ANÁLISIS

Por qué Europa necesita un cambio de rumbo en su política hacia el Sahel

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Visto desde Europa, el Sahel occidental –Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger– es sinónimo de problemas y amenazas. Problemas derivados tanto de la debilidad de las estructuras políticas –incapacidad de los órganos regionales y continentales para aportar “soluciones africanas a problemas africanos”–, como del escaso nivel de desarrollo y el alto grado de inestabilidad. Amenazas que se concretan en el alto número de grupos violentos activos en la región y que se hacen aún más visibles cuando las nuevas autoridades (golpistas) de Malí y de Burkina Faso deciden enseñar la puerta de salida a Francia, mientras el yihadismo continúa aumentando su radio de acción –el subsecretario general de la ONU en la lucha contra el terrorismo señaló la semana pasada que la “expansión” de ISIS en África central, en el sur y en el Sahel es “especialmente preocupante”–. Un panorama inquietante en el que también cabe incluir la realidad de los flujos migratorios que atraviesan esos países camino de Europa.

Aunque existe un amplio consenso sobre esa compleja imagen regional, no ocurre lo mismo cuando se trata de identificar las causas que han provocado esta situación y, menos aún, sobre las vías de respuesta que cabría adoptar. Sin embargo, el escenario actual es el resultado de un proceso en el que, en primer lugar, se acumulan innumerables responsabilidades históricas de algunas metrópolis europeas: definición artificial de las fronteras sin respetar realidades socioculturales muy asentadas; obligación de convivir bajo una misma bandera a comunidades sin ningún deseo de compartir un mismo territorio y separación de otras que deseaban contar con un Estado propio; división internacional del trabajo que condena a esos nuevos países a ser meros productores de materias primas y recursos naturales; e imposición de modelos políticos escasamente representativos, entre otros factores.

Igualmente, también hay que incluir en la lista a los gobernantes locales, algunos de ellos más interesados en aprovechar el poder en su propio beneficio que en atender las demandas y expectativas de sus propias poblaciones. A todo ello se une con demasiada frecuencia la confluencia de intereses entre los gobernantes locales y sus padrinos externos para mantener inalterable un statu quo del que ambos son los principales beneficiarios, quitando de en medio (incluso por la fuerza) a quienes pretendan salirse del carril.

A partir de ahí, no puede extrañar que la vía preferente de respuesta a cualquier problema que surja en la región sea una combinación de paternalismo clientelar y uso de la fuerza cuando se considera necesario para intentar restablecer el orden. Así, por un lado, se procura “comprar” la lealtad ciudadana con las migajas de la explotación de las riquezas nacionales y, por otro, se reprime duramente (con abierto apoyo de los patrones externos) cualquier contestación que puede alterar el citado statu quo. En esa línea hay que entender tanto la facilidad con la que esos actores externos –en una pugna creciente entre ellos por ocupar posiciones de ventaja– arman a sus aliados locales para dotarlos de capacidad para evitar el colapso del sistema, como la injerencia directa en sus asuntos internos, siempre con el argumento de restablecer una paz que ellos mismos han contribuido a alterar desde su origen.

Un informe reciente del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) elaborado tras más de 800 entrevistas con exmiembros o miembros en activo de grupos extremistas violentos concluye que las violaciones de derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad y la situación económica están entre los principales factores de reclutamiento.

Las operaciones militares promovidas por París en estos últimos años –desde Serval y Barkhane hasta Takuba– o la creación del llamado G5 Sahel son ejemplos muy claros de que la opción preferida es la de tipo militar, como resultado de una imparable securitización de la agenda regional. Una visión que lleva a pensar que todo lo que allí ocurre tiene una causalidad securitaria y que, del mismo modo, todo tiene una solución militar. Sin embargo, los hechos demuestran sobradamente que ninguna de esas operaciones e iniciativas han logrado eliminar la amenaza yihadista ni reducir la intensidad de los flujos de población hacia el norte, del mismo modo que tampoco han facilitado la consolidación de gobiernos más legítimos ni la satisfacción de las necesidades básicas de sus 90 millones de habitantes.

Por eso, asumiendo que ese modelo ya no da más de sí y mirando hacia adelante, parece claro que se necesita un cambio de rumbo si se quiere evitar una explosión generalizada (contando con la coincidencia de situaciones similares de hartazgo y desesperación en buena parte del Magreb y en otras zonas del África subsahariana). Un cambio que entienda que la aproximación a la región debe plantearse en términos multilaterales y multidimensionales, desarrollando un esfuerzo de largo plazo que atienda a las causas estructurales que han generado el problema actual.

No hay atajos milagrosos que lleven al desarrollo y a la seguridad de inmediato, ni basta, por definición, con activar instrumentos de seguridad para atender a problemas de raíz social, política y económica. ¿Ha llegado a ese punto la Unión Europea? ¿Están EEUU, Rusia y China convencidos también de ello o seguirán más interesados en aprovechar los errores del otro en beneficio propio? ¿Acaso es el terrorismo lo que más preocupa hoy a los sahelianos?