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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

La Modelo, recuerdos de la sexta galería

La primera consigna es no preguntar por qué están allí. Pero se sabe. En la cárcel Modelo todo se sabe. Las noticias vuelan. Salvan rejas, puertas, cancelas, galerías. Y a fin de cuentas, una vez dentro el delito es lo de menos. “Lo importante no es lo que un tío haya hecho. Lo importante es su comportamiento en la galería. Que se pueda convivir con él.” Día a día, a cada momento, cada uno de los internos de la prisión debe “buscarse la vida” desde que se levanta hasta que se acuesta. Aunque algunos no tienen necesidad de “buscarse la vida”. “Quien tiene dinero lo consigue todo. Y como se mueve mucho dinero, a quien no tiene, siempre le llega algo”. Y cuando preguntas qué se puede hacer en una prisión si tienes dinero, responden: “Comer bien, beber alcohol, conseguir drogas..., ¿te parece poco?”

En la sexta galería abundan los presos con largas condenas. Uno de los reclusos, que pide mantener el anonimato, recuerda su paso por el Puerto de Santa María (otra de las prisiones consideradas “duras”) y explica que ha vivido, en la Modelo, “tiempos con cuatro y cinco muertos” por peleas entre presos. Ha visto desfilar, uno tras otro, los cuerpos ensangrentados. Y quizá por eso “hay que crearse un poco fama de duro, que lo respeten a uno”.

A principios de los ochenta se mueve poco dinero en la cárcel. Está prohibido tener más de ocho mil pesetas (menos de 50 euros) en ‘cartones’ (‘moneda’ de uso interno) de la prisión, pero alguno ha visto hasta 200.000 pesetas (unos 1.200 euros) en billetes de 5.000. Y alguno también ha visto cantidades similares en la mesa de juego. “Con dinero se consigue todo. Y cada uno sabe a quién hay que tocar”, repiten los internos.

De la botella de “Pepsi-cola” aún rezuman unas gotas. Es wiskhy. De la mejor calidad. El “chabuco” está perfectamente ordenado. Toallas limpias, camisas que parecen -y huelen- a recién planchadas. Viste una chaqueta de cuero que se adivina costosa, zapatos lustrados, manos que parecen haber pasado cinco minutos antes por la manicura, cabello corto y bien cuidado, elegante reloj de pulsera. Parece fuera de lugar.

‘Mangurrinos y julandrones’

Una de las historias recurrentes es la llegada a la Modelo de varios implicados en un fraude millonario a la Seguridad Social. “En período -las celdas en las que todos los reclusos pasan sus primeras cuarenta y ocho horas- les metían un papel por debajo de la puerta diciéndoles: ‘O me das mil duros o luego te rajo la garganta’. Y al poco veías aparecer el dinero por debajo de la puerta”.

Uno de los principios básicos de supervivencia en la cárcel es que no hay que dejarse amedrentar. “Aquí sólo ‘sirlan’ al julandrón y al mangurrino”. Traducido: que atracan con objeto punzante a los demasiado ingenuos y a los que no saben adaptarse a las circunstancias.

Muchos añoran los tiempos en que dos destacados miembros de “la camorra” ocuparon esas celdas. Pero nadie quiere hablar demasiado. “No es gente de bromas”. “Se portaron aquí muy bien. Para estar presos, esta gente es de lo mejor que hay. Respetuosos con todos, no abusan de nadie... Los delincuentes ‘profesionales’, cuanto más ‘gordos’, mejores son para convivir aquí. Esa gente pagó el abogado a un par de internos que no tenían ni un duro”.

También se escuchan comentarios sobre valores. Sobre valores entre delincuentes. “Si en la cárcel sólo hubiera profesionales no habría ningún problema... Pero los problemas surgen porque hay mucho aficionado... Porque hay tíos que empiezan un atraco pegando tiros... Eso es ser un demente. Y muchos de ellos son ‘yonquis’... Esa gente es un desastre...” Pero lo más sorprendente es que uno de los interlocutores es heroinómano. O más bien había sido, porque está convencido de que “para meterse ‘caballo’ hay que ser Rockefeller o meterse una capucha y hacer una ‘siria’. Y a eso no llego”.

