oscurecido por el uso, las manos y el tiempo. Apoyando mis manos sobre éste, le pedí al señor Palmiro, un señor alto y delgado que portaba un guardapolvos de color ocre claro, aquello que vi y deseaba tener como los otros chicos. –Aquí tienes muchacho, son veinte pesetas–. Con las mismas, me apresuré a volver a casa para poner en marcha aquel artilugio metálico. Cogí un trocito de pan de la cocina y raudo me acerqué a uno de esos montones de mies que se secaban en la era. Puse cuidadosamente abierto con los dos semicírculos tensionados de cobre con una varilla que armaba el artefacto dentro del grano, de tal manera que solo asomaba el trocito de pan que había pinchado en el centro.

Regresé a casa y tras un buen rato en otros quehaceres, oí la voz de mi madre –vamos, que es hora de comer–. Comí a toda prisa y salté de mi banqueta para salir pitando a la calle. Hacía un calor intenso propio del verano. No había nadie en la calle y el silencio era absoluto. Tan sólo una ligera brisa sonaba entre las copas de los árboles. Llegué a la era y me acerqué sigiloso a la montaña de grano. Recuerdo que me faltaba el aire por la prisa con la que salí corriendo y mi corazón estaba agitado. Sobre el amarillo pajizo del grano había algo oscuro.

Mi corazón palpitaba más y más fuerte según me iba acercando. Efectivamente, la máquina había atrapado a un gorrión. Era un precioso gorrión macho, con su bonita pechera negra. Saqué de esa trampa maldita su cuerpecito y lo sostuve mirándolo sobre mis manos. Tenía el cuello roto y su cabecita se iba para todos los lados. Debió ser una muerte horrible, pensé. En un momento inesperado, se dejó atraer con sus saltitos, no precisamente a por un insecto que estuviera encima del grano, fue directo hacia ese trocito de pan blanco. Un trocito de pan puesto con engaño le sedujo y saltó hacia él, sin saber que ya no volvería a ver más la luz del sol, ni a su pareja y muy probablemente su pequeña prole de polluelos. Mi trampa, mi ballesta floreciente de alambre de cobre, le había arrebatado la vida de un golpe. Yo era el culpable. Poco a poco, me fue entrando una tristeza que no pude resolver en tiempo.

Esos malos aprendizajes de ver a otros niños, habían surtido su efecto. Ver la realidad cruel, que implica matar a un animal. Un pequeño pajarito que vuela alegre y vive junto a nosotros para enseñarnos lo frágil que es la Naturaleza, si no ponemos de nuestra parte. Ese desenlace y todas las reflexiones en ese momento y las posteriores, me hicieron ver con otros ojos y labrar en mi corazón un amor incondicional a los animales. Aún puedo ver colgada de la vieja cuadra, sobre la blanca pared encalada, la ballesta colgada de una punta sin aquel brillo de metal reluciente, ahora polvorienta y cubierta de telarañas formará parte del recuerdo como parte de mi historia.

Hecho el preámbulo en lo que a mi testimonio ser refiere, seguiré este relato con las siguientes impresiones que espero poder transmitir de seguido el núcleo de la cuestión. Ustedes juzgarán. Es una manera de hablar. Por ahora hablaremos no de pájaros, que ya les llegará su momento a las aladas criaturas su momento, hablemos de gatos. De esos bellos e inteligentes animales, provistos de una genética y anatomía naturales, capaces de realizar las destrezas más sorprendentes. Hablar de gatos, también me hace recordar esos anclados dichos populares de nuestros ancestros. “Te han dado gato por liebre”. Pues, sí, tristemente los gatos, sin yo ser un erudito en la materia, me consta que este pobre animal, ha sido perseguido por unos y por otros.

Cuando digo unos y otros, me refiero a todos aquellos que, movidos por la ignorancia, el hambre o el dinero, han demostrado en todo momento el más mínimo cargo de conciencia y apego por este ser animal. Le han cazado, envenenado, capturado, maltratado; bien para fingir en el guiso ser un conejo o liebre, por tener éstos anatomías parecidas, la más absoluta ignorancia y, o, creencias malignas envenenándolos o por un macabro divertimento. O aquellos que los capturaban para venderlos a las facultades de medicina o veterinaria, para que estudiaran sus cuerpos los jóvenes estudiantes. Esto último lo sé de buena tinta.

