“La vida es una guerra, amigo”

Sentada frente al mar Mediterráneo, en una playa perdida de la costa almeriense, repaso mentalmente el curso que dejamos atrás y las fases que lo atravesaron, algunas históricas, otras vertiginosas y muchas ya pasajeras y viejas a causa del ritmo frenético que nos marca la política.

No ha sido un curso fácil y sin embargo lo ha cambiado todo. La incógnita es, aún a día de hoy, si la historia reducirá parte de lo ocurrido a una válvula de escape por la que pudimos soltar la indignación acumulada o si realmente lo construido se traducirá en una transformación política mayor, tan necesaria.

Dice el catedrático de la Universidad de Berkeley David Card,- reciente Premio Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA - que hay mucha mayor desigualdad de lo que la gente piensa: “No creo que la mayoría sepa realmente lo grande que es la diferencia con los más ricos”. Los ricos, a excepción de algunas estrellas de Hollywood y algún despistado, se prodigan poco en los medios, evitan ser fotografiados y ocultan su ritmo de vida. Si lo conociéramos y viéramos de cerca es probable que algunos sectores que aún se creen clase media se escandalizaran.

Añade Card que “en Alemania los trabajadores con menos ingresos sufrieron un recorte muy importante. En términos relativos, la mitad de la población con ingresos más bajos está mucho peor pagada ahora que hace 20 años. En esas dos décadas su salario real no ha crecido en absoluto”.

Al pie de unas pitas, árboles de ramas esquemáticas, con el compás de las olas del mar al fondo, es más fácil descansar. En este lugar perdido del Cabo de Gata hay gente que se ha curado hasta de guerras lejanas. La belleza de la naturaleza nos conecta los sentidos y nos coloca en nuestro sitio.

Entre vestigios geológicos de una actividad volcánica de 11 millones de años de antigüedad, con un paisaje magmático y una playa protegida por lenguas de lava fosilizadas, es sencillo echar la vista atrás para tomar distancia y observar con más capacidad analítica la imagen completa de esto que llamamos vida.

Ahora las erupciones son otras, no volcánicas, sino políticas, sociales, económicas. Ni siquiera aquí, en un paraje envuelto por el canto de los grillos y el murmullo de las olas, es posible desconectar del todo. Los porqués y los para qués son recurrentes en verano: se hace balance de cuentas, se repasan las batallas perdidas, las ganadas y las pendientes.

Desde la caricia de la arena asoma este sol al que ahora han estampado un impuesto, porque a todo ponen precio, incluido el autoconsumo. Y así, con la perseverancia de las mareas y de las rocas, es inevitable imaginar otro mundo posible en el que distribuyéramos y compartiéramos de una forma más lógica y humana lo que el planeta y nuestra inteligencia nos ofrece.

Y entonces recuerdas la demanda de zapatos de invierno en un colegio público en pleno centro de Madrid; a los amigos desempleados y emigrados por causas económicas; a gente de Usera que ya no aspira a tener luz eléctrica, sino a disponer de velas; a los pequeños que van al cole sin desayunar o a la madre de Raúl, que murió aguardando una cama en un box de un hospital, reducida a ser un número de una larga lista de espera.

Ni en medio de la hermosura y de la nada es fácil sustraerse, porque son tiempos radicalmente duros en los que la desposesión de las clases medias y bajas a costa de una minoría que se enriquece de forma inimaginable parece ser la nueva divinidad de quienes quieren justificar lo injustificable. La precariedad -de los otros, siempre de los otros- se ha convertido en axioma de las nuevas reglas económicas dominantes.

Ya lo dijo Billy Wilder a través de uno de sus personajes en la película Irma la Dulce: “La vida es una guerra, amigo. Nadie tiene derecho a ser un objetor consciente”. Tomemos fuerza, porque la obscenidad proseguirá implacable tras el verano. Merece la pena destaparla, ponerle nombre y apellidos y luchar contra ella.

Feliz y fructífero descanso.