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Enchastres vinculares, la amistad y el tiempo

Paülah Nurit Shabel

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Sentadas en la plaza del barrio conversan una mujer y una nena mientras toman alguna bebida fría directo de un termo plateado lleno de calcos viejos. Se amparan del sol, pegadas a la sombra de un árbol, pero el calor igual les golpea la piel y ellas transpiran sobre el pareo que las contiene. La charla parece ir en cámara lenta. Se ríen un rato, hacen silencio, van despacio para resguardarse de los sofocos de este verano en llamas.

A unos metros se sienta en el banco de madera una señora de pelo blanco y movimientos calmos. Apoya el bastón a un costado y se acomoda la blusa, arrugada en el trajín de agacharse hasta el escaño. También está cubierta en sudor y se la ve fatigada, pero conserva un gesto alegre en la mirada, que tiene clavada en una joven que camina hacia ella con los brazos cada vez más abiertos para darle un abrazo. 

¿Es posible que estos encuentros excedan los lazos familiares?, ¿nos imaginamos una situación en la que aquella mujer no sea la mamá de la nena, ni la tía, ni la hermana mayor?, ¿hay chances de que la joven no sea la nieta de la señora con bastón?, ¿pueden todas ser ellas amigas, compañeras, confidentes? 

Las formas de la proximidad entre generaciones tienen impuestos guiones estrictos, que recortan los modos de ser con el resto y nos empujan hacia la repetición de un sistema que nos quiere aisladas, subsumiéndonos las unas a las otras. Cuando se trata de grupos de edades, hay algunas clasificaciones que se ponen en juego de un modo jerárquico y así se nos va instalando una distancia abismal entre infancia, adultez y vejez. Nos cuesta pensar relaciones entre estos grupos que no sean de parentesco, no porque no existan, sino porque se acallan.

No quiero con esto negar los efectos que tiene el paso del tiempo en nuestros cuerpos, sino volver a ellos desde un materialismo de la carne que abandone lo preestablecido para cada momento de la vida y para los vínculos que entre ellos se dan. Compartimos el mundo con las otras generaciones, que no son las pasadas ni las futuras, sino nuestras contemporáneas, y todas vivimos lo mismo desde la particular perspectiva que nos da los años.

La negación de esa contemporaneidad nos ancla al adultocentrismo como sistema de dominación de las personas adultas hacia las niñas y jóvenes. Una norma que procura ordenarlo todo teniendo al modelo adulto como referencial de perfección y complitud humana capaz de tomar todas las decisiones públicas con hambre de dueño de todo lo demás, incluso de los cuerpos de las edades anteriores, concebidas siempre desde la falta porque aún no están lo suficientemente desarrolladas.

Y lo mismo sucede con quienes vienen después de la adultez, eso que llamamos vejez y que suele caracterizarse como una edad que ya no puede (nada) y que debe aceptar lo que las personas adultas le ordenen para no convertirse en un estorbo. A esta forma de la opresión se la suele nombrar como viejismo y el concepto edadismo o etarismo reúnen ambas partes de la cadena de violencias (para saber más sobre estos conceptos pueden consultar los textos de Robert Butler y Allison James). El enjambre de conceptos no se refiere a cómo vos y yo nos manejamos con las personas en términos personales, sino a un sistema organizado para que las cosas salgan siempre de un modo y nos acostumbremos a maltratar y que nos maltraten.

La adultez, ese tiempo aproximado que hoy se estira entre los veintis y los sesentis, es el momento de mayor productividad en los términos del capital y, por ello, el mundo se ordena según su forma y criterio. Las herramientas están hechas para ser usadas por cuerpos adultos (piensen en la altura de los timbres en las casas o del banco de plaza que tanto trabajo le costó a la señora de pelo blanco), y sus mentes se suponen más lógicas y lúcidas que las demás. Con esto se asume que son las personas adultas quienes deben decidir sobre sus vidas y las de los demás grupos etarios y que estos últimos están más próximos a la naturaleza que a la cultura porque se encuentran todavía crudos o ya podridos para ser considerados personas.  

 

A lo que nos obliga el tiempo

En la plaza la mujer se hace un rodete con sus rulos y se recuesta. Dormita, cansada quizás del trabajo y del calor que no baja. La nena se queda a su lado jugando con dos muñecas, un balde y varias piedras que recolectó hace un rato. Se le nota en los gestos esa energía de vacaciones del jardín que suelta en voz baja, para no despertar a su acompañante.

