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Puertas de papel

Leer el presente

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El Día Internacional del Libro se puede celebrar, qué duda cabe, de muchas maneras. Algunas nos gustan mucho, como la de la gente de Barcelona y ese maridaje con las rosas. Otras nos seducen menos, como esa moda de encargárselos a una multinacional digital en lugar de visitar una librería. Hay quien estos días compra libros, también quien se hace fotos con ellos en las manos para subirlas a redes sociales, y también quien los lee, aunque no siempre hacemos necesariamente las tres cosas. Seas como seas, en elDiario.es celebramos contigo el 23 de abril de este año casi tan raro como el anterior en el que, eso sí, la lectura nos ha seguido acompañando. Según el último barómetro de hábitos de lectura que publica cada año la federación de gremios de libreros, hay en España un 10 por ciento más de lectores habituales que antes de la pandemia, son cada vez más jóvenes y se decantan en un porcentaje creciente por la compra en librerías.

En esta ocasión, al grupo de entusiastas que animamos #LeerElPresente, la sección de libros de este diario, se nos ha ocurrido algo un poco diferente: conmemorar el 23 de abril no recomendando la última novedad imprescindible sino al revés: recordando aquellos títulos de nuestra infancia o adolescencia que impactaron duro en nuestro corazón de ratón de librería y nos hicieron enamorarnos para siempre de la literatura. Una de las ventajas es que se pueden encontrar tanto en bibliotecas, como en reediciones, como en librerías de segunda mano, Te proponemos por tanto un paseíto por un pasillo lleno de puertas de papel, y te advertimos de que, para la mayoría de nuestro equipo, si las cruzas no hay vuelta atrás. ¡Sube que te llevamos!

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Primera puerta: “El barón rampante”, de Italo Calvino. La cruzó: Félix Crespo

“Cuando tenía doce años, Cosimo Piovasco, barón de Rondó, en un gesto de rebelión contra la tiranía familiar, se encaramó a una encina del jardín de la casa paterna”. Y yo, con catorce, a principios de verano, creo, me encontré una inquietante sobrecubierta ilustrada, un ejemplar precioso que tenía mi hermana mayor, de aquellas primeras ediciones de Siruela, con un papel crema que olía como no ha vuelto a oler ningún libro después, de “El barón rampante”.

Creo que nada ayudó tanto a que esto sucediese como la creencia de mis padres (que ellos nunca pusieron en palabras y que yo deduzco, solo ahora, por cómo nos permitían a sus hijos relacionarnos con la lectura) de que los libros eran “mensajes autoencriptados”, de modo que si uno elegía leer un libro, el que fuese, era porque podía leerlo. Esto, junto con el ejemplo de mi padre, incapaz de no terminar ningún libro por malo que fuese, de que uno podía leer una novela que no le gustase igual que podía relacionarse con alguien que no le cayese especialmente bien, el carné de todas y cada una de las bibliotecas públicas a las que podía ir andando, y la suscripción familiar al Círculo de Lectores, con el ritual de la revista de novedades y la petición mensual de libros en aquel formulario de cartón en el que me dejaban escribir, con muchísimo cuidado, los códigos elegidos. Y los libros que leían y de los que hablaban mis hermanas mayores, claro.

Antes de conocer a Cosimo ya leía. Recuerdo un verano en el que la biblioteca municipal abrió una especie de caseta en un parque a cinco minutos de casa. Mi hermano pequeño y yo nos pasábamos la mañana jugando por allí con los amigos y leyendo los cómics de Asterix, quedando con otros niños para intercambiar los que ya habíamos leído por los que nos quedaban por leer. Quizá podría haber señalado a Asterix o Tintín como mi entrada a la lectura, no sé. O “Fray Perico y su borrico”. O quizá “Tartarín de Tarascón”, el primer libro-libro que recuerdo haber leído de un tirón rogando que me dejasen no apagar la luz todavía, el motivo de que mis padres me pusiesen una lámpara sobre la cabecera de la cama, aquellas descacharrantes aventuras de un fabulador empedernido, un mitómano. O “El libro de las maravillas” de Marco Polo, en la fantástica edición adaptada de Anaya. O “Momo”. O el “Conde de Montecristo” en versión íntegra que mi hermano mayor había leído repetidamente antes, en un bucle que parecía infinito y que yo mantengo hasta hoy acompañando a Edmundo Dantés en su alambicada venganza cada pocos años. O “Un mago de Terramar”.

Todo eso sirvió, como una escalera, para que yo me encaramase a la literatura como quien lo hace a una encina. “Ese mismo día, el 15 de junio de 1767, encontró a la hija de los marqueses de Ondarivia y le anunció su propósito de no bajar nunca de los árboles”. Y yo tampoco he bajado, sigo.

