Deflación, recesión y política económica: las lecciones que no aprendimos

Que esta crisis no iba a ser como otras anteriores fue algo que pudimos constatar ya desde sus primeros compases, hace ahora siete años. La intensa depreciación de los activos financieros, las quiebras generalizadas en el corazón del sistema –la banca de los países desarrollados–, los elevadísimos niveles de endeudamiento privado, el cortocircuito del crédito y el rápido crecimiento del desempleo hacían prever una recesión de enorme magnitud.

No obstante, también cabía pensar en ese momento que, dadas las importantes similitudes de esta crisis con la que sacudió al mundo en 1929, no se cometerían los mismos errores de política económica. Y sin embargo, se han vuelto a cometer, y se sigue persistiendo en ellos.

En efecto, los elementos en común entre ambas crisis son notables. Las dos se producen tras un periodo de hegemonía financiera, y sus causas están íntimamente ligadas a dicha hegemonía. Tanto en la década de 1920 como en la de 1990, el capital financiero es capaz de imponer una generalizada liberalización de las distintas economías y mercados, abriendo nuevos espacios de valorización y expandiendo los ya existentes. El crédito –liberado de los controles públicos existentes en otros momentos de la Historia– se pone al servicio de la acumulación financiera e inmobiliaria, y termina generando elevadísimos niveles de apalancamiento en el sector privado. En el momento en el que se empieza a constatar la desconexión entre los valores bursátiles, financieros e inmobiliarios –por un lado– y los beneficios reales –por otro– sobreviene la desinversión y la crisis.

Con ello, las dos crisis dejaron sumidas a las economías desarrolladas –y de ahí la especificidad y profundidad de ambas– en unas arenas movedizas particularmente peligrosas: el enorme endeudamiento de hogares y empresas. Por eso estas crisis terminaron dando lugar a lo que Irving Fisher (1933) denominó “deflación por endeudamiento”, situación en la cual empresas y hogares posponen indefinidamente sus gastos de inversión y consumo, dado que cualquier nuevo ingreso es dedicado prioritariamente a desendeudarse. Las caídas de precios se generalizan por tanto y la economía se adentra en la deflación.

Cuatro lecciones parecían sin embargo aprendidas –o al menos así se presentaban en los libros de historia económica– tras la crisis de 1929. En primer lugar, la insistencia en las medidas de austeridad fiscal –en plena Gran Depresión– de los gobiernos de Alemania (Brüning, 1931), Francia (Laval, 1935) o EEUU (Hoover 1930 y posteriormente Roosevelt, 1937), prolongó la crisis de estas economías. La contracción del gasto público –único motor que le queda a una economía cuyo sector privado presenta altos ratios de endeudamiento– profundizó la caída de la demanda y, con ello, el hundimiento económico.

En segundo lugar, los intentos generalizados por ganar competitividad a costa de los países vecinos –devaluando los tipos de cambio– resultaron en una pérdida económica colectiva: con la demanda interna colapsada por la dinámica deflacionista, la externa quedaba anulada fruto de las devaluaciones mutuas.

Una tercera lección que la ciencia económica parecía haber aprendido tras la crisis de los años treinta era la existencia de “trampas de liquidez” en determinados contextos de crisis: las políticas monetarias expansivas resultan inútiles para facilitar la salida de las crisis cuando los actores económicos se encuentran altamente endeudados y/o en un contexto próximo a la deflación. En esta situación, cualquier nueva inyección de liquidez por parte de la autoridad monetaria será atesorada por los hogares y empresas y, especialmente, por las instituciones financieras. La política monetaria expansiva resulta por tanto inútil para restaurar el crecimiento en ausencia de una política fiscal del mismo signo.

La cuarta y última lección que podemos encontrar en los libros de historia tiene que ver con la regulación del sector financiero. Hasta que, ya tras la Segunda Guerra Mundial, no se acometió definitivamente la “represión” del sector financiero –entendiendo por ésta una intensa regulación, el control estricto del volumen de crédito, la separación de la banca comercial y de inversión, y la nacionalización parcial del sector–, no fue posible garantizar ni la estabilidad financiera ni la adecuada financiación de las necesidades productivas y sociales del momento. Durante las décadas de 1950 y 1960 no existió ninguna crisis financiera de importancia en los países desarrollados.

A la luz de la crisis actual, poco parece haber aprendido la ciencia económica de la historia, particularmente en la Unión Europea. En el curso de los últimos años Bruselas y los distintos gobiernos nacionales han impuesto –de nuevo en plena crisis– las políticas de austeridad fiscal, con efectos depresivos similares a los de los años treinta. Las devaluaciones competitivas –esta vez vía recortes salariales, dada la existencia de la moneda común– han contribuido a hundir aún más la demanda en la zona euro. Las masivas inyecciones de liquidez del BCE, dado el contexto de austeridad fiscal y salarial, no sólo no han restaurado el crédito sino que están llevado nuevamente a una situación de sobrevaloración y riesgo a los mercados financieros europeos, con volúmenes y cotizaciones que en algunos casos se acercan a los valores previos a la crisis. Y no tenemos ningún avance significativo, más allá de los discursos, en el control efectivo del sector financiero.

Si fuésemos más ingenuos pensaríamos que la de los economistas es una profesión obstinada en tropezar. La realidad es que no se trata sólo de un problema de fracaso intelectual, que también. Es sobre todo una cuestión de intereses. Y la economía mainstream se ha entregado a la defensa de los de la oligarquía económica y financiera.

La política económica en curso no sólo prolonga la crisis, sino que está además profundizando los problemas que nos trajeron hasta aquí: los niveles de endeudamiento privados apenas se han reducido, mientras que la deuda pública se ha disparado en numerosas economías europeas; no sólo no avanzamos en una reducción y control del sector financiero, sino que el proceso de financiarización de la actividad económica vuelve a retomar su curso; y, por último, se profundizan las desigualdades económicas y sociales (responsables del endeudamiento de muchas familias antes de la crisis, así como de la ingente acumulación de recursos que tiene lugar en los circuitos financieros).

Es comprensible por tanto que en este contexto asistamos a un escenario de crisis prolongada, en el que presenciaremos dobles, triples y múltiples recesiones, e incluso posibles episodios de inestabilidad financiera. La política económica de la Troika y del Gobierno de Rajoy fracasa hoy igual que dichas políticas fracasaron en la década de 1930. La historia es tozuda. Mientras no decidamos aprender del pasado, impugnar la lógica financiera dominante y cambiar el rumbo de la política económica, la crisis seguirá siendo una realidad para millones de familias en Europa, particularmente en las economías más débiles.

Reestructurar la deuda pública y privada de las economías periféricas –reduciendo su volumen–; proceder a una reforma tributaria que garantice, sobre una fuerte progresividad, la suficiencia fiscal de las administraciones públicas; impulsar una expansión significativa de los servicios públicos y de los decrépitos Estados de Bienestar de estas economías, así como de las inversiones necesarias para acometer la modernización, descarbonización y transición energética de los tejidos productivos; establecer salarios mínimos suficientes y derogar las reformas laborales legisladas en los últimos años para reforzar así la capacidad de negociación de los asalariados; estas son sólo algunas de las medidas que podrían permitir que Europa empiece a superar el escenario actual de hundimiento de la demanda y de deflación.

Algunos economistas dirán que el capitalismo contemporáneo carece de márgenes suficientes para poder articular este tipo de políticas. Sin embargo, lo que resulta evidente es que son las sociedades europeas –particularmente las periféricas, dados sus elevados niveles de desempleo y sufrimiento social– las que ya no tienen más margen de aguante. Es urgente por tanto un cambio en la política económica.