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OPINIÓN | 'Una juventud frustrada', por Enric González

Lo que recuerdo de la violencia incesante del hermano Berruguete

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La Cadena SER lleva varios días contando en sus emisiones locales la historia de varios alumnos del Colegio La Salle en Santiago de Compostela. Es un relato de abusos sexuales, violencia y maltrato que me resulta muy familiar. El acusado al que señalan los testimonios hace tiempo que ha muerto. Aun así, en antena lo identifican por unas siglas: J.B. Yo lo reconozco al instante. Joaquín Berruguete, el hermano Berruguete: jefe de estudios, profesor de Física y Química, aficionado a tocar a los alumnos por debajo de la ropa y un personaje violento que te podía hacer sangrar de un puñetazo si no entendías un código loco, que casi ninguno entendíamos. Fue mi profesor y mi jefe de estudios.

Empiezo por un recuerdo que siempre le cuento a mis amigos para retratar aquellos años. Él había castigado a un compañero por cualquier tontería: reírse en clase, hablar o estar despistado. La reprimenda empezó como un juego, subiendo al reo a la tarima para iniciar una ceremonia de sadismo en la que nos obligaba a ser partícipes.

Una vez frente a la pizarra el profesor susurraba al alumno las normas de la partida: “Estira las manos. Sujeta el borrador en esta. En esta otra, una tiza. Sobre la cabeza, un libro. Si algo cae al suelo, te daré una bofetada”. Entonces Berruguete proseguía la clase pero ya nadie prestaba atención. Él era consciente. Todos deseábamos internamente que a nuestro compañero se le cayese algo al suelo para ver cuál era el siguiente episodio. De algún modo, por un instante, nos hacía cómplices de su maltrato espectacular.

Las miradas de la clase se centraban en el castigado que, sintiéndose protagonista, apenas podía aguantar la risa con la espalda pegada al encerado y los brazos en cruz. Hasta que, en un temblor de la broma, perdía el equilibrio de una de las tres piezas y el borrador caía al suelo, o la tiza, ya no lo recuerdo. Ahí llegaba la primera hostia. Una bofetada fuerte. Y la primera lágrima. Silencio en los pupitres. No se golpeaba suave en el Colegio La Salle de Santiago.

“No estás llorando por el dolor. Yo no te he hecho daño”, susurraba Berruguete a su víctima: “Estás llorando por la vergüenza de que todos tus compañeros se estén riendo de ti. Pero esta vez lo vas a hacer bien”, le decía. A partir de ahí iniciaba una sucesión de repeticiones en el juego. Para entonces, la maniobra sádica ya no le hacía gracia a nadie, excepto al profesor. Era capaz de aguantarla hasta que el alumno empezaba a sangrar. Era lo normal. Después, si era necesario, llevaban al chico a enfermería (otro templo del terror) con cualquier excusa. Allí le esperaba otro cura que le ofrecía una moneda fría de cincuenta pesetas con la que apretar el chichón.

Los testimonios que la Cadena SER ha difundido estos días se centran en otro aspecto del mismo personaje: su afición a tocar a los alumnos por debajo de la ropa. Corrían los años 80, colegio de niños en un Santiago que era, y sigue siendo, uno de los diamantes de la corona católica. Las excusas del hermano Berruguete para el acercamiento sexual eran variadas: que si “la cadenita que traes”, que a ver “si ya te ha salido vello en la axila”, que “miren aquí, a su compañero moderno, con los vaqueros rotos”... Algunos chavales no se cortaban ante los intentos del cura y braceaban evitando sus manos. Esos se salvaban.

Otros no eran capaces de reaccionar y les atrapaba el bloqueo. Lo que hacía aquel cura siempre empezaba como una broma y acababa mal. Nosotros no teníamos cultura sobre abusos pero tampoco éramos gilipollas. Aquello formaba parte de un sistema y este es, quizás, el aspecto más importante de todo: no eran hechos aislados, otros profesores hacían cosas parecidas. Yo, salvo que mi memoria me haya traicionado para cuidarme, fui de los que se salvó. Acabaron expulsándome de aquel colegio. Eso no evita que ahora, más de 30 años después de aquello, me estremezca al recordar lo que vi. Ahora que escucho a mis compañeros en la radio, con esas voces que no consigo identificar.