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Segunda puerta: “El extranjero”, de Albert Camus. La cruzó: Diego Sánchez Aguilar

Era el año 1988. O quizá el 1989. No lo sé. Mis padres no tenían estudios universitarios. No tenían una Gran Biblioteca. Eso era algo muy habitual. También lo era estar suscrito al Círculo de Lectores. Era el año 1988. O quizá el 1989. Yo no era un niño especial. No quería ser escritor. Había leído ya muchos libros, sin mirar apenas el lomo, los nombres. Había pasado, como todos, por las colecciones de Elige tu propia aventura. Por Astérix y por Mortadelo. Había pasado, como todos, por colecciones de literatura infantil y juvenil que incluían a Jack London, a H.G. Wells, a Julio Verne. Todos Ellos Grandes Nombres cuyo prestigio yo ignoraba. Hasta que leí la frase “Hoy ha muerto mamá”, para mí, los libros no tenían Autor. Leía sin afectación y sin sentido de la acumulación, de “cultura”, de “bagaje”. La última idea que podía pasar por mi cabeza era la de “ser escritor”. Me gustaba Elvis y jugar al tenis. No era un marginado. Mis padres me querían. Leía sobre todo en verano, cuando los días eran larguísimos y la siesta era obligatoria y hasta las seis de la tarde no sales de la habitación. Iba a la estantería donde había diez o doce libros del Círculo de Lectores y cogía una novela rosa o de espías sin saber nada de géneros. No juzgaba. No existía la palabra “literatura”. Un día fui a la estantería. Cogí un libro en cuyo lomo ponía “El extranjero”; ponía “Albert Camus”. Era muy fino. Yo no sabía nada del existencialismo ni de mayo del 68. Era verano. Leía en el patio. Abrí el libro. “Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé”. Y todo fue ya distinto. Esas tres frases, como tres machetazos, abrieron un territorio virgen. Sentí que leía La Verdad. Que ese hombre del que yo no sabía nada, era mi hermano.

Mersault pensaba cosas que yo había pensado y no me había atrevido a poner en palabras. Era el año 1988. Recuerdo perfectamente las escaleras del patio, bajo un sol casi argelino. Recuerdo la conmoción de cada página. La conmoción y el asombro de descubrir que eso existía: que había gente capaz de escribir La Verdad. No de “contar historias”, sino decir cómo es la vida, cómo es la gente. Lo siento por toda esa literatura que tanto me entretuvo hasta “El extranjero”, pero el camino que esos machetazos abrieron fue el sendero por el que decidí internarme. Era casi un niño. Pero, con “El extranjero” en la mano, sentado en aquellas escaleras, tuve claro que leer cosas como esa, conocer cómo es la gente, cómo era yo, y cómo era el mundo, era lo que único que quería hacer. Leer cosas como esa. Que no eran divertidas. Que no entretenían. Que brillaban tanto que casi te dejaban ciego, bajo aquel sol de verano, en aquellas escaleras en las que, por pura casualidad, conocí a Mersault.

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Tercera puerta: “Poeta en Nueva York”, de Federico García Lorca. La cruzó: Vega Cerezo

Leía cómics. Yo de pequeña leía cómics, saltaba al elástico y jugaba a los cromos; era buenísima jugando a los cromos. Imbatible. Compraba en un quiosco de Santa Isabel los cromos y los cómics, con la paga. Me gastaba toda la asignación semanal en cómics y cromos. Era el mejor momento de la semana. En la infancia la felicidad es estrecha y poco exigente. A veces los cambiaba con las amigas, los cómics, digo. Todas leíamos a Purita, a Jan, a Ibáñez.

Los libros llegaron luego, cuando la intimidad nos resultó atractiva y necesaria, y la buscábamos como animales salvajes. Y porque amábamos todo aquello que nos hiciera sentirnos únicos y especiales: la manzana roja en la cesta de manzanas verdes. Yo llegué a los libros así: por curiosidad y narcisismo.

En mi adolescencia leí libros que no entendí, muchos. Libro que veía, libro que leía; era mi cruzada particular: leer, leer y leer. Iba a ser la manzana más roja del universo. Mis padres fueron de esos que decoraron las estanterías del salón-comedor con los Grandes Éxitos de la Literatura Universal encuadernados en piel. En piel granate. Los portarretratos con sus fotos del día de la boda y los libros: Nabokov, Poe, Cervantes, Unamuno, León Tolstói. Mis padres, unos temerarios.

Aquel empeño solo podía terminar en éxito. Y ocurrió.

