Crítica teatral

“Soy enorme, he vencido el cansancio. El miedo ya no me toca”, Matarile despide temporada en el Teatro Circo Murcia

Hace tiempo leí a un creador escénico catalán algo así: “Dejemos de ir al teatro pensando dónde tomar las cañas después”. Eran otros tiempos y me sonó a gloria, a profecía. Anoche, en la Región de Murcia, la hostelería y restauración estaban cerradas en medio de un toque de queda instaurado con motivo de la COVID-19. A la salida del Teatro Circo Murcia no había bar que elegir. La pureza del hecho teatral se presentó de la forma más extraña que llegamos a imaginar. “Somos las que estamos, ¡vamos, Murcia!”, espetó Celeste González a un público reducido, clavado en la butaca y con la sensación de apuntalar un frágil andamiaje artístico que permita a los obreros del teatro continuar la faena. Allí estábamos unos señores y señoras de Murcia en pos de nuestra Ninette, llegada de Galicia y con nombre mitológico, mitad ángel, mitad demonio: ’Daimon y la jodida lógica’ de Matarile Teatro.

Ana Vallés y Baltasar Patiño capitanean la histórica compañía gallega y logran una presentación escénica que parece realizada por una triada de la gran cantidad de referentes que enumeran durante la función: Sorrentino -por la belleza de la plástica escénica, el colorido y elegante vestuario poco habitual en danza contemporánea y el apabullante y mágico diseño y realización de la iluminación. Foucault -la autoría de la obra está llena de textos propios y otros autores, referentes del pensamiento y prácticas contemporáneas, cerca de dos horas que inducen al espectador, lo quiera o no, a procesar y elaborar sus propios materiales mentales. Louise Bourgeois -tejedora, madre araña, artista, escultora que apela a un existencialismo que también impregna de cabo a rabo la propuesta de Matarile. Aquí no acaba la cosa; Louis Malle, Diane Arbus, Zizek, entre otros.

El espectáculo es contundente, incontable, dado a la multiplicidad y la fragmentación narrativa, de movimiento y musical. Discursos y cuerpos rotos. Caídas y sublevación de espíritus. El escenario convertido en un ring de boxeo de bailarinas contra sí mismas.

Una mujer-vaca que baila-lucha, el esqueleto de una mujer-bola de discoteca, gira y te gana con su luz. Me caigo y levanto con cada espasmo de una bailarina en traje de lunares. Cristina Hernández Cruz y su música, sus cucarachas entre la porquería del mundo y la frase de la noche: “Soy enorme, he vencido el cansancio. El miedo ya no me toca”. Celeste que recuerda al Mauricio que fue y ya no le alcanza. Todas medio algo, híbridas, vulnerables, salvajes. La banda de punk -o lo que sea- con su cantante-bailarina rota que expulsa y abraza su propio Daimon, celestial y demoníaca voz. Y todos juntos, con sus fantasmas y referentes, tomando algo, en una mesa alargada, apenas iluminados, radiantes en su presencia. Qué belleza de escena.

Y para terminar, balbuceemos. Algo que la propia Vallés defendió en una entrevista: “Prefiero el balbuceo a la sentencia”. Una cosa y otra a la vez. Dudemos encima del escenario y fuera, en todas partes. No hay voluntariado que limpie este chapapote: la jodida lógica.