ANÁLISIS

Del efecto antiarrugas a la cara algorítmica: la obsesión por el bótox llega cada vez más jóvenes

Rita Rakosnik

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La has visto miles de veces. Conoces bien sus ángulos y atributos. Extraña y familiar al mismo tiempo, no hay nada desconocido en su fisonomía. Se ha ido infiltrando en tu página de inicio con la persistencia y el sigilo propios del algoritmo. Es posible que también la hayas reconocido en alguna de tus amigas o conocidas IRL (en la vida real). Es una cara sin edad, con una piel límpida, sin imperfecciones ni poros visibles, ojos felinos, pestañas interminables, cejas definidas, pómulos esculpidos, nariz pequeña y labios carnosos. Es, además, una cara eminentemente caucásica, pero étnicamente ambigua. Estas son las características que la siempre profética Jia Tolentino señalaba como constitutivas de la Instagram Face, concepto acuñado por esta autora para definir el rostro femenino arquetípico de nuestro tiempo hiperconectado. Kim Kardashian, Bella Hadid, Emily Ratajkowski y Kendall Jenner, que, como señala Tolentino, es exactamente igual que Emily Ratajkowski, serían ejemplos clarísimos de “cara de Instagram”. 

Y este rostro aséptico, que recuerda al de un cyborg o al que generaría una inteligencia artificial, sólo puede lograrse mediante una combinación muy determinada de tratamientos dermatológicos, rituales de belleza, retoques y operaciones estéticas. No hace falta decir que conseguirlo es carísimo e inaccesible para la mayoría de mortales. Sin embargo, esto no parece paliar la obsesión de las generaciones millennial y zeta por el envejecimiento y su prevención. Al contrario, parece como si la crisis de los 40 hubiera avanzado casi dos décadas, decidiendo hacer una aparición prematura en la veintena e incluso antes, durante la adolescencia.

Por supuesto, esto resulta en un negocio milmillonario tanto para la industria de la belleza, que lleva tiempo comercializando productos antiedad para jóvenes, como para la de la cirugía plástica, que ha popularizado procedimientos como el baby bótox, que consiste en aplicar inyecciones en dosis mucho más reducidas de las que se aplicarían normalmente, prometiendo resultados totalmente naturales, así como la prevención de la aparición de arrugas y líneas de expresión.

Descubierta en 1820 por el poeta y médico alemán Justinus Kerner, la toxina botulínica no fue utilizada por la comunidad médica hasta los años 70 del siglo pasado. Rebautizada como Oculinum, fue en esta década y en la siguiente donde se probó su utilidad en tratamientos oftalmológicos contra el estrabismo y el blefaroespasmo, debido a su capacidad para producir parálisis muscular. En 1987, la oftalmóloga canadiense Jean Carruthers experimentó inyectando la toxina en la frente de su asistente, descubriendo, para sorpresa de ambas, cómo en menos de una semana las líneas de su entrecejo se habían esfumado. Pocos años después, en 1991, la farmacéutica Allergan compraba Oculinum por 9 millones de dólares, dándole el nombre con el que todos la conocemos hoy, BOTOX®. En 2002, su uso cosmético es aprobado por la Food and Drug Administration (FDA) de los Estados Unidos y desde este momento su demanda no ha parado de crecer.

Llegamos a la actualidad, momento en el que ya hemos presenciado los efectos inquietantes de su abuso y en el que se comercializa la opción de usarlo con moderación y –aquí está el giro– como método preventivo del envejecimiento facial. Si hasta hace muy poco las personas que recurrían a este tipo de procedimientos estéticos eran mujeres de clase media-alta de 45 años para arriba, la edad de iniciación se rebaja dos décadas y se populariza entre los más jóvenes. En España, la edad media de acceso a la medicina estética ha pasado de los 35 a los 20 años en 2021, según advierte un estudio de la Sociedad Española de Medicina Estética (SEME). Según el mismo estudio, un 42% de los tratamientos faciales realizados correspondieron a la toxina botulínica, convirtiéndose en el tratamiento facial más realizado tras la pandemia (el 32% restante correspondería a los tratamientos con ácido hialurónico).