Llegó el libro que me voló la cabeza. Porque que los libros vuelan las cabezas es una verdad incontestable. Poeta en Nueva York, de Federico García Lorca. Pum, directo a mi torpe cerebro de quince años. He aquí una chica envenenada por el mismísimo Federico García Lorca, no sabe si reír o llorar, pero dice que ama a Lorca. Ahora todo el día piensa en Federico García Lorca, se lo cuenta a dos amigas, a tres; a todas. Ellas hablan de músicos ¿Es músico?, no, pues andando que es gerundio.

Y tal vez fue esa sensación de asombro, la excitación de reconocer dicho asombro, el no querer hablar de otra cosa, todo el día en el planeta Lorca; Lorca para arriba, Lorca para abajo, la adrenalina y los quince años.

A los quince años somos drogadictos de la excitación y el impacto. Queremos impactarnos con todo, como locos. Tras Lorca, llegó Benedetti. Llegaron tan seguidos, que es difícil decir dónde acababa uno y comenzaba el otro. Benedetti fue canela fina. Lorca, el asombro. Benedetti, el enamoramiento; tocar lo inconmensurable.

Gracias a los cómics, a los quioscos, a la asignación semanal, a la Casa de la Cultura de mi barrio y su biblioteca infantil, a los salones-comedor con sus muebles caoba y sus estanterías catedrales del saber; sin ellas, Lorca, Benedetti y yo nunca hubiéramos sido el principio de una apasionada historia de amor.

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Cuarta puerta: “El desorden de tu nombre”, de Juanjo Millás. La cruzó: Salva Robles

Soy lector por culpa de Enid Blyton, que me llevó de un libro a otro, alternando a Los Cinco con Los Siete Secretos, entre mis nueve y doce años. Leía porque el verbo “LEER” empezó a significar aventura y misterio, también desconexión y soledad disfrazada y, por tanto, incomunicación mejor tolerada. Y leer a Enid Blyton me fue llevando a otros libros, a otros autores relacionados también con las sombras y las intrigas. Pero mi enloquecimiento y pasión por los libros llegó con diecisiete años por culpa de una novela que se titula “EL DESORDEN DE TU NOMBRE”, de un tal Juan José Millás. El día que me lo autorregalé −me atrajo como un imán su bellísimo título en aquel estante de la sección de libros de un supermercado Pryca−, lo leí dos veces. Seguidas. Empecé, cuatro horas después lo había terminado y comencé, sin descansar, a leerlo de nuevo hasta acabarlo por segunda vez. Tengo clavadas en mi estómago las emociones sentidas aquel día que me hice adulto como lector: por primera vez concebí que la literatura era también retrato y juego, psicología y crítica; que servía, igualmente, para desnudar al ser humano en sus ambigüedades y miserias, en su humanidad más esplendorosa y descarnada.

Este libro me hablaba de personas que podían ser mis vecinos, dialogaba conmigo acerca de quién iba a ser yo cuando me hiciera adulto. Sentí aquellas dos primeras veces −lo mismo he sentido todas las demás veces que lo he leído después, que son unas cuantas, tantas que nadie me creería si dijera el número− que una novela y yo podíamos sentir y ser la misma cosa al mismo tiempo: realidad y ficción, parte del mundo exterior o de un mundo ficcional. A la manera platónica, como entendería años después, leer y yo éramos el mundo y su doble. Con diecisiete años, sin comprender todavía, capté que en ese libro de Millás estaba la esencia que yo le iba a pedir a partir de entonces a cualquier libro para que me gustara: que hablara de mis semejantes, del hombre contemporáneo debatiéndose entre la verdad y la mentira −contexto y fingimiento−, es decir, que las páginas escritas por un autor me radiografiaran las formas de nuestros conflictos para que yo me aceptara y comprendiera mejor en esas neurosis que gastamos todos.

Porque la literatura también puede −y debe− ser eso: espejo de lo que somos, materia prima para retratar nuestros principios y, de

paso, dinamitarlos para obligar al lector a replantearse el mundo. Han pasado muchos años desde aquella primera lectura de

“EL DESORDEN DE TU NOMBRE”. Toda una vida de páginas escritas. Y cientos y cientos de libros leídos después, todavía recuerdo la primera vez con él: hubo un zarpazo, una identificación, una mordedura intestinal. Y comenzaron dos historias de amor que aún perduran: la mía con los libros, la mía con Millás. Desde entonces, ha habido entendimiento y afecto, dos emociones que nacieron del trato y del roce, que es lo que necesita un libro para ser bienamado.

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Quinta puerta: “El vagabundo de las estrellas”, de Jack London. La cruzó: Carlos Gil Gandía

De pequeño leía cualquier libro que estuviera en casa, ya fueran muchos o pocos, ya fuera propios o prestados. Recuerdo especialmente las enciclopedias que regalaban a mis padres cuando se convertían en clientes de alguna Caja de Ahorros. Cuando se daban libros en vez de ollas. Cuando existían las Cajas de Ahorros. Cuando todo era una burbuja. Primero llegaron los cómics, que me los compraban mis abuelos; después los libros con el círculo de lectores, a través de mis tíos. Pero fue un libro el que me marcó y, hoy por hoy, pervive en mí, ascendiendo, incluso, al porvenir.