Si algo no se puede decir de Joaquim F. es que fuese un ‘yonqui’ inconsciente. Ronda la treintena y hace unos siete años que empezó a ‘picarse’. Tiene un “currículum” académico y profesional que muchos quisieran para sí: médico, especializado en medicina tropical por la Sorbona, un año de trabajo en la amazonía, otro en Zaire, enrolado como oficial médico de un barco “de Gadafi, teóricamente de pasaje”, como él mismo lo define. “Tengo conocimientos suficientes para saber lo que es la heroína, lo que son los opiáceos”.

“Y ya ves, una de las grandes incongruencias de la cárcel Modelo -tercia un interno- es que tenemos aquí a un médico y no está en la enfermería.” Joaquim F. zanja el tema con un lacónico “prefiero no comentar nada sobre el equipo médico”. Su hermano Miguel no se separa ni un momento de una carpeta que lleva todo el día bajo el brazo. Era profesor de Lengua y Literatura española en Gotenburgo (Suiza), a donde se exilió por su pertenencia a grupos anarquistas. Ahora está preparando un libro sobre la prisión. ‘Sexta galería’ puede ser el título. Sus amigos andan en el exterior a la caza de editores.

Desde hace un año Joaquim F. comparte con su hermano Miguel uno de los “chabucos” de la sexta galería. Llegaron a la prisión con los más sombríos presentimientos. Pero no contaban con que antes de traspasar la puerta de la calle Entença ya los esperaban. Ya los conocían. Su atraco frustrado a una entidad bancaria de Vallirana fue filmado en vídeo y retransmitido repetidas veces en televisión. Ningún otro recluso había gozado de tal ‘privilegio’. “La gente se portó de maravilla con nosotros. Vinieron a la celda, nos traían pastillas, ‘canutos’, nos animaban. Hubo cantidad de solidaridad”. “Era la cosa psicológica, tú. La gente, que veía que un médico y un profesor también atracan”. “Y eso da prestigio al ramo.”

Seis galerías como puntas de una estrella. Un centenar de celdas en cada una de ellas. Algo así como seis metros cuadrados de intimidad compartida. De un año acá la vida ha cambiado notablemente. Se ha pasado de 2.500 internos -la operación es simple: número de internos, dividido por número de celdas- a 950. Aún lejos de la capacidad prevista cuando se construyó: 600 presos.

Estricto código moral

No son pocos los presos que pasan “el mono” en las celdas de período. “Lo peor del ‘mono’ son setenta y dos horas. Pero no pasa nada. Sabes que en realidad no pasa nada. Pero hay un componente sociológico muy fuerte. Tienes una ansiedad incontenible: gritas, te revuelves, te crees peor de lo que en realidad estás. Haces lo imposible para que te metan algo en la vena”.

No son pocos los que siguen “picándose” en el interior de la prisión. “En estos momentos debe haber tres o cuatro tíos pinchándose”. Un gramo de heroína cuesta unas 25.000 pesetas (150 euros), entre siete mil y ocho mil pesetas (unos 45 euros) más que en la calle. Y hay quien la consigue. “La cárcel es el medio más hostil para pretender que un toxicómano se cure. Es absolutamente imposible que un tío ‘enganchado’ deje de estarlo, al menos psicológicamente”, dicen los especialistas.

Mucho más barato es decantarse por la cerveza, el “vicio” carcelario por excelencia, aunque también hubo épocas en que servía para especular. Comprada en la prisión cuesta diecisiete pesetas (unos diez céntimos de euro), pero se ha llegado a pagar hasta seis veces más, unas cien pesetas, en la fiebre del sábado noche por una “garimba”. Quien quiera, puede conseguir comida del exterior. Hace años, un empresario recibía diariamente en el interior de la prisión una ración de ostras.

Tiene la prisión un estricto código moral. Los atracadores son los más respetados. Un violador, por el contrario, lo puede pasar mal. Bastante mal. “Es lo más ‘tirao’ que pueda haber”, “el delito más repugnante”, son algunas de las frases que pueden escucharse de boca de los reclusos. Algunos intentan esconder la naturaleza de su delito. Pero difícilmente lo consiguen. Todo se sabe. En el mejor de los casos, quedan marginados.