Afortunadamente, algunas, –no suficientes a mi modo de ver– variaciones evolutivas en los comportamientos y valores han hecho al hombre, al que llaman sapiens, tener más consideración hacia los animales en general, y a los gatos en particular. Afortunadamente como digo, han surgido defensores y amantes de los gatos, hasta el punto que, podría decirse que se han equiparado a los amantes de los perros. De hecho, me consta, que no pocas familias o parejas o mujeres u hombres, tiene en sus casas como animal de compañía gatos. Algunas o algunos, también me consta que no sólo tienen un gato, pueden tener una pequeña ONG en casa con unas cuantas criaturas de estas que por unas u otras circunstancias han ido adoptando para constituirse en una gran familia. Puestos ya con la Ley en la mano, que da título a este relato, anotaré que recientemente han sido considerados, tanto gatos, perros y el resto de animales de compañía, como miembros de la familia. Si alguien lee dicha Ley se dará cuenta, que es sustancialmente mejorable, aunque algo es algo.

Sin apartarme mucho del tema, una preguntilla a los que redactan las leyes. Si existe la familia numerosa como tal para humanos y ahora los animales que cohabitan con estos humanos son considerados miembros de la familia, ¿por qué no prevén algunos tipos de beneficios o descuentos que puedan repercutir en la economía de esa familia solidaria por el número de animales recogidos, alimentados y cuidados, en los que obviamente se incluyera una deducción en las facturas veterinarias? Reflexión hecha. Sigo con el hilvanar de esta historia.

Es bien sabido, que algunas personas solidarias, optan no sólo por atender a su gato o gatos que tiene en casa, sino que también emplean su tiempo y su dinero para atender y alimentar a los que están en la calle. Estos son los llamados cuidadores de colonias felinas, personas altruistas que lo único que reciben a cambio es la propia satisfacción de hacer el bien y el cariño que les profesan los gatos que atienden y alimentan. Luego están otros que han heredado aquel desapego infundado de los tiempos pretéritos y odian a los gatos. Les odian hasta tal punto, que son capaces de matarlos de la forma más mezquina: envenenándolos. La gran mayoría, no llegan a tanto, pero desde luego no pueden ni verlos y recurren a la sombra del mal en tirar, romper o robar los comederos, bebederos y refugios, todo esto punible según la Ley. Luego están los que, si tienen gatos en las instalaciones en pleno campo y les molestan, les detestan hasta el punto de que les gustaría que desaparecieran.

No piensen mal. Desaparecer en el sentido, figurado de que llegara un hipotético flautista que encantara con su melodía a los gatos de esa colonia y se los llevara a hacer puñetas donde le plazca, con tal de que ella, –pues es de ese género, si se me permite la expresión y el juego de palabras, la sujeta sin predicado–, no les volviera ver por allí nunca más. Ahora mismo estoy hablando, mejor dicho, he llegado, o la causa por la cual, me aventuré a garabatear estas líneas, con las que no es otra mi intención, que poner el dedo en la llaga.

Pongámonos a ello con pequeño preámbulo. Paseaba o corría por los caminos que salen del pueblo donde vivo y advertí que, en una de las tierras próximas al camino, había dos gatitos muy pequeños que parecían estar solos. Uno era blanco y negro, igualito que mi pequeño Pip, que tristemente desapareció y la otra, pues resulto fémina, de color siamés, de carita idéntica a mi Tiny. Pensé que podían estar abandonados o le había pasado algo a su madre. A mi regreso volví a verlos y no pude por menos que pensar, que los había visto no por casualidad, porque las casualidades no existen, sino porque me habían desaparecido los hermanos de mi Bell, Pip y Tiny.

De alguna manera mi mente y mi corazón lo establecieron así; nos habíamos encontrado en el camino por una razón insondable y decidí actuar en consecuencia. Así fue, al día siguiente, salí a correr y llevé un poco de pienso de gatos pequeñines y se lo puse junto a árbol cerca donde les había visto el día anterior y continué mi camino. Al regresar de nuevo por allí, observé que estaban comiendo los dos gatitos. Esto me produjo una gran satisfacción. Harán dos años desde entonces de mi adopción en plena naturaleza, pues, aunque ellos me tienen infinito apego y muestras de cariño, he comprendido y creo que ellos también, que allí, donde nacieron, en el campo junto al río es su lugar, donde viven felizmente rodeados de otros animales y en libertad.

En uno de esos trayectos que hago habitualmente cada dos días para llevarles comida a Kitt y Ammy, observé desde el camino a una distancia considerable de los míos, diría al menos de media legua, junto a una cerca que separa las instalaciones de una gran empresa que gestiona y explota la conservación de carreteras, unos gatitos tomando el sol de la mañana. Les había de diferentes colores, aunque predominaban unos blancos y negros y blancos con manchas negras y pardas. Me pregunté si estarían atendidos, pues aparentemente parecían presentar un buen estado de salud. Un buen día decidí indagar un poco y llamé una tarde por teléfono. Supuestamente, alguien vive en esas instalaciones, imagino que también cumpliendo funciones de guarda. Es señor que me atendió al teléfono, parecía una persona sencilla y amable intentando darme la información que precisaba y que resultó, efectivamente, – que nadie se ocupaba de los gatos, que ellos se las apañaban con los desperdicios o lo que cazaban–. Me instó a que pasara un día por la mañana para que me informaran mejor de la situación. Y eso hice. –Hola buenos días, ¿qué desea? –me preguntó un señor que abrió la puerta de una de las dependencias de las naves. –Hola, buenos días, desearía hablar con el gerente o responsable–, le interpelé.