El vagabundo de las estrellas, de Jack London. Es el libro. Forma parte de mi mitología, de la construcción personal del “yo”, algo que es inherente al ser humano, y cuya temporalidad perdura desde el nacimiento hasta la muerte. Ciertamente, London muestra con brillantez la moral individual y la moral en sociedad, y una despiadada crítica de la tortura; pero lo que me llamó la atención de esta novela es el viaje temporal que se realiza a través de la mente. Encerrado en una celda día y noche, sometido a torturas, el protagonista Darrell Standing, se transporta allende los muros de la celda. Quietud física; movilidad mental. Esa posibilidad de viajar es, en el fondo, una forma de epicureísmo que me ha salvado en no pocas ocasiones en situaciones nada confortables, también en estas.

Sentado en una silla. Tumbado en la cama. Paseando por la calle. Mi cuerpo estaba cerca; mi mente, en cambio, lejos. Esa posibilidad de viajar mentalmente en cualquier momento y en cualquier situación y con la posibilidad de revivir el pasado, cambiar el presente e imaginar el futuro se lo debo a London. Escribo estas líneas un domingo noche. Sentado en mi silla de trabajo en casa, tecleando estas palabras mientras escucho los sonidos que emite Aretha cuando duerme. Mi cuerpo está aquí, con ella y frente al ordenador, aunque se imagina en la celda de Standing, a la espera de ver dónde viajamos juntos: evadirnos en realidades paralelas que constituyen parte de la mitología de cada uno de nosotros.

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Sexta puerta: los tebeos prohibidos del kiosco. La cruzó: Cristina Morano

No recuerdo cuál fue el primer libro que me gustó, pero sí que me fascinó tanto como para hacerme amar sus formas y sus contenidos hasta el punto de trabajar para ellos: su diseño, sus palabras, su encuadernación, sus letras... todos los oficios del libro son mi alegría. Yo era una niña muy pequeña que siempre estaba enferma. Leer era una de las pocas actividades que me entretenían. En el pueblo había un kiosko y una librería iluminada por la luz de la calle y los estampados de las portadas de los tebeos de aventuras. Enseguida se hacía de noche y en el helor de noviembre seguían fulgurando las letras rojas del Capitán Trueno y la espada empuñada por Sigrid.

De los libros todo me intrigaba y todo me llamaba la atención: los cuadernillos alargados del Jabato en blanco y negro, los troqueles de los cuentos de María Pascual, las letras de las portadas doradas de Bruguera, incluso una enciclopedia que mi padre se había comprado con sus ahorros... todo. Después de comer, en las tardes negras y largas de los domingos castellanos, antes de que yo fuera a la escuela, mi madre me enseñaba a escribir y a leer. Se sentaba a mi lado y con su propia mano guiaba la mía a través de la ce mayúscula, la erre y las íes de mi nombre. Luego me enseñaba a dibujar y plegar mis papelitos (sacados de algún portafolios de mi padre, empleado de la RENFE en aquella época).

Los guardaba yo en mi mesilla de noche y aquello eran mis primeros libros. A los 7 años, el médico me diagnosticó miopía progresiva y advirtió de que cuanto más leyera, más dioptrías perdería. Se abrió así una etapa en la que los libros, que ya eran mi madriguera, mi escondite preferido, me fueron prohibidos. Por eso me los ponía debajo de la manta, me escapaba al comedor por la noche y, en los raros momentos en que nadie me vigilaba, leía, y lo hacía alerta: atenta a los pasos en la escalera, cuidando de que nadie entrara, guardando los libros debajo de la almohada.

No obstante, cerca de los 10 ó 12 años, mi familia cambió de óptico y el nuevo médico, más joven y más alegre, informó a mi madre de que podía dejarme leer lo que quisiera porque la miopía progresiva degeneraba per se, sin tener nada que ver con la actividad lectora. Ah, pero los libros ya habían sido tocados con el sabor de lo prohibido. Ya eran mi escudo contra el mundo.

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Séptima puerta: “Ficciones”, de Jorge Luis Borges. La cruzó: Basilio Pujante

Uno se matricula con 18 años en Filología Hispánica porque le gusta leer. Puede haber otras causas pero partamos de que durante el instituto, el nuevo alumno de la carrera enfocada a la Lengua y a la Literatura ha desarrollado un gusto lector superior al de sus compañeros que se han decidido por otros estudios. En mi caso, aunque ya había sentido el impacto de algunos libros en mi adolescencia, como El árbol de la ciencia de Baroja, entraba en la facultad con el ánimo de aceptar retos mayores. Y me topé con Borges.  

