Erupciones volcánicas, inviernos brutales y cosechas arruinadas que precipitaron siglos de revueltas en Europa

Un campesino que levanta la vista y ve sus tierras arrasadas por la sequía se encuentra ante una realidad que le empuja al límite. El gesto de contar las últimas monedas para pagar impuestos evidencia la carga que arrastra un pueblo agotado. Las protestas surgen en plazas y caminos cuando la miseria se convierte en hambre. Ese instante marca el umbral en que la rabia se organiza y aparece la rebelión como única salida.

La investigación publicada en la revista Global and Planetary Change por el equipo de David Kaniewski, de la Universidad de Toulouse y el CNRS, ofrece un análisis que relaciona la climatología extrema con el estallido de revueltas europeas entre 1250 y 1860.

Un estudio europeo revela la relación entre el clima extremo y las revueltas sociales

Los autores compararon registros climáticos, precios del grano y episodios de agitación social, encontrando un patrón que une las fases más frías de la llamada Pequeña Edad de Hielo con los periodos de mayor tensión social.

Los años más duros del siglo XVI en el norte de Italia ilustran esa dinámica. La década de 1590 estuvo marcada por malas cosechas encadenadas, que redujeron el abastecimiento de trigo y dejaron a la población sin margen de subsistencia. El historiador Guido Alfani documentó cómo el aumento demográfico agravó la escasez y desencadenó disturbios en distintas ciudades.

El caso francés resalta con especial intensidad. Las erupciones volcánicas de Islandia en 1783 cubrieron los cielos europeos con un velo de azufre que arruinó cosechas y provocó pérdidas agrícolas superiores al 20% en Francia hacia 1788.

Ese deterioro coincidió con el ciclo solar conocido como Mínimo de Dalton, que trajo inviernos heladores. La consecuencia inmediata fue una cadena de motines del pan que, tras años de tensión social, desembocaron en la Revolución Francesa de 1789.

Los investigadores subrayan que estos episodios climáticos no actuaron de manera aislada, sino que se sumaron a sistemas fiscales abusivos y a monarquías incapaces de responder a la crisis. Según señalan en su estudio, “los episodios intensos de frío y sequía desencadenaron una cascada de efectos ambientales y humanos que interactuaron”. Esa interacción convirtió la precariedad en una chispa social capaz de volverse insostenible.

El recorrido histórico muestra que otros territorios también sintieron ese impacto. En Rusia, la misma fase climática trajo inviernos interminables y cosechas arruinadas, lo que alimentó la protesta campesina y en ocasiones derivó en revueltas localizadas. Inglaterra, en cambio, ya había consolidado instituciones más sólidas desde mediados del siglo XVII. Esa estructura política le permitió absorber el golpe de las crisis agrícolas sin que derivaran en un estallido semejante al francés.

El ciclo de 1845 a 1847 marcó otro punto de inflexión porque la enfermedad de la patata, extendida por gran parte del continente por culpa de un hongo, arrasó cosechas esenciales y elevó los precios del pan. Esa coyuntura alimentaria fue uno de los factores que preparó el terreno para las revoluciones de 1848, con revueltas que se extendieron desde París hasta Berlín y Bucarest. Los historiadores destacan que las reivindicaciones de derechos políticos convivieron con las protestas de quienes pasaban hambre, lo que explica la fuerza y la extensión de aquellas jornadas.

Kaniewski y su equipo explican que su intención no es reducir las revoluciones a un fenómeno meteorológico, sino mostrar cómo el clima intensificó las debilidades ya existentes. El estudio apunta que “el hambre se convirtió en la vía directa que tradujo las tensiones ambientales en levantamientos sociales”. Esa conclusión sitúa al clima como catalizador en un engranaje de desigualdad, mala gestión y agotamiento económico.

El presente repite viejos patrones con olas de calor, sequías e inundaciones

Las conexiones entre clima y rebelión plantean una reflexión que trasciende la historia. El cambio climático actual multiplica los extremos meteorológicos, altera los sistemas agrícolas y golpea de lleno a regiones con estructuras frágiles. Lo que los campesinos del siglo XVIII vivieron como catástrofes encadenadas encuentra un reflejo inquietante en un presente marcado por olas de calor, inundaciones y sequías recurrentes.

La idea de que la miseria acaba transformándose en protesta mantiene toda su vigencia, porque la historia enseña que, cuando la necesidad apremia a las personas, cualquier sociedad acaba cruzando la línea que separa la resignación de la revuelta.