En España, la edad media de acceso a la medicina estética pasó de los 35 a los 20 años en 2021

El resultado congelador de la expresión del bótox no es permanente –sus efectos duran entorno a los cuatro y los seis meses–, hecho que se utiliza para proclamar su carácter teóricamente inofensivo. Puedes probarlo una vez y si te arrepientes, no pasa nada, tu cara volverá a la normalidad en poco tiempo. Hasta aquí todo bien. ¿Pero no hay algo tramposo en poder acceder a una versión mejorada de tu cara por un tiempo limitado? ¿Quién quiere volver a la casilla de salida después de experimentar un auténtico upgrade facial? ¿Cómo no vamos a querer prevenir el envejecimiento facial de manera discreta y elegante? ¿Cómo resistirse a un acabado tan natural que 'ni se nota'? Resulta, como mínimo, tentador.

Como siempre, el capitalismo ha logrado mercantilizar la angustia existencial y el miedo a la decrepitud física de los jóvenes –avivado por la experiencia de muerte que trajo consigo la pandemia– al máximo: ya no vale con tener la piel limpia y libre de imperfecciones, ahora la rutina de skincare debe pasar obligadamente por la prevención de un envejecimiento que se percibe como cada vez más cercano. Y esta prevención es, por supuesto, una responsabilidad individual. No es descabellado establecer una conexión con la perversión de la cultura del esfuerzo y el mito de la meritocracia: al final, se trata de esforzarse por trabajar en tu cara para presentar tu mejor versión posible. En este sentido, me parece muy acertado el concepto de “cara trabajada”, utilizado por las periodistas Begoña Gómez y Noelia Ramírez para referirse a este rostro en actualización y perfeccionamiento continuo.

No es descabellado establecer una conexión con la cultura del esfuerzo y el mito de la meritocracia: al final, se trata de esforzarse por trabajar en tu cara para presentar tu mejor versión

Concepto, el de “cara trabajada”, que va de la mano con uno que he llegado a aborrecer, el del empoderamiento, utilizado como gancho para vender todo tipo de productos y procedimientos antienvejecimiento. Y como dice la experta en tendencias de belleza Jessica De Fino, borrar tus arrugas no es empoderamiento, aunque pueda hacerte sentir mejor a nivel individual. El empoderamiento debería ser, necesariamente, colectivo, y los privilegios de tu rejuvenecimiento sólo recaen sobre ti. Encajar en un ideal de belleza imperante puede ser enormemente satisfactorio, pero reforzarlo significa seguir perpetuando estándares poco realistas e inalcanzables hacia los demás, y especialmente, hacia las demás mujeres, que estamos sometidas a una presión estética y a una exigencia de juventud eterna mucho mayor que los hombres.

En Botox Nation: Changing The Face of America, la primera investigación crítica en profundidad sobre el bótox como fenómeno cultural, la socióloga feminista Dana Berkowitz nos advierte cómo el bótox podría modificar la manera en que experimentamos las emociones. Cada vez más investigaciones científicas sugieren que la expresión facial aumenta la emoción (por ejemplo, cuando experimentamos felicidad, sonreímos y sonreír nos hace sentir todavía más felices) y la supresión la atenúa. Esta tesis atentaría contra el supuesto carácter inocuo del bótox, convirtiéndolo en un procedimiento capaz de mitigar la expresión de nuestra alegría y de nuestra tristeza más allá de la superficie facial. En el caso del baby bótox, además, su corta vida todavía no ha permitido que los expertos determinen sus efectos sobre la piel a largo plazo.

Ahora bien, sería injusto y contraproducente juzgar a quien decide pincharse a título personal y, en mi caso, descaradamente hipócrita, pues yo misma he flirteado con la idea en más de una ocasión. Pero eso no debería impedirnos perder de vista las causas estructurales tras esta fiebre de toxinas y rellenos: nuestro sistema censura violentamente el envejecimiento femenino, considerándolo abyecto y obsceno. No pasa lo mismo con ellos: las canas y las arrugas se relacionan con el carácter y la experiencia. 

