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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz

#SoyMinero

Los vemos al amanecer, saliendo del poblado en fila de a dos, con el mono limpio, el casco y la lámpara en la mano, charlando alegres, a veces canturreando el Santa Bárbara Bendita:

“En el pozo María Luisa,

tranlaralará tranlará…

murieron cuatro mineros.

Mira, mira Maruxina, mira,

mira como vengo yo.

Traigo la camisa roja

tranlaralará tranlará…“

Se aprietan en la jaula, que los baja a la galería entre abrazos de ánimo y santiguadas, y ya no sabemos nada de ellos hasta que los volvemos a ver a la tarde, de vuelta al poblado, arrastrando los pies y los huesos, con el mono renegrido, la cara tiznada, los ojos irritados, los pulmones rascando toses, algún compañero al que ayudan a caminar entre dos, y siguen cantando, ya sin fuerzas:

“Traigo la camisa roja

tranlaralará tranlará,

de sangre de un compañero.

Mira, mira Maruxina, mira…“

Y cada tarde, no falla, se detienen frente al bar y uno de ellos nos pide que les saquemos una foto con su móvil. Nos da instrucciones para disparar, hablando muy despacio y muy fuerte, como si fuésemos retrasados o no hablásemos su mismo idioma. Y nosotros nos hacemos los tontos, cogemos el móvil con manos temblonas, sacamos la foto desenfocada, o activamos sin querer la cámara frontal para que cuando vean la foto se encuentren nuestra cara de cachondeo.

Cuando el alcalde propuso hace un año reabrir la mina, nadie se lo tomó en serio. Cuando concretó su plan, menos aún. La mina llevaba casi treinta años sin explotación. De los mineros de entonces, de los pocos que se quedaron en el pueblo, no quedaba ninguno vivo, se los fue llevando la silicosis. El único pozo que se mantenía boquiabierto lo usábamos como escombrera. El poblado minero estaba ruinoso, aunque atraía a gilipollas de toda la provincia y más allá, que venían a hacerse fotos en las casas destartaladas, la capilla con el techo hundido, la escuela fantasma, el dispensario, sitios ideales para hacerse fotos artísticas.

El alcalde propuso reabrir la mina, y lo primero que nos preguntamos todos fue que quién la iba a trabajar, si aquí solo quedamos viejos. Es verdad que el precio del mineral se ha recuperado, pero no tanto como para que salgan las cuentas y atraiga a trabajadores de fuera.

-¿Quién va a trabajar la mina? –preguntamos.

-Eso es lo más fácil –dijo el alcalde-. Harán cola para bajar a picar piedra.

Y tenía razón. Hay lista de espera de varios meses para poder pasar una semana dándole al martillo neumático. Vienen de todo el país, y del extranjero. La de administración nos filtra sus nombres para que luego podamos ver sus redes sociales, y así nos echamos unas risas en el bar, leyendo sus comentarios:

“Nunca había vivido algo así. Adentrarte en las entrañas de la tierra, extraer el mineral primigenio con tus propias manos, sentir que cada célula de tu cuerpo está en contacto con el planeta y con tus ancestros. Una vivencia irrepetible y transformadora.”

“Es algo espiritual, telúrico. Apagas un instante la lámpara y estás ahí, a solas, en la más absoluta oscuridad y silencio. Yo trabajaba descalzo, para sentir cómo la energía de la Tierra entraba en mi cuerpo. He encontrado mi verdadero ser.”

“Os lo recomiendo mucho, es una pasada. Al principio se te hace duro y te agobias de estar ahí encerrado, y hace un calor horrible, te saltan trozos de piedra, tragas polvo. Pero es divertido, el ambiente con los compañeros es buenísimo, y encima adelgacé dos kilos en una semana!”

-Hay gente que paga por ir a recoger uvas o cerezas -nos explicó el alcalde-. ¡Pagan por hacer un trabajo que ya pocos quieren hacer cobrando! Doscientos euros por tirarte tres días cogiendo uvas en Jerez o en la Rioja, o cerezas en el Jerte. Y luego vienen contando que es una gran experiencia, que así lo llaman: “experiencias”. Y lo mismo la gente que paga por tirarse un fin de semana ordeñando vacas o esquilando ovejas. Presumen de vivir por unos días como vive la gente del campo, como han vivido generaciones de aldeanos durante milenios, trabajando con las manos, en contacto con la tierra, al ritmo de las estaciones. Lo que nosotros vamos a ofrecer es mucho más que eso, una auténtica experiencia, única: trabajar durante una semana en una mina. Si quieren contacto con la tierra, van a tener tierra para hartarse.

-O sea, que vas a convertir la mina en un parque temático -protestó alguno de nosotros-, de esos donde la gente se disfraza de minero, baja un rato al pozo y juega con el martillo para la foto. Eso ya está inventado, hay unos cuantos así en antiguas minas ya cerradas.

