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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

¿Trumpismo a la española?

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Nuestro sistema democrático presenta insuficiencias de cierta entidad, pero también cuenta con fortalezas relevantes, a menudo ignoradas. Entre ellas, debemos subrayar que la calidad de nuestro procedimiento electoral ha progresado notablemente en las últimas décadas. Sería muy lamentable que la penetración en España de los discursos trumpistas acabara erosionando lo que se ha construido colectivamente con gran esfuerzo.

Los evaluadores internacionales califican a nuestro país de forma habitual entre los mejores del mundo en materia de limpieza del proceso electoral, eficiencia en la organización de elecciones y respeto al pluralismo político. El prestigioso índice V-Dem de la Universidad de Gotemburgo acaba de situar en su último informe a España en el puesto 11 a nivel global en esta materia, junto a las democracias más avanzadas y por delante de países como Alemania, Reino Unido, Finlandia o Estados Unidos. 

Además, se trata de una valoración positiva que resulta comprobable con datos que están a la vista. Lo sabemos quienes ejercemos funciones en las juntas electorales o en los más diversos organismos. Lo saben quienes han desempeñado puestos en las mesas y también los interventores de los partidos. Lo sabe nuestra propia ciudadanía, que es muy exigente con el juego limpio en el proceso electoral. Nos hemos superado en ese campo como sociedad, porque apenas hay irregularidades en los comicios. Como regla general, el escrutinio se realiza correctamente, el resultado se difunde en pocas horas y todas las fuerzas políticas lo aceptan sin reservas. Hay democracias más antiguas que la nuestra en las que estas cuestiones siguen siendo problemáticas.

No se trata de lanzar las campanas al vuelo. Los mismos evaluadores internacionales que nos elogian en esta cuestión también nos reprochan cada año que se nos han enquistado alarmantes problemas de corrupción política, que sufrimos graves injerencias partidistas en el poder judicial y que los niveles de participación ciudadana en la democracia (más allá de esas citas con las urnas) son más bien raquíticos. En esos otros apartados, las puntuaciones de España están alejadas de las democracias más avanzadas. En cambio, en el componente electoral hemos evolucionado muy favorablemente y deberíamos estar orgullosos de ello. 

El trumpismo y otras corrientes similares se han distinguido en los últimos años por sus ataques contra principios esenciales de la democracia representativa, con riesgos elevados de involución autoritaria. Entre sus acaloradas proclamas contra el pluralismo se encuentra la no aceptación de los políticos rivales como adversarios legítimos y, especialmente, la puesta en duda del proceso electoral de forma arbitraria y la desautorización agresiva de los resultados cuando no les benefician. Sería muy nocivo para la consistencia de nuestro sistema democrático que esos postulados se desarrollaran también en España. Sin embargo, hemos visto alegatos inquietantes en esa dirección por primera vez en las últimas elecciones municipales y autonómicas. 

Evidentemente, la solidez acreditada de las estructuras electorales resulta compatible con la aparición de anomalías muy puntuales. En las últimas elecciones se han denunciado algunas irregularidades en el voto por correo, de escasa trascendencia de conjunto y de magnitud similar a lo sucedido en votaciones anteriores. Han aparecido en unos pocos pueblos pequeños y han salpicado a agrupaciones locales de los dos principales partidos del país. Únicamente en Melilla los indicios de fraude han implicado a más electores, pero también se trata de una situación con precedentes en comicios anteriores. Son episodios singulares que afectan a unos pocos miles de electores de una docena de poblaciones, en unas elecciones en las que pueden votar más de treinta y siete millones de ciudadanos de 8.131 municipios. 

No es extraño que se puedan comprar votos en un puñado de lugares periféricos. Lo que ahora ha sido muy novedoso es que destacados dirigentes políticos a nivel estatal hayan empezado a cuestionar por primera vez nuestro proceso electoral, sin ninguna base. Puede ser un salto cualitativo muy peligroso. Ante la convocatoria de las próximas elecciones generales, sería una enorme irresponsabilidad continuar por ese camino con finalidades partidistas, porque dañaría la confianza en nuestro sistema democrático, que es una de las claves medulares de su funcionamiento eficaz. 

El reconocimiento internacional de la limpieza de nuestro proceso electoral es un logro colectivo. Ningún partido puede atribuirse esa mejora en solitario, porque es un mérito de todas las fuerzas políticas, de instituciones muy diversas y del conjunto de nuestra ciudadanía. No deberíamos aceptar que la toxicidad de las estrategias trumpistas deteriore los avances democráticos de nuestra sociedad. Sería un serio retroceso en la calidad institucional de nuestro país. No lo merecemos.