No: no ha sido así siempre

0

No sé ustedes, pero yo cada vez llevo peor las olas de calor. No sé si es porque me estoy haciendo mayor (algo por otra parte indiscutible) o porque el tiempo hace que las memorias de nuestra infancia se dulcifiquen, pero recuerdo los veranos de cuando era pequeña y adolescente y siento que no eran iguales. Yo que soy navarra, recuerdo Sanfermines en los que había que salir con una chaqueta porque refrescaba mucho, y meses de agosto en los que si un día era especialmente caluroso siempre terminaba con una refrescante tormenta de verano. Incluso recuerdo pensar “Madre mía, hoy dan 35 grados… Qué calor”. Imagínense mi sufrimiento interno cuando anuncian dos o tres días consecutivos con máximas de más de 39 grados, con una casa en la que se alcanzan los 30 grados en su interior y sin aire acondicionado.

Esto último es un tema muy interesante, pero no hemos venido aquí a hablar de la brecha energética y sus consecuencias para aquellos que no se pueden permitir determinadas cosas. Aquí venimos a hablar de historia, y es lo que vamos a hacer. De hecho, puede que muchas de las cosas que les voy a contar ya les suenen, pero aún así me voy a arriesgar.

Sabemos que el clima ha cambiado a lo largo de la historia de la Tierra, muchísimo más larga que la nuestra, que solo es un suspiro en el tiempo en comparación con la antigüedad de este, nuestro planeta. Y entre todos estos cambios, subidas y bajadas de temperaturas medias, hay dos que me interesan especialmente como medievalista: la “Pequeña Edad de Hielo” y el “óptimo climático”. Si hay alguno de mis estudiantes leyendo esto seguro que se acuerda y sabe lo que voy a decir sobre ello.

Ahora bien, ¿qué significan exactamente estos términos que tanto manejamos los historiadores? Permítanme que les explique de forma sencilla estos dos fenómenos que, aunque pueden sonar muy técnicos, tienen mucho que ver con la vida cotidiana de nuestros antepasados.

El Óptimo Climático Medieval (siglos X-XIV) y la Pequeña Edad de Hielo (siglos XIV-XIX) son dos conceptos fundamentales en la historia del clima desarrollados por paleoclimatólogos como Hubert Lamb (1965) y François Matthes (1939). El primero define un período de temperaturas relativamente elevadas que favoreció el crecimiento demográfico, las cosechas abundantes y la expansión urbana en Europa, aunque su extensión geográfica global sigue siendo debatida por la comunidad científica. En realidad, estudios recientes han demostrado que este concepto solo sería aplicable al continente europeo, en el que incluso el cultivo de la vid se extendió hacia el norte.

La Pequeña Edad de Hielo, que siguió a este período cálido, se caracterizó por un enfriamiento modesto (menos de 1°C) pero significativo en el hemisferio norte, especialmente documentado entre 1550-1850, con efectos devastadores en la agricultura y la sociedad europea que fueron estudiados pioneramente por historiadores como Emmanuel Le Roy Ladurie y Brian Fagan. A pesar de lo “modesto”, a mí me llegaron a decir en el instituto que eso de ver en las películas que la gente iba siempre muy abrigada respondía a este enfriamiento.

Como hemos visto, no se trata de fenómenos aplicables a todo el mundo, y ni siquiera está claro cómo manejarlos actualmente. Es una de las dificultades que plantea la interdisciplinaridad, tan necesaria por otra parte. A veces nos falta perspectiva para analizar en toda su amplitud un fenómeno climático histórico, o resulta complicado entremezclar los datos de una y otra disciplina para comprender las consecuencias sociales y económicas que estos cambios supusieron para los hombres y mujeres de cada época.

Por eso me crispa cuando en televisión o en redes sociales (sobre todo en redes sociales) aún hay quien niega la crisis climática en la que ya estamos inmersos alegando que “siempre ha habido cambios en el clima”. Como si el ser humano no tuviera nada que ver con ello. Como si fuera normal que los fenómenos climáticos a los que nos exponemos sean más extremos, o que las olas de calor sean más largas. O que países enteros estén en riesgo de desaparecer bajo las aguas. O, sin irnos demasiado lejos, que los incendios cada vez sean más devastadores y acaben con grandes superficies forestales o pueblos enteros.

Al fin y al cabo, parece que negar la mayor y utilizar la historia como argumento les funciona bien para eludir responsabilidades. Si no existe un cambio climático completamente diferente a los anteriores, no es necesario tomar medidas adicionales. No hace falta prestar más atención a nuestros montes durante todo el año, ni preocuparse por diseñar espacios públicos que en verano no se conviertan en un horno, ni disminuir las superficies de cemento o similares incluyendo cubierta vegetal o sistemas de refrigeración en áreas urbanas. No hace falta crear refugios climáticos reales en barrios. No es necesario hacer nada para evitar que haya personas cociéndose en sus casas sin posibilidad de huir.

Lo que parece que no saben es que la historia no les da la razón, y lo que deberían saber en determinados medios y plataformas es que dar voz a este tipo de discursos es igual de grave que hacerlo con un antivacunas o un señor o señora que nos cuenta que el limón cura el cáncer. Se trata de una cuestión de responsabilidad y de respeto hacia el trabajo de muchas investigadoras de diversas disciplinas.