Al poco aparecieron en el pasillo estrecho de acceso a la nave, varias personas más entre las cuales, había una señora que parecía querer tomar la delantera a los otros, queriendo mostrar su supuesta jerarquía y mayor diligencia en resolver asuntos a lo que el resto asentían con su silencio. –Sobre qué tema sería–. Interpeló ella (he aquí la sujeta sin predicado) en un tono vivo y seco. Posterior a este interrogatorio de alguien que no era la persona indicada por la que preguntaba para abordar la situación de la colonia felina, me fui desolado, pensando que más podía hacer. Esta persona distaba de ser amable, solidaria y comprensiva con la situación.

Mas bien daba la impresión de ser intolerable, arrogante hasta la obsesión y sin duda con un grado alto grado de egocentrismo. Sin duda alguna detesta a los animales y no dudaría si pudiera, en hacerlos desaparecer, claro está sin manchar lo más mínimo las manos. Creo que, de aquel amargo encuentro, podía explayarme largo y tendido, pero como bien es sabido, el rememorar momentos de hiel, no es muy aconsejable.

Se puede decir, que no soy de esos que se dan por vencidos a las primeras de cambio. Así que decidí estudiar los pormenores y cómo poder llegar a revertir esa injusta situación. Pues la carga que supone la aflicción por un hecho injusto o cruel, me es insoportable. Ya está, pensé; independientemente de poner en conocimiento todo esto al responsable de Área de Medio Ambiente de Simancas, decidí contactar con la empresa en su sede principal.

En este sentido, he de anotar que las conversaciones telefónicas fueron en todo momento atendidas por mujeres súper amables y educadas. La primera era una recepcionista, muy amable, a la que le trasmití la situación y los antecedentes, pues no estaba en ese momento la secretaria del director, con la que tuve el gusto de hablar en tres ocasiones posteriormente, sin de momento tener aún una respuesta favorable. Ella, muy comprensiva en todo momento, se había ofrecido a hacer de intermediaria con los de la nave en cuestión, con lo que la respuesta que obtuvo –imagino que en un tono bien diferente–, fueron idénticas a las que a mí me dieron de mala gana. Le expliqué entre otras cosas que algunos gatos muestran síntomas y afecciones por contaminación o intoxicación, pues la mayaría tienen las patas manchadas de una especie de aceite.

Uno de ellos, un pequeñín de color blanco, al que tuve que curar una conjuntivitis aguda, pues tenía cerrado el ojito de lagañas amarillentas y sus orejitas estaban como en carne viva, desprovistas de pelo. Al cogerle para curarle, pues me conoce desde que les llevo alimento, noté que su pelo estaba apelmazado impregnado de una sustancia que olía fuertemente a diésel. Me di cuenta, –le contaba a la secretaria–, que de no haberle llevado un día a casa a bañar a Nube, pues le puse ese nombre, con dos baños calientes, pues en el primero el agua resultó casi de color negro y el posterior secado, posiblemente ese gatito habría enfermado con consecuencias fatales. Y le decía que se hiciera estas preguntas y se las trasmitiera al director: ¿si una persona puede atender una colonia de gatos, ¿cómo no iba a poder hacerlo una gran empresa, sobre todo una que se alimenta de dinero público? ¿No debería constar en el código ético de una empresa que ciertamente se supone que representa al Ministerio, las conductas medioambientales y de protección animal que dicta la ley? ¿Acaso sería mucho pedir, que les pusieran algunos bebederos de agua limpia y proveerles de comida regularmente? ¿Qué le supondría eso en coste y tiempo para una empresa grande? ¿O poder habilitarles refugios, para que resguardaran del frío y la lluvia? Desde luego lo que debería exigírseles es tener las instalaciones seguras para ellos, protegiendo aquellos productos tóxicos o contaminantes en lugares donde no tuvieran los gatos acceso o cualquier otro animal.

Me consta que hay empresas que lo hacen desinteresadamente todas estas cosas, porque les sale del corazón, no por ninguna etiqueta que promueva la imagen de la sostenibilidad natural y lo verde. Ahora estoy quedo en esta espera, a la respuesta de la secretaria, si finalmente le ha podido transmitir la situación al director, a pesar de las cosas tan importantes que tiene sobre la mesa y obrar en consecuencia. Yo le dije que esperaba su llamada y que no la volvería a llamar, más añadiendo estas últimas palabras: –esto también es importante, la vida de esos animales es importante y creo que, si nos ajustamos un poco a todos los términos de la situación en la que están, diría incluso, que es una responsabilidad.