Uno de los profesores del primer curso nos proporcionó una lista de lecturas optativas y el nombre del escritor argentino, del que tenía unas vagas noticias pero todas ellas relacionadas con su dificultad, me llamó la atención. Así que con 18 años y mucho arrojo, compré en la librería más cercana a la facultad un ejemplar de Ficciones, uno de las colecciones de relatos más importantes de Jorge Luis Borges.  

Sin poder esperar a llegar a casa, comencé a leer el libro nada más sentarme en el autobús de línea que me llevaba a la pedanía donde entonces vivía y desde la primera página el impacto fue enorme: no entendía casi nada. Aquellas primeras páginas me pusieron cara a cara con mi ignorancia y el gran lector que yo creía ser recibió una cura de humildad con aquel libro que me mostró que había otro tipo de obras que yo hasta entonces desconocía: difíciles, ambiguas, repletas de referencias culturales y, sobre todo, magnéticas.  

Y es que poco a poco fui entrando en ese universo lleno de laberintos, libros, relajos y mapas que Borges describía en sus cuentos y que me atrapó para siempre. Descubrí en sus dieciséis narraciones que existían jardines con senderos que se bifurcaban eternamente, personas con una memoria prodigiosa, bibliotecas infinitas, héroes que en realidad eran traidores y extrañas ruinas circulares en medio de selvas ignotas. Entendí por primera vez que no hay una única manera de leer un libro, que Pierre Menard pudo escribir el Quijote y que Borges era uno y muchos. 

Ficciones me abrió una puerta que hoy un día sigue abierta, llevándome cada vez que entro a sitios diferentes; además, hace tiempo entendí que además de puerta es un espejo.  

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Octava puerta: “Sin noticias de Gurb”. La cruzó: Luis Sánchez Martín

Qué fácil y bonito (y comercial, puesto que el descerebrado nuevo liberalismo obliga a cada uno a ser su propia marca) sería venir ahora con la cantinela de que siempre me gustó leer y escribir, y que de niño me escondía bajo las mantas con una linterna para sumergirme en otros mundos que bla, bla, bla… (para qué extenderme, han visto la escena en cientos de películas). Pero no soy ninguna marca ni tengo nada que vender, así que puedo contarles que, bien fuera por absurdos imperativos académicos, bien por la obsesión de una familia tóxica hasta límites inimaginables que pensaba que si no me obligaba a leer acabaría pidiendo en la calle para drogarme, relacioné lectura con aburrimiento/castigo casi hasta la universidad.

Fue un año y medio antes, con dieciséis y pico, en un 3º de BUP de ciencias puras, cuando a unos amigos, conejillos de indias de la hoy asentada E.S.O, fueron obligados (hay que llamar a las cosas por su nombre, aunque en este caso fuera para bien) a leer un libro que, sabiendo cómo las gastaba yo por entonces (no me llamaban Chicho por Ibáñez Serrador, precisamente, sino por un joven y alocado baloncestista que nos hacía partirnos de risa cada tarde a eso de las cinco) no dudaron en recomendarme. Y aunque repetí mi habitual falacia («no me gusta leer»), consiguieron que comenzara a ojearlo y hojearlo. Aquel día ya no entré a clase (algo habitual, las cosas como son): lo pasé en las gradas leyendo un libro (eso sí que era algo nuevo).

Era la desternillante y surrealista historia de la búsqueda de un extraterrestre que, bajo la apariencia física de Marta Sánchez, se había perdido por las calles de Barcelona. Básicamente se trataba de una concatenación de equívocos y absurdos que cada dos minutos me hacían cerrar el libro para reírme a gusto y volver de nuevo a sus páginas, aún con la convulsión y la lágrima de la anterior carcajada. Desde aquel lejano día de 1995 o 96 lo debo haber leído unas 35 o 40 veces, y cada vez me río más. Hablo, por si alguien aún no lo ha adivinado, de ‘Sin noticias de Gurb’, de Eduardo Mendoza.

Tras descubrir que sí me gustaba leer, pero que aún no había leído el libro que me gustaba, continué con la obra de Eduardo Mendoza y ésta me rebotó a cosas tan dispares como Dickens, Vizcaíno Casas, Herman Hesse o J.D. Salinger. Y casi 30 años después, aquel adolescente que odiaba leer ha publicado 3 libros y editado más de 30. Huelga decir que me va a faltar eternidad para agradecer a Mendoza (y a Gurb y su compañero, por supuesto) lo que hicieron por mí.

