La Avenida de la República Argentina recorre la vieja Ciutadella de Menorca como un eje transversal que va desde las inmediaciones del Puerto hasta la Platja Gran. Un túnel del tiempo que une dos momentos y dos colectividades: los menorquines de finales del siglo XIX y los argentinos, especialmente los provenientes de la provincia de Córdoba, de principios del siglo XXI. El vínculo entre ambas, naturalmente, es la migración. “Aproximadamente entre 1890 y 1939 emigraron desde Menorca hacia los países iberoamericanos 4.496 personas. A pesar de ser un número elevado, es apenas un pequeño porcentaje dentro de los 3,5 millones de españoles que emigraron a América Latina durante ese mismo período. El éxodo fue tan masivo que los medios de comunicación de la época se hicieron eco, iniciando campañas para intentar detener el flujo migratorio”, destaca el historiador mallorquín Joan Baudès.
La independencia de Cuba y el estallido de la guerra entre España y Marruecos, que acabaría con la emancipación de las últimas posesiones coloniales españolas, marcaron la tónica de la decadencia imperial y del posterior hundimiento económico. El final de siglo XIX encontró a Menorca sumida, como el resto del reino, en una bancarrota donde el hambre y la miseria hacían estragos en la población. Del otro lado del Atlántico, las jóvenes repúblicas del cono sur, y especialmente las de la cuenca del Plata, ofrecían un atractivo horizonte posible. En ese sentido, Baudès destaca que la migración masiva de esta etapa “se explica por razones económicas y políticas, aunque también, en parte, debido a las leyes favorables a la inmigración impulsadas por los gobiernos argentino y uruguayo”.
Horacio Monjo tiene casi setenta años y ha vivido toda su vida en el popular barrio de Alberdi, en el corazón de Córdoba, Argentina. Es el nieto de uno de aquellos isleños que llegaron al país rioplatense para quedarse. “Mi abuelo Gabriel Monjo se instaló en este barrio en la primera década del siglo XX. Puso una panadería en la calle Deán Funes al 1.100 y repartía pan a domicilio en un carro tirado por caballos. Con ese mismo carro, en su tiempo libre, cargaba el material con que se construyó el estadio del Club Atlético Belgrano, el club de fútbol símbolo identitario de este barrio”, explica en diálogo con elDiario.es.
Hacia la primera década del siglo XX el padrón municipal de Córdoba y los datos de bautismo del Obispado indicaban que en esa ciudad, capital del centro-norte argentino, vivían 90.000 personas, de las cuales aproximadamente el 30% eran españoles provenientes fundamentalmente de Galicia. La política migratoria del gobierno desarrollista y conservador de Agustín P. Justo daba continuidad -aunque con algunas restricciones- con aquella máxima política de que “gobernar es poblar”. A quienes buscaban cruzar el charco en busca de mejor fortuna se les ofrecían billetes subsidiados por el Estado argentino. La Ley de Migraciones era clara en este sentido: “El gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias e introducir y enseñar las ciencias y las artes”.
Según indica el antropólogo originario Pablo Reyna, los recién llegados a Córdoba eran destinados a un territorio equívoco, popular y mestizo: el actual barrio de Güemes, antiguamente conocido como El Abrojal. Una zona vasta que hoy abarca el territorio que va desde la vieja Cañada hasta barrio Alto Alberdi. Allí se hacinaron cientos de familias de gallegos, menorquines, asturianos y vascos, pero también italianos y libaneses, sirios, armenios, croatas, polacos, rusos y ucranianos. El Abrojal tenía también, por entonces y desde varios siglos antes, otros habitantes: los hijos y nietos del pasado colonial. Generaciones de afrodescendientes traídos como esclavos y familias de distintas etnias originarias. Todos invisibilizados por el mito fundacional de la Argentina blanca. Como un testimonio de esa convivencia, todavía se escuchan los tambores del candombe en el Paseo de las Pulgas. Un letargo sin fin que reclama su lugar en la historia híbrida y mezclada de la ciudad. Allí convivieron en conventillos y barracones de madera, sin agua y apenas iluminados por velas de sebo, todos esos otros.
La Protectora Menorquina, más de cien años de historia balear en Córdoba
Los casi tres mil menorquines que se instalaron en Córdoba rápidamente fundaron una asociación de socorros mutuos: La Protectora Menorquina, que sigue existiendo actualmente y cuenta ya 115 años de actividad. Faustino Mercadal, nieto de un panadero oriundo de Ciutadella, es el actual presidente de La Protectora. “Esta institución se convirtió en un espacio de ayuda para los menorquines recién llegados. A quienes venían en busca de un futuro mejor, La Protectora les ofrecía un peso diario que alcanzaba para pagar una pensión y buscar trabajo, casi siempre en emprendimientos dirigidos por otros menorquines, especialmente en el ámbito del calzado, aunque también había muchos panaderos”, cuenta, sentado en su despacho del edificio que levantaron sus ancestros, situado en la avenida Maipú, donde ondea la bandera de las Illes Balears junto a la celeste y blanca, en el centro cordobés.
Juan Pablo Mesa forma parte de la Comisión Directiva de La Protectora y también es responsable de Proyectos de Desarrollos Turísticos de la Fundación Cátedra Iberoamericana de la Universitat de les Illes Balears (UIB). Está casado con una mallorquina y también es descendiente de aquellos emigrados. “El impacto de la llegada de tantos menorquines a la ciudad es un ejemplo de articulación armónica de la migración. Si bien nunca perdieron sus costumbres y su lengua, se adaptaron perfectamente a la cultura de la ciudad, aunque también hubo discriminación. Eran mal vistos por andar descalzos y por su acento extraño. Suena paradójico; eran los zapateros sin zapatos y los panaderos sin pan”, concluye.
El último momento álgido de migración masiva hacia Córdoba se dio después de febrero de 1939. El final de la guerra civil condujo a cientos de familias por el triste camino del exilio. La guerra no fue un episodio que pasara desapercibido entre los migrantes. En la esquina de las calles porteñas de Salta y Avenida de Mayo existían dos bares: el Iberia, donde se reunían los republicanos, y El Español, donde se congregaban los simpatizantes del bando sublevado. Según recogen los medios de la época, el final de la contienda fue ampliamente celebrado por los franquistas y desembocó en una gran trifulca donde volaron sillas y piedras.
“Es cierto que hubo otros centros de emigrantes españoles que se vieron muy atravesados por el conflicto, sin embargo La Protectora mantuvo cierta neutralidad a propósito de la guerra. Había republicanos, naturalmente, y se organizaron colectas para ayudar a los familiares que sufrían las penurias de la guerra, pero no llegó La Menorquina no llegó a dividirse nunca”, explican Mesa y Mercadal.
La zozobra económica que vive Argentina en estos últimos años obliga a muchos jóvenes y no tan jóvenes a pensar en un futuro mejor allende el mar. Sin embargo, la búsqueda de mejores condiciones de vida es vista y tratada como una amenaza por los países del norte político. El migrante como sujeto es hoy, antes que nada, un problema. Resulta indispensable hacer un ejercicio de memoria colectiva para pensar que, a veces, la experiencia de la migración es algo mucho más cercano de lo que se piensa. Todos, alguna vez, fuimos el zapatero sin zapatos.