En 'Botox Nation', la socióloga feminista Dana Berkowitz advierte cómo el bótox podría modificar la manera en que experimentamos las emociones

De esta doble moral, tan presente en nuestra percepción del envejecimiento femenino en contraposición con el masculino, habla Susan Sontag en su seminal ensayo The Double Standard of Aging (1972), un texto magnífico que disecciona la convención cultural según la cual, la edad destruye a la mujer y mejora al hombre. La ensayista define la crisis del envejecimiento como una crisis de la imaginación que se repetirá ad infinitum en la vida de una mujer si esta no decide confrontarla y desobedecer las convenciones sociales que la obligan a conservar su belleza de juventud más allá de los límites de lo posible. Faltan referentes y mucho trabajo, pero las caras de las mujeres deberían poder reflejar la vida que han vivido. Y sí, pero de aquí a ver las arrugas y la piel colgandera como algo bello –o incluso no repulsivo– hay un buen trecho. La teoría la tenemos clara, es la práctica la que siempre nos traiciona, secuestrándonos cara y cuerpo a su antojo.

En la misma línea de Sontag, han surgido muchas voces y discursos que se posicionan en contra de esta obsesión morbosa por la juventud y la prevención de la vejez, defendiendo la aceptación de esta última como forma de resistencia al sistema. A finales del año pasado, la actriz e influencer de 32 años Julia Fox declaraba que envejecer estaba in y que si volvía a ver otro producto que se anunciara como anti-aging, lo denunciaría. Muchos aplaudieron a Fox por criticar a la industria del antienvejecimiento, pero en seguida señalaron sus contradicciones: la actriz confesó haberse sometido a sesiones de bótox preventivo en el pasado e incluso llegó a ser embajadora de Xeomin, una alternativa al bótox.

Todo el mundo puede rectificar y cambiar de idea, por supuesto, de hecho, muchas celebrities están deshaciéndose o corrigiendo los efectos de intervenciones estéticas abusivas como el bótox y los fillers o inyectables. Los casos de Nicole Kidman, Courtney Cox o Jamie Lee Curtis son paradigmáticos en ese sentido. Esta última, ha denunciado abiertamente los peligros de la capitalización de la dismorfia facial: después de una intervención de cirugía estética a finales de los 80, la actriz se hizo adicta a los opioides que le recetaron para el post operatorio.

Otras caras conocidas como las actrices Jane Fonda, Andy McDowell y Jennifer Anniston también llevan un tiempo pronunciándose a favor de la aceptación y la celebración de la vejez, protagonizando portadas y campañas de moda y belleza. Pero estos ejemplos representan un modelo de lo que significa “envejecer con elegancia” que los psicólogos John Rowe y Robert Louis Kahn han definido como successfull aging y que no deja de ser exclusivo y discriminatorio.

Este envejecimiento exitoso tiene que ver con no padecer ninguna enfermedad o discapacidad, disfrutar de un alto rendimiento físico y cognitivo y tener una vida social y profesional activa, además de encajar en el modelo de belleza imperante. Y aunque muchas de estas mujeres achacan haber envejecido bien a usar protector solar, hacer ejercicio y comer sano –ese ambiguo y misterioso 'cuidarse'–, al final, todo se reduce a su privilegio de clase y a su riqueza, que repercute directamente en su calidad de vida y en su aspecto físico.

No deberíamos perder de vista las causas estructurales tras esta fiebre de toxinas y rellenos: nuestro sistema censura violentamente el envejecimiento femenino

Como explica la periodista Halima Jibril en Dazed, cuando las revistas o las marcas celebran el envejecimiento, realmente no lo están alabando, sino que están celebrando la proximidad de personas mayores –casi siempre mujeres– a los indicadores sociales de la juventud (salud, belleza y movilidad física). Es decir, lo que celebran son las “victorias” de gente excepcional sobre el envejecimiento, no el envejecimiento en sí mismo.