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Novena puerta: “La casita de chocolate” (Hnos. Grimm). La cruzó: Ramona López

Pienso en mi “libropuerta” y la imaginación me traslada de inmediato a imágenes de “La casita de chocolate”. Y de mí misma muy pequeña, claro, en la escuela, con ese libro. Fue probablemente lo primero que leí y que tuvo sentido completo. Debió ser una fascinación, un deslumbramiento, de lo contrario no seguirían acompañándome esas imágenes desde la lejanísima infancia. A partir de ahí los libros constituyeron una trinchera. Feliz de aquel que se enfrenta al mundo sin miedo. Yo sí lo tenía. Estoy convencida de que, para aquellos que, como yo, tenían miedo al mundo, para los tímidos, los retraídos, los que nos sentíamos derrotados antes de que se iniciara la batalla, los que salíamos a la vida desarmados, para todos nosotros, digo, los libros han constituido siempre un refugio. Quizás os haya pasado como a mí. Leer nos daba la ocasión de viajar sin movernos del sitio, de protegernos detrás de los libros, vivir otras vidas más emocionantes que la nuestra, hacernos una trinchera de libros repleta de posibilidades.

Pero en un giro de guión totalmente inesperado, leer nos dio además algo que no teníamos previsto: la capacidad de ordenar el mundo mediante la palabra, de pensarlo, de meditarlo, de explicarlo, de generar ideas complejas y de concebir otros mundos. Leer nos llevó a escribir. Leer nos llevó a crear. A desarrollar unas capacidades que nosotros pensábamos que eran limitadísimas y resultaron ser las armas de que la vida nos proveyó para salir al mundo y dejar en él nuestra impronta. Eso hicieron los libros con nosotros, eso hicieron los libros por nosotros: dotarnos de ideas, de pensamiento, de complejidad, de profundidad, e incluso a veces, a los más talentosos, de identidad. La lectura nos enseñó a comprender el mundo y a explicarlo, y aun en algunos casos felices, a crearlo.

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Décima puerta: los tebeos. La cruzó: José Antonio Gómez

Mi entrada a la lectura en la niñez fue el tebeo: los tebeos que devoraba en la segunda mitad de los años sesenta y los primeros años setenta. Fui pasando de los cuadernillos grapados del Tebeo, de Jaimito o de Pumby a las primeras lecturas de cómics “del Oeste”, como Jim West, y a los de aventuras como El Jabato o El Capitán Trueno. En vacaciones iba con una peseta a una tienda de mi pueblo a cambiar tebeos, porque los que tenía ya me los había leído todos. Otras veces leía los tebeos que me dejaban los niños que vivían en mi calle, pero también iba muchísimos días a la biblioteca de la “Casa de la Cultura”, y allí leía algún tebeo antes de llevarme a casa un cómic de Astérix o de Tintín, hasta agotar sus colecciones.

De ahí fui pasando enseguida a leer algunas novelas clásicas ilustradas en ediciones de las “Joyas literarias juveniles” de Bruguera, y empecé a vivir increíbles aventuras con Sandokán y otros tantos personajes de las novelas de piratas, desde la seguridad del refugio de mi habitación. Mientras tanto, aparecían también los libros de Guillermo Brown, Los cinco o Los Hollister, y algunas veces la curiosidad me hacía desear también los libros que estaban destinados a las chicas, que se desarrollaban en internados británicos: Segundo Grado en Torres de Mallory -o algo así-, o los de Puck. De ahí la curiosidad me fue llevando a aquellas novelas baratas para adultos que se cambiaban en los kioscos o librerías de segunda mano, llenas de detectives duros y alcohólicos y curvas insinuantes.

Recuerdo con nostalgia aquellos orígenes lectores -tan similares al de cualquier niño de mi generación- sobre todo por lo que reflejan: años de inocencia y descubrimiento. Y creo que influyeron mucho en mi historia lectora, pues hoy sigo leyendo muchísima novela gráfica. Pero antes de regresar ahí, como todos pasé también por las lecturas de adolescencia, las que te enfrentaban a la frustración, la realidad y el deseo, la poesía…. Y las lecturas que “tocaban”: cuántas horas peleando con la literatura hispanoamericana, con Paradiso, Tres Tristes Tigres, Rayuela y con las lecturas de culto: El viaje al final de la noche o En busca del tiempo perdido. Era el momento de llevar un libro bajo el brazo y comentarlo con gesto profundo. La Filosofía: desde Platón a Heidegger, al pensamiento negativo, Nietzsche, Freud, Marx, Levinás, Foucault, Derrida, y todo Kakfa, por supuesto. La estética y la posmodernidad llenaban las horas junto a la compañía atronadora de Los Ramones, The Clash, Jam, The Cure o Elvis Costello -y Neil Young para momentos melancólicos.

