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El descampado de Peironcely: todavía caen bombas sobre Vallecas

Elena Cabrera

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En el macetero de la esquina de la calle Peironcely de Madrid, frente a la casa en la que Robert Capa tomó en 1936 una fotografía de impacto mundial, alguien ha escrito con un rotulador negro “Spanish bombs, yo te quiero infinito”. Quizá estos dos versos de la canción de The Clash no sean tan reconocibles como la imagen que hizo tomar conciencia sobre la vulnerabilidad de la infancia en guerra, pero están ahí escritos como un código secreto para el que quiera verlos, para el que sepa entenderlos, para el que pueda cantarlos. Hay muchas interpretaciones, pero el profundo amor de Joe Strummer por España, Granada, Lorca y su admiración por el coraje de los defensores de la República, podrían estar detrás de ese “yo te quiero infinito”, que el británico cantaba con una pronunciación trastocada.

Parece que España necesita verse a través de unos ojos ajenos para quererse mejor. Joe Strummer, Robert Capa. El fotógrafo húngaro vino a España, junto a Gerda Taro, y ambos retrataron la destrucción de la retaguardia causada por el ejército sublevado. Lo impresionante de la foto delante del número 10 de Peironcely es que quien está herida es la casa, y no las personas que salen en ella, que son tres niñas y un niño de espaldas, los cuales aparentan hasta felices, con su conversación animada y su juego del posado casual, que al parecer ya habían interpretado para Capa por otros lugares del mismo carrete.

Este enclave del barrio de Entrevías, perteneciente a Puente de Vallecas, colindante con el Pozo del Tío Raimundo, crece a la orilla de los raíles del tren, que es una herida siempre abierta que raja el sur de Madrid. A su lado está la sede del parlamento autonómico, que sigue sin fundirse con el entorno, como una nave extraterrestre que hubiera caído allí mismo. Es una zona obrera, poblada en origen por inmigrantes internos y ahora por externos, que buscan un lugar barato donde vivir pero que cada vez lo es menos. Las personas que alquilaban pisos minúsculos, en condiciones penosas, en el propio número 10 de Peironcely pagaban alrededor de 300 euros, conviviendo con ratas y cucarachas.

En la misma calle Peironcely se encuentra el célebre centro pastoral San Carlos Borromeo, al que llamaban la iglesia roja, la del cura, al que también llamaban rojo, Enrique de Castro, solo porque trabajaba con población excluida y sus puertas estaban siempre abiertas para todos. A Rouco Varela le pareció que aquella no era una iglesia como Dios manda y le quitó el título de parroquia. Pero ellos siguieron trabajando para el barrio y sus paredes están llenas de pintadas, una de ellas, bien grande, en defensa de la activista por los derechos de las personas migrantes Helena Maleno. Entre San Carlos Borromeo y la casa de Capa hay un descampado vallado, que es sobre el que quiere llamar la atención este artículo. Los coches y furgonetas aparcan en él, hay basuras, colchones, tiendas de campaña.

Asegura el arqueólogo del pasado reciente Alfredo González-Ruibal que ese lugar, donde antes de la guerra había más casas similares a la que fotografió Capa, es la última manzana bombardeada en Madrid que no ha sido reurbanizada. Enrique Bordes, uno de los autores del libro Madrid bombardeado. Cartografía de la destrucción 1936-1939, no se atreve a decir que sea el último, no se quiere pillar los dedos, puede que haya alguno más. En Madrid resisten “vacíos urbanos” provocados por la guerra pero se les ha sacado partido en forma de plaza o pasaje; el metro cuadrado no está como para desperdiciar nada. Por eso, los números 4, 6 y 8 de esta calle son una anomalía. 

Se sabe que entre los años 70 y los 80 aquello ejercía de parque. Jugarían niños a la pelota. Los jóvenes comerían pipas y charlarían hasta las tantas. Puede que, en la oscuridad, pasasen cosas menos agradables. En estos 20 años del presente siglo, el solar de Peironcely se ha ido reconcomiendo a sí mismo. De aquella, tenía sus hierbajos, sus calvas y matojos, como buen descampado. Tenía, por tener, hasta sus bancos de madera, que en lugar de mirar hacia la calle, donde habría algo más de animación, estaban encarados hacia dentro, para vigilar, si acaso, las maniobras de aparcamiento. “Los coches invaden el espacio, el Ayuntamiento no hace nada y se instala la barbarie”, dice Uría Fernández, director del Centro Documental de la Fundación Anastasio de Gracia y uno de los instigadores del Plan Robert Capa para la recuperación de este espacio. Muy recientemente ha sido perimetrado con tela metálica, dejando una abertura para que siga funcionando este aparcamiento informal, que al parecer le viene bien al barrio porque, dicen los vecinos, “está chunga la cosa”. Ahora es todo secarral, tierra y arena que hace picar los ojos, polvo, desechos.

