Un artículo del entonces alcalde de Santiago de Compostela, Martiño Noriega, abrió la caja de los truenos. La ciudad sucumbía a la masificación turística y a sus consecuencias en limpieza o seguridad. Y ante ese panorama se trataba, argumentaba el regidor de Compostela Aberta, de crear “una herramienta para que los beneficios del turismo repercutan en el contexto de la ciudadanía local”. No inventaba nada: la denominada tasa turística -un pequeño cobro por pernoctación- funcionaba en numerosas localidades de toda Europa, no había prueba empírica de que afectase a la afluencia de visitantes y revertía más o menos en las arcas municipales y en la calidad de los servicios. Pero las reacciones en Galicia fueron casi unánimes. Y aunque con cierta gradación, del escepticismo a la oposición frontal, mayoritariamente en contra. Ocho años después, el panorama es otro, y además de la propia Santiago -con otro gobierno-, A Coruña y Vigo han anunciado que lo implantarán. Los expertos en turismo la consideran un requisito de mínimos para la regulación de la materia.
“Ha sido un debate mal entendido desde la política”, no duda en afirmar Rubén Camilo Lois, catedrático de geografía de la Universidade de Santiago de Compostela y director del Instituto de Estudos e Desenvolvemento de Galicia (Idega) que elaboró un informe sobre la tasa para el Ayuntamiento de la capital gallega. Recuerda que fue así desde el principio, cuando hace 25 años las Illes Balears aplicaron una pionera ecotasa. “La derecha se puso en contra. Aseguraba que iba a cortar la movilidad. No fue así”, señala. Pero esa misma derecha alcanzó el Ejecutivo isleño y la retiró. La reimplantó en 2016, de nuevo bajo la presidencia del Partido Socialista. El Partido Popular gobierna ahora desde 2023 con apoyo de la ultraderecha y la ha mantenido. “Acompañada de una fiscalidad verde, ha servido para financiar la autonomía”, explica Lois. En Galicia el modelo es otro: el marco legislativo general lo establece la Xunta, la concreción, recaudación y gasto corresponden a los municipios. Alfonso Rueda, de entrada, se opuso, pero acabó sucumbiendo a la evidencia.
Cuando Noriega, al frente de una formación en que convivían formaciones de izquierdas y soberanistas, propuso en 2017 “que el propio éxito de Santiago revierta en el cuidado de la ciudad” encontró sobre todo incomprensión. El Partido Popular lo calificó de “globo sonda vacío de contenido”, algo en lo que coincidió el entonces portavoz del BNG en la corporación. El Partido Socialista se apuntó a la tesis nunca demostrada de que implantar el impuesto reduciría el número de visitantes. El periódico que había acogido el texto del regidor, La Voz de Galicia, subtitulaba al día siguiente: “La idea de Noriega suscita un rechazo masivo en el resto de alcaldes de municipios turísticos”. Y la directora general de Turismo del Gobierno gallego lo desdeñaba y aseguraba sin más que la prioridad del departamento era “incrementar la rentabilidad de las empresas turísticas”. El debate sobre el modelo y la gestión del turismo tropezaba con resistencias en Galicia. Todavía hoy no se han disipado.
Las visitas a la comunidad, mientras, han aumentado. También en Santiago de Compostela, cuyo índice de pernoctación en relación a la población -uno de los indicadores más fiables, según los especialistas, del impacto de la actividad turística- se encuentra entre los más elevados del Estado. La Compostela Aberta de Martiño Noriega perdió la alcaldía en 2019. Su sucesor, el socialista Xosé Sánchez Bugallo, modificó la posición, se alejó de las reticencias iniciales de su grupo y comenzó a reconocer su necesidad. Ahora gobierna Goretti Sanmartín, del BNG, en coalición con Compostela Aberta, y este 31 de julio ha conseguido aprobarla en pleno. El Partido Popular de la ciudad se ha abstenido, y algunas asociaciones de hosteleros se oponen -su presión ha conseguido retrasar la implantación hasta octubre- por considerarla “injusta, mal diseñada y precipitada”. Que la ciudad no está preparada para la cantidad de visitantes que recibe es sin embargo un hecho evidente de asomarse a su zona vieja.
Vigo, A Coruña, O Grove
La discusión ha acabado por sobrepasar los límites de la capital gallega. Al igual que la progresiva aceptación de la medida. El caso más sonoro ha sido el del alcalde socialista de Vigo, Abel Caballero. Ciudad frecuentada por cruceros y popular por la cuestionada, por algunos, iluminación de Navidad, la presencia de turistas ha crecido en los últimos años. Aun así, Caballero aseguraba en agosto de 2023 que “el Concello de Vigo se opone frontalmente a cualquier tasa turística”. Economista de formación, lo vinculaba a unos por el momento no comprobados efectos sobre la afluencia de visitantes: “Queremos que el que el turismo signifique gente que viene y capacidad de empleo y de vida económica del sector turístico”. La semana pasada cambió de opinión, según afirmó urgido por los hosteleros de la ciudad. “No fue idea mía, me lo plantearon ellos (el sector). Lo cual dice mucho a su favor”, añadió, antes de indicar que la tasas “son prácticamente generalizadas en toda España”.
En A Coruña, de nuevo con oposición del Partido Popular -que la ha defendido en Málaga (Andalucía) o la mantiene en las Balears-, un gobierno del Partido Socialista también ha iniciado los trámites para instaurarla. Y en O Grove, municipio peninsular en la ría de Arousa de 10.000 habitantes que triplica su población durante el verano, el gobierno local, también del PSOE, se ha propuesto aprobarla por unanimidad. “Hace diez años”, explican a elDiario.es fuentes de Compostela Aberta, “fuimos pioneras y pusimos voz a muchos vecinos y vecinas que empezaban a estar preocupados. Vecinos y vecinas que se sienten expulsados de su ciudad. Está más que demostrado que la tasa no influye en la decisión de los turistas sobre su destino, y lo recaudado será un valioso instrumento para financiar el impacto de la actividad turística”.
La necesidad de la regulación
El catedrático Rubén Lois lo sintetiza: “Mi impresión es que la tasa turística no tiene que ver con el turismo. No le afecta, no se resiente”. La prueba es que el flujo en ciudades que la adoptaron hace décadas, como Barcelona o Ámsterdam, continúa. A decir de Lois, el nuevo tributo únicamente serviría para paliar las consecuencias de la masificación de las ciudades. “Reciben fondos según su población residente. Por Santiago, que tiene 99.000 habitantes, pasan cada día cerca de 300.000 personas”, calcula, “son los que usan la ciudad pero no pagan impuestos”. Una parte importante de ellas son turistas, muchos pasan la noche. He ahí, añade, una de las causas el déficit fiscal de las ciudades: el gasto en limpieza o en seguridad se dispara, los ingresos no. La tasa turística sería una fórmula para aliviar una situación estructuralmente perversa. Él y su equipo defienden además un diseño democrático de la misma, de abajo arriba también en el uso del dinero recaudado. “Es una nueva forma de financiamiento y exige métodos nuevos”, señala.
El investigador ofrece además contexto. En su opinión, no son pocas las ciudades y territorios del Estado saturadas por el turismo. Los aeropuertos llenos, las terminales de transporte colapsadas. Y, al mismo tiempo, entiende que el fenómeno no va a ir a menos. “Lo que hay es que ordenar los flujos. Regular, en una palabra. La experiencia turística debe ser lo más satisfactoria posible y las administraciones deben contribuir a ello”, resume.