Parece incluso confortable, si se permite la expresión. Papel pintado de tonos suaves en las paredes y en el garito del retrete. Una lámpara con estampados de flores a juego con la cortina que tapa el ventanuco de la celda. Flores de plástico aquí y allá. Y móviles y cuadros colgados del techo y de los muros. Cómo consiguió el papel pintado y el engrudo es un secreto que guarda celosamente. Su anterior ocupante la cedió, “por 25.000 poderosas razones”, a gentes de “La camorra”. J. A. era policía. Sus hijos creen que está ahora en Euskadi, “matando etarras”.

Sin calendarios

La imagen estereotipada del recluso marcando uno a uno los días cumplidos no se da en La Modelo. No se ven calendarios por las paredes. O mejor dicho, los calendarios que se ven -con mujeres con escasa ropa- han sido desprovistos de la parte correspondiente a las fechas. “¿Qué es mucho tiempo? Cuando entré aquí me parecía absolutamente imposible sobrevivir treinta días. Después, más o menos, te endureces. Sobrevives”. Pero las cifras van bailando en la cabeza. Cuando esa condena suma setenta y cinco años, es todo un duro ejercicio recordar a cada momento que ‘sólo’ se han cumplido tres.

Salvador D. lleva gafas oscuras, pañuelo al cuello, un fino bigote sobre una boca más bien pequeña y una sonrisa escorada hacia la derecha. En su celda se ha montado lo que todos - y él mismo- llaman “el santuario facha”, una especie de altar presidido por una fotografía del general Franco. Es uno de los privilegiados reclusos que no comparte celda. En una ocasión apareció allí otro interno. Salvador bajó a ver a los funcionarios y les dijo algo así como “estoy condenado a 75 años por matar a dos delincuentes comunes”. De manera que sigue solo. Era jefe comarcal de Fuerza Joven en El Maresme pero se considera abandonado por los que creía sus compañeros. Dice que es apolítico y se niega a hacer el saludo fascista cuando se lo insinúa el fotógrafo. Y anuncia que un día explicará toda la historia de los hechos que le llevaron a la cárcel.

Gentes que en la calle no se cruzarían una sola palabra conviven aquí al margen de cualquier ideología política. Las ideologías se dejan en la puerta. Un cartel en la cantina parece resumir la actitud que debe tener cada interno: “Respeta y serás respetado”.

Discriminación, marginación

Son muchos los que se aprenden el código penal a la perfección y son capaces de abrumarte con una larga retahíla de artículos, modificaciones y consideraciones jurídicas. Como ‘el preso-poeta’, que muestra orgulloso sus dos ‘obras’ más preciadas: un ejemplar de ‘Mis poesías’ y otro de ‘La reforma penal de 1983’.

Antonio R. tiene más suerte con sus poemas que con sus incursiones burocráticas. Algunas de sus obras son habitualmente leídas en una emisora de radio. Condenado a cinco años y cinco meses por dos atracos, cuando su padre falleció no obtuvo permiso para acudir al sepelio. Ahora intenta conseguir autorización para visitar a uno de sus hijos enfermo. Tiene especial debilidad por una poesía dedicada a los jueces. Irreproducible.

Antonio comparte ‘chabolo’ con Leonardo F., antiguo director gerente de una empresa inmobiliaria, que hace constar en su ‘currículum’ numerosos cursos especializados y un ‘Dale Carnegie’. La primera vez que entró en la Modelo estaba condenado por falsificación de documentos mercantiles. La segunda, por atraco. “Cuando salí pude encontrar trabajo en tres empresas. Pero en cada una de ellas, a la hora de formalizar el contrato, me denegaban el Seguro Social por tener antecedentes penales. No tuve más remedio que dedicarme a hacer un atraco. Pero como no tengo experiencia, me salió mal”. Tampoco se muestra demasiado esperanzado para cuando consiga la libertad provisional. “La discriminación y la marginación están a la orden del día. La gente que sale a la calle tiene que volver a delinquir.”

Hay una escalera que se hunde en una profunda oscuridad, como en una pesadilla. Que parece conducir al subsuelo de la prisión. Los peldaños, tapizados de una pasta grasienta, compacta. Cubiertos de botellas, papeles, colillas, estrujados paquetes de tabaco, restos de comida…

No lleva a ninguna parte.