El ojo experto de González-Ruibal ha encontrado en el solar restos de los suelos de las viejas casas, lo que confirma la evidencia de que allí no ha habido más que vacío en 85 años, o los que hubieran pasado desde que las casas se hicieron, definitivamente, trizas. En los años 30, los ojos del mundo se pusieron sobre la casa de Peironcely, sin saber qué era esa casa o cómo se llamaba esa calle. (De hecho, nadie lo supo hasta que el fotógrafo especializado en patrimonio arqueológico José Latova lo averiguó en 2010). La casa ha vuelto a ser objeto de miradas, de reportajes, de emocionantes planes culturales, de una campaña de salvamento, de una expropiación, de un festival. Pero al solar de al lado no lo mira nadie, porque es un agujero negro que se ha comido la historia.

En una de las casitas del hueco de Peironcely vivió, increíble casualidad, el historiador y experto en patrimonio industrial, Francesc Prieto Rius, quizá el mayor experto sobre la SEAT que hay en España. Era un niño y aún no había empezado la guerra. Antes de que la casa fuera bombardeada, su padre se trasladó a Barcelona para trabajar en la fábrica de coches que ahora obsesiona tanto a Prieto Rius. Esto es algo que ha averiguado Uría en la búsqueda de descendientes de los últimos habitantes de Peironcely, 4, 6 y 8. La conversión del número 10 en el Centro Robert Capa para la interpretación de los bombardeos áreos de Madrid es solo una parte de un proyecto más ambicioso en el que el solar es también importante.

El proyecto incluye también la manzana que San Carlos Borromeo tiene justo enfrente, donde ahora hay un parque infantil y el viejo quiosco de la terraza Carmela (“convenciones, desayunos y meriendas”, dice aún el cartel) que hoy está cerrado y ocupado. El proyecto busca regenerar y dignificar el entorno, convirtiéndolo en un espacio museístico de memoria. “Desde que cayó esa bomba nadie ha querido ayudar a levantar la moral social de este lugar”, dice Uría. Los agujeros de metralla que han permanecido en la fachada de Peironcely 10 hasta que, hace no mucho, su último propietario los rellenó con masilla blanca, parecen un símbolo de cómo la guerra condenó este lugar al olvido.

Si el Ayuntamiento de Madrid acepta el plan, que todavía está por verse, este tramo de Peironcely sería peatonal, habría grandes imágenes, pintadas y proyectadas, en las medianeras de los edificios, un museo al aire libre, un conjunto escultórico que reproduciría a los niños de la fotografía, colocados a tamaño real, en el mismo lugar que los fotografió Capa. La idea de los promotores es que los propios madrileños sufraguen el coste de las esculturas con una suscripción popular. Es curioso que justo frente a la casa hay un colegio, por lo que los niños de carne se confundirían con los de bronce y jugando juntos se produciría ese encuentro simbólico de la infancia eterna del pasado y el presente. Y, en una parte del solar, debería construirse lo que lleva tiempo previsto: un centro de salud. 

El Ayuntamiento de Madrid expropió la casa de Peironcely por 870.000 euros y la inscribió en su Catálogo de Bienes y Espacios Protegidos. A los 13 últimos vecinos les concedió viviendas del parque público. El uso del espacio debería ser cultural pero el consistorio no mueve ficha: ni acepta el muy detallado e integral Plan Robert Capa ni se inventa uno propio. La indecisión no es el único motivo: el inmueble no está vacío, dos familias siguen ocupando dos apartamentos. Se espera que una de ellas lo abandone pronto, pues le han concedido el piso de protección oficial pero tiene un escollo burocrático. El otro caso es más complejo, pues se trata de una ocupación ilegal y la moratoria actual impide los desahucios hasta el 31 de octubre de 2021. Aunque la luz y el agua estaban cortadas, los vecinos han conseguido hacer reenganches. El Ayuntamiento ha contratado un servicio de vigilancia las 24 horas para impedir más ocupaciones.

Enrique Bordes tiene una teoría. Piensa que el bombardeo de Madrid es un tipo de “urbanismo destructor” que tiene una proyección durante el franquismo: “En el fondo, las mismas personas que deciden bombardear Madrid, posteriormente siguen adelante con su proyecto de ciudad”. Las bombas destruyeron lo que había, tanto la República como los edificios en sí mismos, dejando vía libre para construir otros nuevos, para recalificar, para construir un Estado a la medida de los vencedores. Vallecas, con sus torres de viviendas, es un buen ejemplo de ello: “un urbanismo muy poco cariñoso con la ciudad, uno que arrasa con todo”.