Froilán como problema y la ejemplaridad fracasada de los Borbones

Peio H. Riaño

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Froilán involucrado en una pelea con navajas en una discoteca. Froilán desalojado de un after donde se incautaron drogas de todos los colores. Froilán afiliado a Vox. Froilán, en un reservado de un local exclusivo de Marbella donde la noche acabó con una reyerta y varios disparos.

Felipe Juan Froilán de todos los Santos, sobrino del rey Felipe VI, cuarto en la línea de sucesión al trono español, está en todos los titulares. Algunos se han demostrado falsos, otros meras exageraciones y muchos propios de excesos que comete como otros jóvenes de su edad pero que enseguida saltan a las portadas de diarios digitales y programas de televisión. Sus andanzas nocturnas alimentan las crónicas de digitales de todas las sensibilidades que citan fuentes variadas: desde porteros de discotecas a policías municipales, pasando por supuestos escoltas de la Casa Real que se lamentan, según algunos medios, de tener que someterse a tanto alterne.

El caso es que el sobrino de Felipe VI va camino de convertirse en otro dolor de cabeza para la Casa Real, que aún trata de lidiar con la situación de Juan Carlos I, quien tras varios amagos de regresar a España, acaba de fijar la residencia fiscal en Abu Dabi, donde le acompañan varios asistentes de cámara y agentes del Ministerio del Interior, todos a sueldo del Estado. 

Con la situación del rey emérito todavía por resolver, últimamente es Froilán el que acapara los escándalos, algunos reales, otros imaginarios. El propio Froilán trata de desmentir que él haya estado inmerso en peleas con navajas o pistolas, tal y como se ha publicado, pero en los locales por donde para acaban sucediendo demasiadas cosas y demasiado comprometidas para un aspirante al trono: reyertas, desalojos y redadas. El penúltimo episodio ha tenido lugar esta semana, cuando la policía irrumpió en un after en el distrito financiero de Madrid, donde se incautaron drogas de todo tipo y se expulsó a unas 200 personas. La noticia ha servido también para confirmar que el nietísimo seguía en Madrid, a pesar de que se había publicado en la revista Semana hace un mes que sus padres, la infanta Elena y Jaime de Marichalar habían decidido enviarlo a Emiratos Árabes a vivir junto a su abuelo.

En la era de los móviles con cámara, los titulares y los vídeos vuelan y su presencia en la terminal T4 de Madrid este mismo viernes ha resucitado la teoría del exilio en Oriente Medio. Sus peripecias nocturnas, reales, inventadas o fruto de algunas exageraciones, traen de vuelta el debate sobre la ejemplaridad de los Borbones y las dos décadas de escándalos de la corona española, trufadas de fraudes fiscales reconocidos, amantes disfrutando de privilegios de la Casa Real e incluso una supuesta intervención de los servicios secretos para amedrentar a Corinna Larsen, que investiga un juzgado de Londres. Nada de esto era nuevo para quienes vivieron más o menos cerca de la Corona pero permaneció soterrado para el gran público hasta el famoso episodio del elefante en Botswana. Todavía en los 90 la Casa Real trataba de hacerse pasar por una institución modélica, muy alejada de los escándalos que sacudían a otras monarquías europeas.   

Juan Carlos I pidió en aquella época  al pintor Antonio López el retrato  de una “una familia española”. Parecía un encargo sencillo y una exigencia muy llevadera. El pintor se puso manos a la obra en 1994: la familia del rey entonces debía parecer una más, debía ser una familia real y campechana. En lugar de terciopelos y dorados, de sables y coronas, de toisones y capas, trajes de clase media alta. Una familia que no levantara sospechas, ni de sus privilegios ni de sus desvaríos. El artista hizo su arte y logró que en el lienzo fueran una familia ejemplar e intachable. Un símbolo casi perfecto.

Por supuesto, presentó al matrimonio sin grietas. No importó todo lo que ya empezaba a deslizarse en las publicaciones más atrevidas: aquella portada de Época, del verano del 92, con el país en pleno éxtasis por la resaca de los Juegos Olímpicos, donde se hablaba de la empresaria balear Marta Gayá, a la que se presentaba como “la dama del rumor” y se le atribuía un romance con el rey. Nada podía trastocar ese blanco impoluto de la saga inmortalizada ejecutada por Antonio López.

