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Paul Schrader clava su bisturí en el racismo de EEUU pero cree en el poder redentor del amor

Javier Zurro

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Si hay un guionista que sabe plasmar la oscuridad del ser humano, ese es Paul Schrader. Lo hace convirtiendo esa oscuridad en una metáfora de EEUU. Su bisturí siempre se clava en una sociedad esquizofrénica, traumatizada y violenta. Sus personajes son seres atormentados por las heridas de su país. Buscan el perdón y la redención, o a veces simplemente venganza, pero sufren en sus carnes y sus mentes los problemas a los que les han abocado unos gobernantes que nunca piensan en ellos.

Fue él quien escribió uno de los personajes más emblemáticos de la historia del cine, el mítico Travis Bickle al que dio cuerpo Robert De Niro en Taxi Driver y que no era más que la solidificación de los traumas de EEUU post Vietnam. Mentes rotas, destrozadas y marcadas por la violencia que no tienen quien los atienda. La militarización del país creando monstruos. Esa representación de los males de la sociedad norteamericana en forma de seres turbulentos y atormentados está también en la trilogía cinematográfica que ha dirigido y que concluye con El maestro jardinero, el filme que ha llegado este fin de semana a las salas y donde vuelve a radiografiar a su país a través de un personaje puramente 'schraderiano'.

Sin embargo, si en sus dos anteriores obras (El reverendo y El contador de cartas) no había mirada al optimismo, y el futuro de sus protagonistas pasaba por la muerte o la cárcel; aquí por primera vez hay luz al final del túnel. La herencia protestante de Schrader siempre sale en su obra. Conceptos como el perdón y la redención marcan todos sus guiones y a todos sus personajes. En esta trilogía es siempre el amor lo que les hace encontrar la salida, pero si en las dos anteriores Schrader se mostraba implacable y optaba por el castigo —otro elemento religioso importante— aquí rompe con ello y consigue que sus protagonistas vean un halo de optimismo en un país condenado a repetir sus errores.

En El reverendo apuntaba al capitalismo, el fanatismo religioso y el cambio climático; en El contador de cartas señalaba directamente a los traumas de la Guerra de Irak, al negocio que hicieron allí las empresas y a los soldados abandonados; y aquí planta cara al supremacismo blanco, al racismo sistémico de su país y a los delitos de odio tan en aumento desde la llegada de la extrema derecha. Schrader sigue preocupado por todo lo que ocurre en EEUU, y aunque aquí se ablande, su retrato sigue siendo despiadado.

Esta vez no hay ni un cura ni un experto jugador de póker roto por las heridas de una guerra que comenzó con una invasión ilegal. El protagonista es el maestro jardinero del título. Un hombre de cuerpo rocoso y rostro impertérrito que cuida con mimo el jardín de la dueña de una finca, la Sra. Haverill. A ella también la cuida en el interior de su dormitorio en unos encuentros nocturnos que parecen tener más de culpabilidad por parte de él que de atracción mutua. Schrader vuelve a mostrar pronto el peso del pasado del protagonista en su presente. Un pasado que está de forma física en forma de los tatuajes que decoran el cuerpo desnudo del jardinero. Marcas nazis y supremacistas blancas de quien trabajó como asesino a sueldo para la extrema derecha.

Schrader deja claro que su protagonista se dedica a “arrancar las malas hierbas”, como se explicita en un momento del filme. Pero lo que antes eran delitos de odio, ahora se ha convertido en una delicada profesión más vinculada a una nueva masculinidad que a la violencia racista de su pasado. Como siempre en esta trilogía de Schrader, será una mujer la que precipite su descenso a los infiernos y a la salvación. En este caso se trata de la sobrina nieta de la Sra. Haverill, una chica negra a la que tomará de aprendiz. La atracción que surgirá entre ellos hará que expíe todos sus pecados, y mostrará que el racismo está en todos los miembros (blancos) de ese pequeño ecosistema.

Schrader define estas tres películas como su trilogía sobre la narrativa de Man in a Room, donde una figura solitaria lucha contra su pasado y se esconde detrás de su trabajo diario mientras espera a que algo cambie. Una narrativa que se remonta a los primeros años de su carrera. “El personaje surgió con Taxi Driver (1976), que era una extensión del héroe existencial de la ficción europea”, dice el director en el dosier de prensa del filme. Personajes que son algo más. “Se trata de encontrar una metáfora rica y compleja, ya sea un gigoló (American Gigoló, 1980), un traficante de drogas (Posibilidad de escape, 1992), un jugador (El contador de cartas, 2021) o un jardinero”, explica el director para el que “la jardinería es una metáfora especialmente rica, tanto en lo positivo como en lo negativo”. 

El punto de partida de este filme es, aunque pueda parecer lo contrario, la jardinería. Schrader tuvo una imagen de un jardinero solitario, y a partir de ahí empezó a preguntarse qué le pasaba, por qué había llegado a ese punto. “A partir de ahí pensé en el Programa de Protección de Testigos, y volví a hacerme otra pregunta, '¿por qué está en ese programa?' Y se me ocurrió la idea de que había sido un pistolero a sueldo para supremacistas blancos”, explica del proceso creativo del filme que tiene en sus actores una de sus mejores bazas. Joel Edgerton es el arquetipo perfecto de hombre rudo lleno de traumas. De hecho, Schrader le escogió porque “quería a alguien que se pareciera a Robert Mitchum, este tipo con el que no querrías pelearte en un bar, ese físico norteamericano de los años 50”. A su lado la siempre perfecta Sigourney Weaver y el descubrimiento de Quintessa Swindell. Aunque sus películas se parezcan todas entre sí, para el director hay “que crear un entorno social diferente en cada película”, y usa una metáfora simple para entenderlo: “Se trata de hacer vino nuevo en odres viejas”.

En el maestro jardinero hay “un hombre atrapado entre dos mujeres, una lo suficientemente mayor para ser su madre y la otra lo suficientemente joven para ser su hija”. Para Schrader hay algo que une esta película con su clásico Taxi Driver: “Me pareció interesante ver qué pasaría si el personaje de Cybill Shepherd, Betsy, se tomara un café con la Iris de Jodie Foster”.