En junio de 1930, el gran economista John Maynard Keynes dio una conferencia en la Residencia de Estudiantes de Madrid titulada 'Las posibilidades económicas de nuestros nietos'. Incluyó, en forma de profecía a cien años vista, este fragmento: “El amor al dinero como posesión –a diferencia del amor al dinero como medio para los goces y realidades de la vida– será reconocido por lo que es, una morbosidad más bien repugnante, una de esas propensiones semi-criminales, semi-patológicas, que uno encomienda estremecido a los especialistas en enfermedades mentales.”
Lamentablemente, no podemos sino constatar, casi un siglo después, que Keynes no acertó en su pronóstico. Los grandes ultrarricos de hoy no sólo no han superado su avidez por el dinero, sino que acumulan fortunas inimaginables cien años atrás y, además, no satisfechos con ellas, están tratando de tomar directamente el mando político de los asuntos del mundo.
La mejor metáfora visual de esta peligrosa situación es el Despacho Oval de Trump, por los desmadres que allí suceden, y por su desbordante apoteosis de banderas, estandartes, cortinajes y frisos dorados. Laura Ingraham, una presentadora de Fox News a quien el ufano presidente reelegido le mostró la remozada y abigarrada ornamentación de su despacho, escribió en su cuenta de Facebook: “¡Puedo confirmar que es oro REAL!”.
A principios de noviembre, un internauta descubrió allí una novedad. En las imágenes del Despacho Oval había aparecido, de un día para otro, un reloj de sobremesa Rolex (también de oro) encima del escritorio presidencial. Por el hilo se saca el ovillo: se supo entonces que, en aquellos días, Suiza había enviado una delegación de magnates con la misión de reducir los aranceles que Trump había impuesto a su país, y que lo habían hecho con regalos: un reloj Rolex de escritorio especial, un lingote de oro personalizado de un kilogramo y “un montón de halagos”, según el periódico británico The Guardian, que dedicó al suceso un artículo editorial.
Vinieron después las explicaciones. El director de Rolex describió el reloj como “una expresión modesta y refinada de la tradicional relojería suiza”. El lingote, decorado con los números 45 y 47 en honor al primer y segundo mandato de Trump, fue regalado por una empresa suiza de refinado de oro, y está valorado en unos 130.000 dólares.
Parece que lo que el gobierno helvético no había conseguido (reducir aranceles), lo logró aquella comitiva de multimillonarios con sus obsequios. Aunque el ministro suizo de Economía lo desmintió (“No hemos vendido nuestra alma al diablo”), tuvo que reconocer que el descenso de los aranceles punitivos (del 39% al 15%) habían supuesto “un gran alivio”.
“No se trata de mera habilidad diplomática”, escribió The Guardian en su editorial, sino “un recordatorio de hasta qué punto la gran riqueza concentrada en pocas manos está comprando el acceso al poder para torcer las políticas públicas. Puede convertirse alarmantemente en la norma, si continúa el actual aumento de las desigualdades globales.”
El editorial de The Guardian relacionaba la visita suiza a la Casa Blanca con un texto de Joseph Stiglitz, en el reciente 'Informe global sobre desigualdad' encargado por la presidencia sudafricana del G20. Hace años que el Nobel de economía alerta sobre las amenazas de la creciente desigualdad sobre la democracia. En un artículo de 2011 ('Del 1%, por el 1%, para el 1%') describió sintéticamente una situación que explicaba, en buena parte, lo que ha venido después en los Estados Unidos: “De nada sirve fingir que lo que obviamente ha sucedido no ha sucedido. El 1% más rico de los estadounidenses recibe ahora casi una cuarta parte de los ingresos nacionales cada año. En términos de riqueza, más que de ingresos, el 1% más rico controla el 40%. Hace veinticinco años, las cifras correspondientes eran del 12% y el 33%”.
Ahora, una década después, Stiglitz alerta de que el 1% más rico de la población mundial ha capturado el 41% de toda la nueva riqueza desde el año 2000, mientras que la mitad inferior solo ganó el 1%. Todo ello con dramáticas repercusiones políticas, como comprobamos a diario.
Stiglitz argumenta que la desigualdad creciente no es una consecuencia fatal e inevitable de la “globalización” o de la “tecnología”, sino una elección política, producida por decisiones específicas. Es el resultado de la desregulación financiera, de las rebajas fiscales a los más ricos, de las privatizaciones a ultranza, del debilitamiento de los sistemas de protección social y laboral. Lo contrario también es cierto: las desigualdades pueden combatirse y reducirse con una política democrática adecuada, con profesionales solventes, y con un buen gobierno de los temas económicos y sociales.
También la sociedad debe librar este combate contra las desigualdades. Nos resultan intolerables las discriminaciones por género, discapacidad u orientación sexual, pero bajamos la guardia resignadamente ante las escandalosas disparidades económicas como si estuvieran inscritas en lo invariable de todos los tiempos. Los minutos de silencio ante consistorios o parlamentos por los casos de violencia y discriminación son indispensables, pero no abundan contra los sueldos misérrimos o los precios inalcanzables de la vivienda.
De las economías de los principales países de la eurozona, la que más crece es la española. La Comisión Europea la cifra en el 2,9% del PIB. El contraste con las principales economías europeas es muy espectacular. Alemania crecerá un 0,2% este año, Francia un 0,7%, e Italia un 0,4% (¡Y las derechas en Europa hablan de un “milagro Meloni”!). Pero al presentar sus datos para 2025 en el Congreso, el ministro Carlos Cuerpo anunció que, a partir de ahora, se incluirán indicadores de reducción de las desigualdades en los cuadros macroeconómicos y objetivos del gobierno. Es una buena noticia. En España, el progreso social en los últimos 50 años ha sido extraordinario: diez años más de esperanza de vida, sin ir más lejos. Pero en las dos últimas décadas han surgido nuevas y graves formas de desigualdad, sobre todo en los salarios y en el acceso a la vivienda. Esto tiene un efecto nefasto sobre la democracia: alimenta, simultáneamente, la desconfianza antipolítica de los de abajo y el autoritarismo populista de los más ricos, que temen a los de abajo.
Entre estas desconfianzas cruzadas va a jugarse, en los próximos años, un combate democrático decisivo. O la acción política, en la sociedad y en las instituciones, logra una progresiva prosperidad compartida, o la desigualdad creciente será el arma de los ultrarricos y de las derechas radicales para erosionar y eliminar las libertades y la democracia.