Cuando por fin entregó el cuadro, veinte años después de recibir el encargo y por 300.000 euros, Juan Carlos I había abdicado varios meses antes y la familia había perdido la simpatía de amplios sectores de la sociedad. Si los noventa fueron juancarlistas, al cruzar el siglo, el brillo se consumió. El gráfico de la confianza se invirtió: en 1993 el CIS preguntó a los españoles por la familia y les pusieron un 7,5. La nota más alta de la serie histórica.

Un gráfico invertido

Los Borbones tocan fondo en 2013, un año después de Botsuana. Los españoles les dan un 3,68 sobre 10. La valoración de la monarquía cae por debajo de la de la Guardia Civil, la Policía y las Fuerzas Armadas. Deja de ser la institución favorita por los desmanes familiares. Por primera vez en cuatro décadas, la monarquía empieza a ser vista como un problema. A los españoles les preocupaban los Borbones. Más que la sanidad, que las hipotecas, que la reforma laboral, los nacionalismos, la violencia machista…

La primera vez que se consultó fue en 1984, para celebrar el sexto aniversario de la Constitución. Incluía encuesta: “Cualidades personales propias del Jefe de Estado”. La mayoría de los encuestados destacó su “seriedad”. Su facilidad de palabra, lo que menos. El 44% creía que la “sinceridad” era su mejor cualidad. Los Borbones estaban en auge. La última valoración que conocemos es de 2014, el año de la abdicación. Suspenso: 4,3 sobre 10. El CIS no ha vuelto a preguntar por la familia real.

La familia de Juan Carlos I, pintada por Antonio López, todavía cuelga en Palacio Real y a veces recibe a los visitantes en la sala de Alabarderos. No es la familia de Felipe VI, que no ha encargado su cuadro, pero es la prueba de la importancia que tiene la imagen de la familia en la justificación del poder monárquico. “La ejemplaridad de la familia real es un símbolo muy importante, sobre todo en nuestra época, cuando el rey tiene un poder político limitado por la Constitución de 1978. Hoy, la principal función del rey es ser un símbolo y un referente para los españoles. Él y su familia”, explica el historiador Javier Moreno Luzón, que acaba de publicar El rey patriota, Alfonso XIII y la nación (Galaxia Gutenberg).

Sin familia no hay Corona

La ejemplaridad borbónica alcanzó su esplendor en Barcelona 92, pero ya no es una virtud pública de Casa Real. “Los medios de comunicación ya no están dispuestos a callar”, indica Moreno Luzón. Cuenta que en tiempos de Alfonso XIII, gracias a la dictadura de Primo de Rivera y a la censura de prensa, pudo controlarse la imagen del monarca. Pero todo cambió a partir de los años veinte del siglo pasado. El panfleto de Blasco Ibáñez -Por España y contra el rey (Alfonso XIII, desenmascarado)- acusó al rey de corrupción y de tendencias absolutistas, entre otras cosas. Terminó abandonando España, tras las elecciones municipales de abril de 1931, asumidas como un plebiscito entre monarquía y república. Alfonso XIII, comenta el historiador, era partidario de ser un referente entre los ciudadanos. La Corona era rígida, pero quería ser accesible. Abrirse.

Tanto él como la reina Victoria Eugenia “cambiaron la imagen de la familia real, trataron de modernizarla”. Explica que el deporte era un buen señuelo, por ejemplo, con el polo, la vela, el tenis, los veraneos en la Magdalena (Santander)... “La reina, incluso, empezó a fumar. Eran un modelo social al que copiar. Además, la irrupción de la prensa ilustrada se dedicó a seguir las actividades de la familia. Al rey le gustaba mucho aparecer y vestirse de distintas cosas. Estaba muy pendiente de su aspecto”, indica Moreno Luzón.