Cruza la escena la joven, que va en busca del puesto donde venden agua. Mientras, responde mensajes en el teléfono y manda un audio diciendo “en una hora llego”. Está ofuscada, pero se le va yendo la tensión en el camino de vuelta hacia la señora de pelo blanco, que revisa unos papeles de su cartera, de esos que llegan por correo y tienen indicaciones y plazos. La joven se sienta en el banco y comparten la frescura de la bebida conversando sobre una película cuyo nombre no pueden recordar. Se ríen de su desmemoria, hasta que suena una alarma en el celular de la señora y ella explica que es hora de volver a casa.   

El modo en el que organizamos el tiempo en nuestras vidas no tiene que ver con nosotras, que maniobramos la libertad como podemos entre calendarios, agendas y la absurda idea de que los aniversarios de nacimiento dicen algo sobre lo que somos en cada momento. Y nada en el tiempo es auto-evidente. Sus unidades y sus normas son artificiales y se consolidaron de este modo en un momento histórico determinado para aumentar la productividad del capital moldeando nuestros cuerpos de cierta manera. Esta crononormatividad repetitiva y agobiante nos exige ajustar la vida a lo largo de un tiempo enfermo que nos daña y que produce la ilusión de que este nos pertenece, como cuentan Mariela Solana y val flores. Pero somos nosotras las que le pertenecemos al tiempo progresivo.

Mamando evolucionismo nos convencimos de que existe algo llamado desarrollo y de que eso nos lleva de menos a más en todas las dimensiones de nuestra existencia individual y social, algo que ya criticó Walter Benjamin cuando propuso un freno de mano al tren de la historia. Para Occidente esto fue un llamado de atención sobre las supuestas maravillas del progreso que todo lo domina, y hoy lo recuperan varios movimientos anticapitalistas que gritan que no todo se resuelve con más producción y más tecnología (ni tampoco con menos). Pero es difícil que los oigan cuando el principio que rige el planeta es la acumulación.  

Para nuestra cotidianeidad, este imperativo del incremento significa que si en algún momento de nuestra historia individual no tenemos más éxito que antes, ni más belleza, ni más seguridad o mejor remuneración, entonces estamos fallando. Hay una imagen que se volvió viral en las redes que lo explica muy bien, es un pasacalles escrito en letras inmensas que dice: “Jorge sos un fracasado. Todos progresan menos vos”. Pero el progreso no existe.        

Es cierto que el tiempo es irreversible, pero eso no significa que siempre vaya para adelante. Ni, mucho menos, que tengamos que actuar de cierta manera en cierto período de nuestra existencia y de otra después o que nos veamos en la obligación a hacer determinadas cosas antes de cierta edad. Romper esas crono-expectativas es importante para repensar las relaciones entre los grupos de edad y para combatir la permanente frustración a la que nos obliga tanto mandato. Sobre esto también hay muchos memes que comparan lo que nuestras madres y padres hacían a los treinta (como comprarse una casa) y lo que hace nuestra generación (memes, básicamente). Es un chiste, pero nos creímos el cuento de que íbamos a crecer y tener cada vez la vida más resuelta y después nos angustiamos porque no pasó.

En las biografías cuir la explosión del tiempo normado es un punto central, porque los comienzos y las transformaciones no siguen una línea recta. Cambiar los pronombres, hormonarse, salir a la calle vestide de cierta manera, son cosas que pueden pasar en cualquier momento de la vida o varias veces con interrupciones cortas y largas, y que además pueden pasar en muchas direcciones.

Y no hay momentos correctos para las decisiones, siempre son incómodas y siempre hay alguien que abraza del otro lado. Una persona que se nombra trans a los cuarenta es nueva en un mundo donde alguien de veintisiete ya tiene cierto recorrido para acompañarla, y las alianzas entre generaciones son más comunes que en las versiones heterocapitalista de la realidad. En estas trayectorias lo importante no es el número de DNI, sino la experiencia de cada quien y los puentes que podamos tendernos para apañarnos de la intemperie a la que nos empuja la normatividad.  

 

La resistencia de querernos tanto

Hace ya más de dos años, en otra plaza, nos encontrábamos para celebrar una ley que costó mucho. Y, cuando salió, la celebración fue inmensa, con llantos y abrazos que se extendían a lo largo de numerosas cuadras. Invadimos la ciudad con nuestros cuerpos en modo aguante y ahí estaban la nena, la mujer, la joven y la señora de pelo blanco. Estaban las pibas de los secundarios que descubrían por primera vez el calor de la calle y las que ya en los setentas criticaban la idea de una revolución sin igualdad de géneros. Fue un abrazo de lucha sin tiempo y fue hermoso.