Cuando llegábamos al patio no hablábamos mucho de lo que había hecho Berruguete. Los que nos habíamos librado de una hostia estábamos eufóricos. El resto, desaparecía detrás de las canastas de baloncesto más alejadas. A uno de mis mejores amigos, al que hace mucho que no veo, le pusimos por mote Nena. Era rubio y guapo. Uno de los preferidos del cura. No nos reíamos de él, solo le llamábamos Nena. Lo extraño es que él respondía al mote. Así de normalizado estaba todo.

No sé cómo definir lo que ocurría en aquellas clases. Estaba convencido de que en los otros colegios de la ciudad las cosas eran igual. A veces pienso que aquello fue otra zona oscura de la Transición, en la que los niños no podíamos llegar a casa contando cosas raras porque el país iba como un tiro y si el profe te había dado de hostias es que algo habrías hecho mal tú. Por eso me extraña ver ahora a la Iglesia hablando de “casos aislados” y al Gobierno diciendo que quiere que la Iglesia participe en el arreglo. Mientras, en la radio, oigo a señores que se acercan a los cincuenta contando que aún están jodidos por todo aquello. Son mis compañeros de clase.

El religioso en cuestión se comportaba como un caudillo. En el aula hacía su particular triaje delante de todos: había alumnos que no se dejaban tocar y otros que se quedaban paralizados, con una sonrisa estúpida y sabe “dios” qué dolor por dentro. Los masajes, las bromas, el manoseo constante. No sé qué pasaba en el despacho después, cuando Berruguete exigía la presencia de los que consideraba más débiles. Ni en las horas en las que los internos compartían con él, comedor y horas de sueño. Yo tenía la suerte de volver a mi casa y no dormir en el colegio.

En aquellos años, La Salle era, en cierto modo, un lugar exclusivo en Santiago de Compostela: un centro privado en donde había alumnos de pago y otros relacionados con la obra social que defendía la institución religiosa como parte de su labor. El trato de los curas con los hijos de los abogados o comerciantes de la pequeña ciudad en la que vivíamos no era el mismo que recibían los internos, cuyos padres hacían lo que podían en los últimos años de la emigración en Suiza o Alemania. También había en el centro un hijo de uno de los capos del contrabando en la Ría de Arousa de aquellos años. Ese era intocable.

Creo que estábamos en séptimo de EGB el día que el hermano Berruguete nos explicó en qué consistía la electricidad estática. Aquella tarde nos contó que si te quitabas la camiseta por la noche a oscuras, y esta tenía mezcla de fibras sintéticas, era fácil ver cómo de la prenda se desprendían chispazos de luz. Entonces señaló a un alumno interno y dijo: “Cuéntaselo a tus compañeros, que ayer yo fui a tu habitación e hicimos el experimento sacándonos la camiseta”. El chico bajó la cabeza vencido.

Ahora que se plantea una investigación sobre los abusos sexuales en el seno de la Iglesia todo ha vuelto a mi cabeza por esas voces que la SER ha sacado contando lo que pasaba en mi propio colegio. Estos días, el presidente de la Xunta, Alberto Núñez Feijóo, se ha manifestado en contra de remover el asunto con una frase grandilocuente: “Llamar terroristas a los obispos no es de recibo”. Feijóo fue un alumno interno en Los Maristas de León, uno de los epicentros de las denuncias por abusos sexuales por parte de profesores. Yo no sé si él vio algo en esos años de internado. Yo sí lo vi.

La Cadena SER lleva varios días contando en sus emisiones locales la historia de varios alumnos del Colegio La Salle en Santiago de Compostela. Es un relato de abusos sexuales, violencia y maltrato que me resulta muy familiar. El acusado al que señalan los testimonios hace tiempo que ha muerto. Aun así, en antena lo identifican por unas siglas: J.B. Yo lo reconozco al instante. Joaquín Berruguete, el hermano Berruguete: jefe de estudios, profesor de Física y Química, aficionado a tocar a los alumnos por debajo de la ropa y un personaje violento que te podía hacer sangrar de un puñetazo si no entendías un código loco, que casi ninguno entendíamos. Fue mi profesor y mi jefe de estudios.

Empiezo por un recuerdo que siempre le cuento a mis amigos para retratar aquellos años. Él había castigado a un compañero por cualquier tontería: reírse en clase, hablar o estar despistado. La reprimenda empezó como un juego, subiendo al reo a la tarima para iniciar una ceremonia de sadismo en la que nos obligaba a ser partícipes.