Pero el gusto de leer tebeos iba reapareciendo de la mano de Corto Maltés, Milo Manara o Richard Crumb y se ha mantenido hasta ahora, como podéis comprobar en “Cómics para bibliotecas” (jirotaniguchi.com): una forma de seguir siendo el niño que fui.

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Undécima puerta: “Las aventuras de Dick Turpín”, de Charles C. Harrison. La cruzó: Paco Paños

Nunca leí todo lo que caía en mis manos. No fui un niño solitario, ni estaba enfermo, ni era especialmente tímido. Vivía en un pueblo y la calle era una prolongación de mi casa. Ahí fue donde viví mis primeras aventuras, mis primeras humillaciones, mis primeras peleas, y primeros amores. No tenía que buscar todo eso en los libros, estaba al alcance de mi mano con solo salir de casa y juntarme con mis amigos y amigas. Por supuesto que leía tebeos o cuentos, pero nada espectacular, todo muy normal y previsible. Recuerdo con especial cariño que cuando tenía nueve años D. Pedro, mi maestro, me regaló, por ser, según él, un buen alumno, ‘Las Aventuras de Dick Turpin’ de Charles C. Harrison, un libro con tapa dura y muchas ilustraciones. Jamás volví a ganar un premio por ser un alumno destacado.

Ya en la adolescencia cayó en mis manos ‘El filo de la navaja’ de W. Somerset Maugham. Estaba yo en esa etapa de búsqueda de la espiritualidad y realmente me impresionó ese libro, también me dio por acercarme a la iglesia. Pero no duró mucho y pronto me dirigí en busca de filosofías más materialistas. Siguieron libros como ‘Guerra y paz’ de Tolstoi, ‘Rojo y Negro’ y ‘La cartuja de Parma’, de Stendhal, ‘Crimen y Castigo’ y otras novelas de Dostoyevski, ‘La familia de Pascual Duarte’ o ‘Viaje a la Alcarria’ de Cela. ‘Cinco horas con Mario’ y ‘La hoja roja’ de Delibes me gustaron especialmente. Seguí los pasos de un tal Lazarillo, leí ‘La Celestina’ y me di cuenta que algunos personajes de libros realmente importantes daban nombre a oficios más o menos ortodoxos.

Por supuesto que también disfruté ‘La ciudad y los perros’ y fui tras la vida de Aureliano Buendía o tras los amores de Florentino Ariza y Fermina Daza. Llegó un momento en que leí ‘Bajo el volcán’ de Malcolm Lowry, ‘Berlín Alexanderplatz’ de Alfred Döblin y sentí que me estaba acercando a un tipo de literatura que me interesaba mucho y me atraía especialmente. Pero fue cuando tenía veintitrés o veinticuatro años, con la lectura de ‘La muerte de Virgilio’ de Hermann Broch cuando todo empezó. Había descubierto que palabras, frases, páginas completas, además de significado tenían ritmo. Eran música. Mientras leía todo sonaba en mi cabeza, cuando encontraba el ritmo no podía dejar de leer, tenía ganas de hacerlo en voz alta para que sonara también fuera. Una sensación de placer, que no he olvidado, me invadía entonces. No digo que alguna de mis lecturas anteriores no tuviera ese “cosa”, digo que yo no la había descubierto.

Desde entonces en el silencio de cada lectura busco ese RUIDO ETERNO.

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Duodécima puerta: “El dios de la lluvia llora sobre México”, de László Passuth. La cruzó: Carlos Trenor

En el invierno de 1969 tuve que pasar varios meses en cama. Mientras los días pasaban con lentitud me dedicaba a leer. Los amigos me regalaron libros que nunca me llegaron a “enganchar”. Mi madre se dio cuenta y me dijo que podía empezar a leer algunos de los libros que tenía en la librería de la sala. Ante mí tenía cientos de libros y no sabía cuál coger. Entonces mi madre cogió uno, me lo puso en la mano y me dijo:“Este te encantará y te hará ir en busca de otros libros”. El libro se titulaba “El dios de la lluvia llora sobre Méjico”.

Ya en las primeras líneas me di cuenta que otros autores , como Mika Waltari o Julio Verne, ya se quedaban atrás relegados a un plano casi anecdótico. Con Lázslo Passut se me abrieron las puertas a la lectura en serio. Me oasaba las horas inmerso en aquella historia que me mostraba de forma muy distinta todo lo que me habían enseñado en la escuela sobre la conquista de Méjico.

Me sirvió para ordenar mis ideas sobre qué leer y a partir de ese momento fui devorando libros y volando desde aquella cama en un minúsculo pueblo norteño a las maravillosas alturas de autores hasta entonces desconocidos. Con “Malinche” comenzó mi andadura por historias ajenas que siempre me llevaron a intentar aprender, un poco, de todo lo que influye en mi vida.