-Nada de jugar. Trabajarán de verdad, extraerán mineral, que por supuesto pondremos en el mercado. Eso es lo que distinguirá nuestra experiencia de otras: que no es una simulación. Que van a sentirse realmente como mineros por unos días. Todos esos turistas tienen mitificada la figura del minero, representa el viejo mundo, la fuerza bruta, las raíces, la esforzada transformación de la naturaleza, el riesgo, el valor, la solidaridad obrera. Todo eso les venderemos.

Y tenía razón. No hay más que entrar en cualquier red social y buscar #SoyMinero. Aparecen cientos de testimonios de “mineros” que ya han pasado por aquí. Todos usan las mismas palabras, todos repiten “experiencia” y “autenticidad”. Y lo mismo sus fotos, idénticas: el selfie del primer día en la jaula que todavía llaman ascensor, la foto tenebrosa en lo profundo del pozo, el brillo del mineral en los muros, con la mascarilla rodeados de polvo, empujando la vagoneta, empuñando el martillo, acariciando una pared, observando una piedra en la palma de la mano, siempre con mirada grave, cariacontecidos, místicos. Y nuestras favoritas, las “fotos de sufridores”: desplomados en un banco, con la cabeza agachada, tapándose la cara negra con las manos negras, secándose el sudor negro de la frente negra, sentados en un bordillo negro al salir del pozo negro, levantando la boca negra al cielo para coger aire, todo muy negro, negrísimo, que como no les parece bastante el hollín, además les meten filtro a las fotos para ennegrecerlas más todavía y dramatizar sus posturitas de sufrimiento; que no decimos que no acaben reventados, que seguro que sí, pero cómo les gusta teatralizar el esfuerzo, el cansancio, el dolor. O la tristeza, cuando se hacen el inevitable selfie en el cementerio de mineros, agachados junto a una lápida, con el casco apoyado en el pecho, sintiéndose unidos en el destino a aquel minero que un día no salió vivo del pozo.

Como prometió el alcalde, trabajan de verdad, no es una simulación. El primer día se les instruye y se les acompaña, y el resto de la semana se entregan al trabajo con un afán que nunca conoció minero y sin necesidad de exigirles objetivos, ni cobrar a destajo o tener un capataz dando órdenes. Compiten entre ellos por ver quién saca más kilos de mineral, quién avanza más metros de túnel al final de la semana. Sin apenas descanso, no pierden más tiempo que el de sacarse fotos. Y aunque es verdad que su inexperiencia y torpeza reduce mucho el volumen de lo extraído en comparación con lo que sacarían mineros profesionales, a los ingresos que el pueblo obtiene por la venta del mineral se les suman las tarifas que pagan por alojarse una semana en el poblado y trabajar en el pozo. Porque es así, no se equivocaba el alcalde: pagan por trabajar.

Al final del día, tan agotados como orgullosos, se acercan al bar de la plaza, rebautizado como Hogar del Minero, para hacérselo más atractivo, decorado con viejas lámparas de carburo, cascos, picos y fotos antiguas. Todavía con algo de tizne en los rostros, ocupan los bancos, beben alcoholes sencillos, cantan una y otra vez el Soy minero, ríen y se dan ruidosos abrazos para enfatizar la vieja solidaridad minera.

Pensábamos que solo vendrían pirados, niños pijos de ciudad que se aburren con sus vidas resueltas y buscan vivencias únicas y transformadoras, pero qué va, llega todo tipo de gente. Trabajadores sedentarios que desean por una vez producir algo con su cuerpo. Directivos estresados que se quitan la tensión picando paredes con furia. Empresas que traen a sus trabajadores para convivir una semana y fomentar el espíritu de equipo, esos son los más eficientes, los que más toneladas extraen. Familias que intensifican sus vínculos trabajando juntos en el pozo, a oscuras, en silencio, respirando el mismo aire escaso. Frikis de todo pelaje, que hacen yoga en el pozo o se refriegan desnudos con las paredes. Deportistas que buscan trabajar la resistencia pulmonar. Famosos, muchos famosos. Extrañas despedidas de soltero. De todo hemos visto.

Y, por supuesto, turistas que no quieren saber nada de ciudades monumentales ni museos, coleccionistas de experiencias. Son los que más atraen visitantes con su hiperactividad en redes, aunque nos preocupa que se vulgarice tanto que deje de ser una experiencia auténtica y única, y la gente deje de venir en cuanto encuentren otra experiencia más auténtica y única y telúrica y ancestral y sensorial y mística y gilipollas que la nuestra. Cualquier día, otro avispado ofrece qué se yo, pesca en alta mar, o coger fresas en invernaderos, o descubrir la espiritualidad de una cadena de montaje, y se nos acabó el invento.

Los vemos al amanecer, saliendo del poblado en fila de a dos, con el mono limpio, el casco y la lámpara en la mano, charlando alegres, a veces canturreando el Santa Bárbara Bendita: