Me da la impresión de que nuestra sociedad se va haciendo cada vez más clasista, a pesar de todo lo que se publicita para hacernos creer que todos somos iguales, tenemos los mismos derechos, la misma dignidad y todas esas palabras tan elegantes, que suenan tan bien, escritas en un papel o pronunciadas en un discurso.
No se puede hablar de un tema tan amplio como el clasismo en la extensión de un artículo como este, pero sí me gustaría comentar un par de cosas.
A lo largo de la historia, los seres humanos nos hemos especializado en una casi infinita variedad de trabajos con los que contribuir a la buena marcha de nuestra sociedad. No vamos a entrar en por qué unos se especializaron en cultivar cereales, otros en construir casas, murallas y catedrales y otros en estudiar leyes. Soy perfectamente consciente de las diferencias económicas y sociales que llevan a unos y a otros a “elegir” esos caminos, entonces y ahora.
A lo que me refiero en estos momentos cuando hablo de clasismo es a que, a día de hoy, seguimos considerando que un título universitario es más importante y vale más que el ser un excelente profesional en un oficio o una artesanía. Si alguien duda de esta afirmación, le invito a repasar la cantidad de políticos que llegan a mentir y falsear sus currículos para fingir que tienen estudios superiores, porque piensan que eso da más prestigio. También puede echar una mirada a su alrededor y darse cuenta de cómo se trata, en general, a un mecánico de coches o a un ingeniero, a una limpiadora o a una abogada.
De alguna extraña manera, nos han convencido de que es fundamental que la mayor cantidad posible de jóvenes llegue a la universidad y consiga un título, aunque sea en una carrera que no le interesa (porque la media no le ha dado para entrar en otra) o para la que no tiene aptitudes. El que hoy en día no va a la universidad es “porque no vale para otra cosa” y sus padres se resignan a que desempeñe un oficio, como si eso fuera un desdoro para la familia.
Desde hace ya décadas, la mayor aspiración de los padres y madres era que sus hijos e hijas cursaran estudios superiores y pudieran acceder a puestos no solo mejor remunerados, sino -y de eso es lo que yo quería hablar- de mayor prestigio social. Me figuro que, en origen viene de que, en los pueblos, las personas más importantes, además del alcalde, eran el cura, el médico, el maestro y el boticario. Todas las familias pobres querían ver a uno de los suyos en uno de estos puestos.
Pero de eso hace ya muchísimo tiempo y al parecer no nos damos cuenta de que las personas que de verdad hacen que funcionen las cosas que todos necesitamos no son solo las que han ido a la universidad, sino las que saben construir y reparar todas nuestras infraestructuras, todo lo que necesitamos para vivir. Nos hace tanta falta un fontanero como un dentista, un electricista como un técnico de laboratorio, un albañil como un arquitecto.
Los sociólogos, los artistas y los psiquiatras son muy útiles y necesarios, pero también lo son los peluqueros, los mecánicos y los encofradores (uso el masculino genérico para no cansar a quien lee estas líneas).
Cuando de repente un grifo no se deja cerrar y el agua empieza a inundarnos la casa, necesitamos a un fontanero con la misma urgencia que necesitamos a un médico cuando nos hemos resbalado y nos hemos fracturado un hueso. Los basureros son tan necesarios como los abogados, aunque en diferentes situaciones.
¿Por qué nos empeñamos en tratar con más respeto y consideración a los unos que a los otros?
Se están perdiendo muchos oficios absolutamente necesarios porque ya nadie quiere aprender a hacerlos; y nadie quiere unas veces porque no están bien pagados y otras veces porque no tienen ningún prestigio social. Nos hemos acostumbrado a considerar superior a un economista en paro que a un conductor de ambulancia en activo. También nos hemos olvidado de que cualquier persona que trabaja es un trabajador, un obrero, aunque ahora tengamos esa idea de que nadie es ya obrero. La misma palabra parece que huele mal. ¡Qué lejos los tiempos cuando Gabriel Celaya decía: “Me siento un ingeniero del verso y un obrero que trabaja con otros a España en sus aceros” en su gran poema La poesía es un arma cargada de futuro.
Hasta el PSOE, el Partido Socialista Obrero Español, ha dejado de hablar de “obreros” y, si lo mantiene en sus siglas debe de ser porque, sin esa “O” sería el PSE, que en español, y acentuado, suena a que todo da igual. Y eso sí que sería terrible.
Ni queremos ser ya obreros, ni respetamos a los que lo son. Parece que no es elegante tener una profesión manual que es absolutamente necesaria para la buena marcha del mundo y, si no estimulamos a las generaciones jóvenes a que aprendan saberes y oficios que nos hacen tanta falta, dentro de poco empezaremos a parecernos a las generaciones que fueron llegando después de lo que se ha dado en llamar “la caída del imperio romano”, cuando a la vuelta de cincuenta años, ya nadie sabía construir un acueducto, ni un puente, ni una ventana amplia; cuando se fueron olvidando y perdiendo técnicas que habían funcionado durante siglos y la sociedad se empobreció y tuvo que adaptarse a tener cada vez menos de todo.
Me parece muy necesario que animemos a las nuevas generaciones a aprender un oficio clásico, de los que se hacen con las manos -para entendernos- junto con otro más teórico, más intelectual. Eso sería lo mejor.
En el caso de que no resulte posible por falta de tiempo, aptitudes o ganas de trabajar, lo menos que podemos hacer es estar agradecidos a quienes son capaces de hacer cosas que nosotros no sabemos, respetarlos y tratarlos con la misma elegancia y cortesía que dedicamos a las profesiones a las que se accede después de unos estudios universitarios.
Todos y todas somos necesarias para la buena marcha del mundo en el que vivimos. Quien se dedica a cultivar la comida que comemos es tan de respetar como el que trabaja en un banco o es funcionario de carrera o compositor o diplomático o catedrático universitario o periodista y, en determinadas situaciones, nos hace mucha más falta.
También soy de la opinión de que, en cada oficio, los hay mejores y peores, y hacemos bien al admirar más o pagar más a quienes mejor lo hacen. Todos somos iguales en dignidad y derechos, pero siempre hay gente que destaca en su especialidad y es justo reconocerlo. Lo que ya no encuentro justo es pensar que alguien se merece más por el tipo de profesión que ejerce, lo haga como lo haga.
Un buen jardinero o un buen cuidador de ancianos es claramente superior, en mi opinión, a un mal médico o un mal actor. Admito que haya jerarquías en cada especialidad, pero el tratar a una persona, de entrada, con mayor o menor consideración no debería depender del tipo de oficio que tenga y creo que deberíamos educar a nuestros hijos en la observación de la realidad, para que se den cuenta de que el mundo no funciona solo gracias a los políticos, los grandes empresarios, los influencers, los futbolistas y los raperos, de que el respeto no tiene por qué estar relacionado con el sueldo que gane el otro, ni con los títulos que tenga o los trajes que vista.
Si los niños ven que el trato que dedicamos a todas las profesiones es igual de bueno, cuando les llegue el momento de decidir su profesión, elegirán sin tener que pensar qué les conviene más desde el punto de vista del dinero o del prestigio. Elegirán lo que más resuene con su propia personalidad y su forma de colaborar en la sociedad y se convertirán en personas que disfrutarán plenamente del oficio que han escogido, en beneficio de todos.