Además, la exaltación de la vejez o los discursos sobre el envejecimiento como algo cool, también responden al ciclo de las tendencias, aparecen cada equis años y vuelven a desaparecer al cabo de poco tiempo. Patrícia Soley-Beltran lo cuenta en ¡Divinas! Modelos, poder y mentiras: la industria de la moda lleva décadas incorporando a modelos de la tercera edad en editoriales y pasarelas, pero siempre de forma cosmética, sin cuestionar en ningún momento las causas sistémicas que discriminan y oprimen a las personas, y principalmente, a las mujeres, por motivos de edad.

Según Sontag, el rostro de una mujer congelado en un ideal de juventud etérea es “un emblema, un icono, una bandera”. El peinado, el maquillaje y la calidad del cutis son signos que no reflejan su ser, sino cómo quiere ser percibida y tratada por los demás, muy especialmente, por los hombres, que le devolverán la mirada objetualizándola. 

Pienso en Audrey Hepburn en Una cara con ángel, un musical delicioso de Stanley Donen de 1957, en el que el descubrimiento del rostro perfecto de esta actriz desencadena toda la trama narrativa. El personaje de Audrey –y por supuesto, ella misma– tiene ese je-ne-sais-quoi, esa gracia, ese it inexplicable, pero su cara es, en realidad, una máscara que parece no pertenecerle. Un fotógrafo de moda, interpretado por un mayorcísimo Fred Astaire, se adueña de ella y se encarga de enfatizar esta identificación de la mujer con el rostro, como una entidad separada del cuerpo, independiente en su iconicidad y objetualizada en su fragmentación.

Como explica Halima Jibril, cuando las marcas celebran el envejecimiento, realmente celebran la proximidad de personas mayores –casi siempre mujeres– a los indicadores sociales de la juventud

Antes y después de Audrey, una infinidad de caras icónicas se han sucedido ante nuestras pantallas: Greta Garbo, Marilyn Monroe, Twiggy, Christy Turlington, Kate Moss, Carla Bruni o Bella Hadid (esta última, una réplica rejuvenecida de la anterior), son sólo algunos ejemplos de esa cara con ángel, pura y transparente, dispuesta a encender el deseo masculino y a convertirse en molde y modelo para generaciones enteras de niñas y mujeres. Pero esta cara tocada por la divinidad y convertida en icono de valores eternos encierra una pulsión de muerte. Como el retrato maldito de Dorian Gray, la cara de Instagram –tuneada con filtros o procedimientos estéticos que los simulan– no dista mucho de la máscara mortuoria. ¿O acaso hay mucha diferencia entre el rostro de la desconocida del Sena y el de Bella Hadid? Me atrevería a decir que su impacto estético y cultural es completamente equiparable.

Intuimos que algo siniestro se esconde bajo el deseo de frenar el avance de la oxidación natural de la piel, pero muchas mujeres seguimos ejerciendo esta violencia silenciosa sobre nosotras mismas en mayor o en menor medida. Como las protagonistas de la desternillante La muerte os sienta tan bien, muchas seríamos capaces de vender nuestra alma al mismísimo diablo para beber un poco del elixir de la eterna juventud. Y a falta de magia negra, convocamos sérums, cremas, mascarillas y pinchazos para conjurar un ideal de belleza y juventud, cuya perdurabilidad depende de la lotería genética y del grueso de nuestra cartera.

Toda mujer es una actriz amateur ante el patriarcado, lo ratificamos a diario, y quizás ya vendría siendo hora de desmontar esta pantomima de una vez por todas. Recogiendo el relevo de Sontag, os invito a celebrar la parte lúdica y creativa de la representación y a desafiar la que nos tiraniza y nos inmoviliza. Ojalá ver todas nuestras caras –con o sin ángel– como interlocutoras expresivas de algo verdadero. Eso sí que sería bello.