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La arquitectura que se adelantó al cambio climático y que España prefirió ignorar

Peio H. Riaño

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El futuro se presentaba prometedor por primera vez en mucho tiempo: “1992 parecía el principio de algo”, escribe Juan Sanguino en Cómo hemos cambiado. La transformación de España a través de la cultura pop (Península). “La Expo fue durante aquel mismo verano del 92 el lugar donde podía visitarse el futuro (antes de que internet despojase de propósito a las exposiciones universales)”, añade el periodista y escritor para ubicar unas vacaciones en las que el país se libró por un instante de las portadas de corrupción, ladrillo y desánimo. La primera ola del pelotazo urbanístico reventaba las costas del Mediterráneo, los maletines llenos de mordidas iban y venían y en Sevilla los arquitectos de los pabellones levantaban fórmulas contra ese modelo que ya se sabía insostenible para el medio ambiente. Y para el erario público.

Durante seis meses, Sevilla se convirtió en la capital de la emergencia de las arquitecturas pasivas, que luchaban para frenar el exceso de consumo de los recursos naturales. Pero el movimiento de vanguardia sirvió para reforzar la retaguardia. La capital andaluza convertida en epicentro del futuro fue la excusa para desarrollar una operación a gran escala de “conquista del territorio”. La dotación de infraestructuras como el AVE fue la puerta de acceso a nuevos territorios y más construcciones. “La degradación del territorio en España tiene que ver con la sobreconstrucción y ese momento fue decisivo en el proceso de destrucción del paisaje y del medio natural”. Las comillas son del historiador de la arquitectura, Lluís Alexandre Casanovas, que es el responsable de la aparición estelar de la arquitectura y el discurso de la defensa del medio ambiente en el nuevo relato de las colecciones del Museo Reina Sofía.

Esta parada en el capítulo de la Expo 92 de Sevilla presenta una parte de la historia de la arquitectura pendiente de investigar y un apartado apenas analizado en la historia cultural del país. En la propuesta de eliminar los capítulos y compartimentos, en los que la historia del arte se ha sentido tan cómoda hasta el momento, para incluir un flujo de nuevas etiquetas y episodios, la experiencia de aquellos meses es capital en el nuevo recorrido museográfico que ha planteado su director, Manuel Borja-Villel. La lectura que ha hecho Casanovas muestra la tensión entre las operaciones institucionales y la reacción de una parte de la ciudadanía, en contra de la creación de la línea de alta velocidad.

Junto a las maquetas y dibujos de diseños como El palenque, de José Miguel de Prada Poole (1938-2021), cuelgan unos pósters de manifestaciones ecologistas, que reivindican la preservación el medio natural ante la llegada de la alta velocidad. Una foto de la campaña “Desenmascaremos el 92” lo resume muy bien: once activistas a las puertas del Ministerio de Obras Públicas y Transportes con los pantalones bajados y enseñando sus traseros, en los que llevaban escrita su proclama. “Tren sí, AVE no”, podía leerse cuando se juntaban las nalgas de los once. Las campañas para el mantenimiento de la red de ferrocarril local aparecen junto a la promesa de cruzar la península en un santiamén.

Un iceberg en un frigorífico

También hay hueco para recordar una de las medidas más desafortunadas de aquellos días y tan contrarias a las propuestas de la arquitectura bioclimática. En febrero de 1992 llegó desde Chile un pedazo de 60 toneladas de hielo, arrancado a un iceberg. En la prensa: “Hielo antártico de más de mil años de antigüedad por primera vez en Europa”. Estuvo expuesto el medio año que duró la muestra universal y la pieza gélida previamente fue sometida a un tratamiento para transformarla en modelo de exposición. Una vez terminó la Expo, el hielo fue devuelto a su lugar de origen y esto se destacó mucho como para paliar las críticas medioambientales contra la fanfarronada.

“La amputación del iceberg ilustró muy bien todas las polémicas sobre la ideología del clima. En el interior del pabellón de madera metieron una gran cámara frigorífica, que contradecía el resto de arquitecturas poco lesivas por el gran consumo de energía que necesitaba para conservar el frío. Fue el contrapunto. La gente que lo visitó decía que tenía que ponerse anoraks, en Sevilla, en agosto, para entrar en el pabellón de Chile”. Lluis A. Casanovas (35 años, Barcelona) era demasiado joven entonces. No estuvo allí, pero ha reconstruido la experiencia de las arquitecturas pasivas.

Casanovas cuenta que entonces apenas sabíamos que la capa de ozono estaba dañada y que, a pesar de eso, ya se planteaban —desde 1987— propuestas arquitectónicas que anticiparon preocupaciones posteriores como el cambo climático. Señala como paradigmáticos los casos del vallisoletano De Prada Poole y del madrileño Jaime López de Asiain (Madrid, 1933). A este último le debemos la idea de la arquitectura bioclimática. Ambos pensaron en propuestas desarrolladas a largo plazo, que pudieran mantener un confort climático sin dañar el entorno. “Ese es el problema de la arquitectura con la vegetación, que esta necesita tiempo y la arquitectura corre demasiado. En la Expo, López Asiain era el proyectista responsable de toda la experiencia del microclima. Plantaron vegetación seis meses antes y cuando creció ya pudo utilizarse porque cubría y daba sombra. El confort climático necesita tiempo”, cuenta Casanovas.

Un clima de progreso

La “rotonda bioclimática” es otro invento de López de Asiain: la idea era hacer una forma de cono porque el embudo acelera la velocidad del viento y refrigera el espacio con muy poca energía. Había que provocar la brisa para bajar ocho grados la temperatura de los meses de verano, sin ser un entorno climatizado. “La gente que lo visitó recuerda que la sensación de confort fue bastante efectiva”, comenta Casanovas, que no ha hecho una lectura canónica de la arquitectura de la Expo, pabellón a pabellón, sino una en la que la estética y la política quedan vinculadas.

“Lo que en 1992 pudo parecer anecdótico hoy son ideas fundamentales, como el consumo energético mínimo para lograr condiciones óptimas. En las salas queríamos contar que la arquitectura debe participar de la búsqueda de ideas climáticas, precisamente en un momento en el que se habían pasado por varias crisis del petróleo y la incorporación del aire acondicionado a la arquitectura transformaba a la misma”, dice el comisario de esta parte de la colección del Museo Reina Sofía.

Más que una investigación estética, propia de las exposiciones antológicas sobre arquitectura, este repaso es un relato político sobre el posicionamiento de los arquitectos en su sociedad, pero también sobre el lugar que ocupan los museos para contar algo más allá de “lo artístico”. Para Lluís A. Casanovas la arquitectura en un museo es importante porque es en ellas donde los artistas desarrollan su trabajo y es en las ciudades donde ellos viven y se relacionan. “La ciudad y el desarrollo urbano son fundamentales para el artista, por eso es tan importante intercalarla con los otros discursos propios del museo. Aquí hemos hecho una historia transversal y para un público más amplio”, resume Casanovas su propuesta.