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Décimotercera puerta: “El código da Vinci”. La cruzó: José Lara

El descubrimiento de esos nuevos mundos a los que se puede llegar a través de la lectura fue tardío para mi persona. Mi idilio para con la lectura no llegó hasta bien entrados los 18. Imagino que, como todo adolescente que se precie, el fútbol, los videojuegos, el intentar ser el primero en dar esa caladita a un primer cigarro y el último en ir a la cama cada madrugada después de agonizar frente al televisor, formaban parte de esas cosas de la edad que protagonizan los episodios de nuestras vidas. Como también forman parte las inquietudes, que como dilemas existenciales se nos van presentando como quien parpadea, sin darnos cuenta.

Me inquietaba el agnosticismo, del que sigo preso; ese interés por aquello del más allá en lo que no crees pero que siempre te vuelve a abordar despertando la duda en tu ser. En ese momento, como anillo al dedo, apareció Dan Brown con “El Código Da Vinci”, y qué aparición, señoras y señores, qué pedazo de aventura logré vivir con los ojos abiertos. El conservador del museo del Louvre había sido asesinado. La investigación a cargo de Robert Langdon llevaba misteriosamente a pistas que se ocultaban tras las obras de, ni más ni menos, Leonardo Da Vinci, y se acababa convirtiendo en una serie de intrigas vaticanas que cuestionaban de forma apasionante los dogmas eclesiásticos, tal y como yo me los cuestionaba por aquellos entonces.

Después de 15 años, reconozco haber olvidado la gran parte de sus 600 páginas, sin embargo, lo que no puedo olvidar son las imágenes y las sensaciones que creé, viví, sentí y que guardo en mi retina de cada personaje y de cada rincón y acción que se desarrollaban en el mismo. Son muchos los años transcurridos desde aquella lectura y, por suerte, muchos los mundos en los que he transitado, en los que he batallado. Me he enamorado, he muerto y he resucitado, reído y llorado, todo sin moverme del sofá de casa y con vosotros entre las manos.

¡Gracias mis queridos libros!

¡Feliz día del libro!

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Décimocuarta puerta: “Flush”, de Virginia Woolf. La cruzó: José Daniel Espejo

Tampoco está claro que fuese este libro la Gran Puerta a la Literatura ni que su lectura me hiciese Entrar ni que no hubiese leído nada antes, pero pongamos que sí, que en algún momento a finales de los años 80 cogí este libro en esta edición infame de la Biblioteca Básica Salvat del kiosco de mi madre y que el perrito Flush, el cocker spaniel de doña Virginia me arrastró a descubrir las inmensas posibilidades, el poder salvaje de un arte, el de la literatura, que hasta ese momento yo creía que solo servía para contar una historia del punto A al B. Con Flush aprendí que lo que cabía entre las tapas de una novela podía ser infinito, lo que es tanto como aprender que el mundo y la vida son inabarcables. Luego he sentido esa sensación de vértigo y de libertad muchas veces, cómo no, pero ey, un respeto a las primeras veces, y un hueso de vez en cuando al aire, muy lejos, en honor a Flush.

El Día Internacional del Libro se puede celebrar, qué duda cabe, de muchas maneras. Algunas nos gustan mucho, como la de la gente de Barcelona y ese maridaje con las rosas. Otras nos seducen menos, como esa moda de encargárselos a una multinacional digital en lugar de visitar una librería. Hay quien estos días compra libros, también quien se hace fotos con ellos en las manos para subirlas a redes sociales, y también quien los lee, aunque no siempre hacemos necesariamente las tres cosas. Seas como seas, en elDiario.es celebramos contigo el 23 de abril de este año casi tan raro como el anterior en el que, eso sí, la lectura nos ha seguido acompañando. Según el último barómetro de hábitos de lectura que publica cada año la federación de gremios de libreros, hay en España un 10 por ciento más de lectores habituales que antes de la pandemia, son cada vez más jóvenes y se decantan en un porcentaje creciente por la compra en librerías.

En esta ocasión, al grupo de entusiastas que animamos #LeerElPresente, la sección de libros de este diario, se nos ha ocurrido algo un poco diferente: conmemorar el 23 de abril no recomendando la última novedad imprescindible sino al revés: recordando aquellos títulos de nuestra infancia o adolescencia que impactaron duro en nuestro corazón de ratón de librería y nos hicieron enamorarnos para siempre de la literatura. Una de las ventajas es que se pueden encontrar tanto en bibliotecas, como en reediciones, como en librerías de segunda mano, Te proponemos por tanto un paseíto por un pasillo lleno de puertas de papel, y te advertimos de que, para la mayoría de nuestro equipo, si las cruzas no hay vuelta atrás. ¡Sube que te llevamos!