Si el poder opera obstaculizando el intercambio entre las personas a las que oprime, reunirnos, escucharnos y acompañarnos es una forma de la resistencia, que además suele salir bien. Pero se supone que las niñeces hablan solo en la casa y en la escuela, siempre para pedir y preguntar algo a una persona adulta o para responder a sus directivas. De las personas mayores se espera cierto anecdotario de mero valor sentimental y una vuelta al espacio privado para no molestar a nadie con opiniones ya acartonadas. ¿Cómo nos acercamos?, ¿qué formas del decir nos inventamos para arrimarnos y escucharnos mejor?, ¿qué afinidades crecen a la sombra del canon?

Desde los movimientos cuir y transfeministas se viene gestando una revuelta contra las estandarizaciones afectivas, tejiendo alianzas justo ahí donde nadie se lo esperaba. La posibilidad de esta revuelta se abre desde muchos rincones. Y uno es la fragilidad como condición humana, un combate feroz contra el ideal moderno de autonomía desde la exposición de la vulnerabilidad a la que nos someten nuestros cuerpos tan llenos de necesidades que nos empujan siempre hacia las demás (una idea que yo leí por primera vez en Judith Butler, pero que está presente en muchas otras autoras). No importa la edad que tengamos, siempre necesitamos de alguien que nos cuide y nos sostenga, y eso no nos quita valor ni le da a esa otra persona la potestad de tomar decisiones sobre nosotras. Si querer no es poseer, como aprendimos criticando al amor romántico, cuidar tampoco.

Además, todo el mundo podemos querernos con el resto. Abandonar los moldes vinculares no es solamente cuestionarnos con quién queremos tener sexo, sino dar vuelta todo el enjambre de relaciones que somos para volvernos hacia ellas con menos mandatos. No tengo por qué querer a nadie aunque sea de la familia, ni tengo por qué descartad de mi red afectiva a alguien por haber llegado al mundo antes o después que yo. Estoy hablando de hacer amistades con quienes nos dijeron que no valdría la pena, erosionando los bordes de lo posible, en un contrabando de vínculos capaz de ensanchar nuestra proximidad con la alegría.

Tomo la amistad porque creo que contiene prácticas de cuidado que se escapan de la lógica del compromiso y el favor, que desconocen el imperativo de la deuda en el dar(se) y apelan a un compartir por el disfrute mismo de hacerlo. Nombro la amistad, no para remplazar todo lo demás, sino para apreciar su forma particular, como una ligazón sin sujeción ni obediencia, como un encuentro con un otra persona que nos compone de un modo inesperado, porque en cada charla compartimos algo de lo que somos y eso nos vuelve transformado por el resto. No sé qué estaban conversando en aquella plaza la señora y joven, o la mujer y la niña, pero el mundo se volvía más amable cuando se sonreían, eligiéndose en esa compañía. Y cuando nos juntamos todas, hicimos tronar algunos cimientos.          

Hay una frase de marcha que lo dice con claridad: “Me cuidan mis amigas y no la policía”. Me gusta porque grafica muy bien esa entrega hacia las demás y esa confianza en su accionar que no se confunde con propiedad ni sumisión, y que tampoco espera la perfección del otro lado. Refiere, al contrario, a una forma del cuidado no prestablecido, que se reedita en cada acontecimiento sin volverse ejemplo ni norma camuflada del hacer y el querer.   

Creo que la amistad nos invita a buscar un modo alternativo de organizar los afectos entre grupos de edades, nos convoca a un amor político y una política de la alianza que nos permita romper distancias impuestas y conversar más entre quienes solemos ser silenciadas. Traigo la amistad como un llamado a amasar lo común que genera comunidad y hace florecer subversiones del lazo desde donde resistirle a la violencia y al abuso al que este sistema nos quiere acostumbrar. Lo que quiero decir, en definitiva, es que la amistad entre generaciones es parte de una sublevación afectiva en marcha, y que nos hace de refugio y de trinchera de contrataque. Vení, hacete amigue.

Sentadas en la plaza del barrio conversan una mujer y una nena mientras toman alguna bebida fría directo de un termo plateado lleno de calcos viejos. Se amparan del sol, pegadas a la sombra de un árbol, pero el calor igual les golpea la piel y ellas transpiran sobre el pareo que las contiene. La charla parece ir en cámara lenta. Se ríen un rato, hacen silencio, van despacio para resguardarse de los sofocos de este verano en llamas.

A unos metros se sienta en el banco de madera una señora de pelo blanco y movimientos calmos. Apoya el bastón a un costado y se acomoda la blusa, arrugada en el trajín de agacharse hasta el escaño. También está cubierta en sudor y se la ve fatigada, pero conserva un gesto alegre en la mirada, que tiene clavada en una joven que camina hacia ella con los brazos cada vez más abiertos para darle un abrazo.