Aquel rey que cultivó la imagen del patriota que intervenía continuamente en los asuntos políticos de la nación, se parapetaba en su familia. “La familia siempre ha sido importante en la monarquía porque el poder proviene de ella. Y la familia debe ser intocable. La familia rodea al rey y proyecta una imagen interesada”, añade el historiador. Casi un siglo después, Felipe VI sabe que sin familia no hay Corona, pero ha aprendido que con los escándalos de la actual la Corona puede volverse imposible.

Una familia fuera de control

Cuando Felipe VI pierde el control de la imagen de su familia y la vulgaridad que oculta se revela, el símbolo desaparece y su Corona entra en crisis.

“Pasadlo bien, anda”. Así se acaba de despedir este viernes Felipe Juan Froilán de Marichalar, que huye de unos cuantos periodistas que le preguntaban a la carrera si se marchaba a Abu Dabi con su abuelo. Cierra la puerta del coche VTC y el joven de 24 años desaparece en la noche, hacia el que quizá sea su último fin de semana madrileño en mucho tiempo. Su familia no alcanza a digerir tantas redadas y titulares. La Corona es inviolable, pero no inmune.

Más de 40 años después, una parte de España ve al rey desnudo. Aquella familia elegida se ha convertido en una debilidad pública. Es una institución asustada por su desaparición y amenazada por sus miembros. La estirpe privilegiada es más vulnerable que nunca, pero no por el reto secesionista. Durante un tiempo, aquel polémico discurso sobre “la deslealtad inadmisible a los poderes del Estado” de 2017 le sirvió a Felipe VI como reclamo de protección. El independentismo catalán fue señalado como pesadilla borbónica. Cuando terminó la función y se restableció el diálogo entre instituciones, se descubrió que el problema real del nuevo rey no estaba tan lejos.

La verdad ya había vencido a los mitos cuando las cámaras retransmitieron la declaración de la infanta Cristina, en 2011, ante el juez José Castro. Iñaki Urdangarin y su socio malversan seis millones de euros. Los duques de Palma fundan la empresa Aizoon, una “sociedad pantalla con finalidad defraudadora”. Pero Cristina es exculpada durante el proceso. Felipe VI retiró a su hermana y a su yerno el ducado de Palma. Fue el primer sacrificio contra la familia de su padre para salvar la suya.

La receta áulica

La verdad volvió a aparecer cuando las cuentas de Suiza emergieron y Juan Carlos pasó del trono a las crónicas de tribunales. La decisión de Felipe VI fue mandar a su padre a Abu Dabi, en el verano de 2020. Cada vez se hacían más reales, cada vez más vulnerables. Cada vez más vulgares. La caída de la omertá en los medios de comunicación ha supuesto el desplome de la ejemplaridad borbónica y las correrías nocturnas de Froilán son el último episodio de esta serie.

En The Crown hay un momento en el que los guionistas le hacen decir a Isabel II, interpretada por Olivia Colman: “No hacer nada es el trabajo más difícil de todos. Cuanto menos pienses, opines o digas, mucho mejor. La persona no cuenta, cuenta la Corona”.

El símbolo no actúa, se contempla. El símbolo calla, posa y aparenta. No está permitido el escándalo, los errores o la humanidad. Y, sin embargo, no dejan de tropezar con ella. 

Froilán no solo es humano, su condición de veinteañero ocioso sin dedicación conocida en una época donde todo el mundo tiene una cámara a mano, provoca que a él le cueste ocultarlo más que al resto de sus familiares. Luego están algunas fuentes dispuestas a avisar de sus desventuras que llegan a los medios de comunicación ya sin ningún filtro.

La monarquía es disimulo. En España durante décadas fue un teatro majestuoso: convencidos de su papel, algunos de sus miembros pero sobre todo su corte trataron de convencer a los demás de sus privilegios difíciles de justificar.

La grandeza del montaje, la parafernalia, los ritos, ocultan las grietas. La magia siempre es mejor que la verdad para garantizar el trono. Podrían haber visto que la receta ni siquiera funcionó ya en en Reino Unido y que tampoco iba a hacerlo en España, donde la Casa se ve  desbordada por una familia incontrolable, que ha reventado la santísima trinidad de la monarquía: confianza, constancia y estabilidad.

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