Nada volvió a ser igual tras la caída de la Bastilla, el punto de no retorno para la monarquía francesa

El gobernador militar de la Bastilla ordenó cerrar los accesos y subir los puentes levadizos cuando recibió los 250 barriles de pólvora enviados por sus superiores. Sabía que el edificio, a pesar de su estructura fortificada, podía convertirse en un blanco fácil si se desataba una ofensiva real.

A su disposición solo tenía 82 soldados, todos veteranos retirados del frente, enfermos o con heridas de guerra. Pidió ayuda con urgencia. La respuesta del mando fue escasa: llegaron únicamente 32 soldados suizos del regimiento Salis-Samade. La tensión era insoportable. Fue en ese punto de máxima incertidumbre cuando cientos de personas irrumpieron en el patio exterior y la Revolución Francesa se precipitó.

París estalla tras la destitución de Necker y toma las calles sin dudar

París vivía días de agitación. El 11 de julio de 1789, el rey Luis XVI destituyó a Jacques Necker, ministro de Finanzas favorable a las demandas del Tercer Estado, y eso provocó una reacción inmediata en las calles. Grupos armados ocuparon puntos clave, se levantaron barricadas y comenzó el asalto a depósitos de armas.

La población temía que se estuviera gestando un golpe contra la Asamblea Nacional, que llevaba apenas unas semanas constituida, y la ciudad empezó a organizarse por barrios. La tensión social acumulada tras años de crisis económica y malas cosechas se canalizó en cuestión de horas hacia un objetivo concreto.

La Bastilla, que en ese momento albergaba solo a siete presos, se percibía como un vestigio del poder absoluto. A pesar de los planes del gobierno para demolerla y construir en su lugar una plaza, el edificio conservaba una fuerte carga simbólica. Bernard-René Jordan de Launay, su gobernador, se mantuvo firme en la defensa de la fortaleza, pero sin apoyo ni instrucciones claras desde Versalles.

Cuando una delegación del Ayuntamiento le pidió que entregara el arsenal, se negó, convencido de que rendirse sin órdenes reales sería deshonroso. Aun así, accedió a retirar los cañones del perímetro, e incluso permitió que uno de los enviados subiera a las murallas para verificarlo.

La llegada de los cañones revolucionarios inclinó la balanza del asalto

No sirvió de mucho. Poco después, dos hombres escalaron uno de los muros exteriores y cortaron las cadenas de un puente levadizo. El puente cayó con estrépito, aplastó a un manifestante y facilitó la entrada parcial al patio interior. Allí estallaron los primeros disparos. Algunos pensaron que había sido una trampa. Otros creyeron que estaban siendo emboscados. La situación se volvió caótica.

El tiroteo entre los defensores y los atacantes se prolongó durante horas. A las tres y media de la tarde llegaron refuerzos inesperados para los insurgentes: compañías de la Guardia Francesa que se habían unido a la revuelta, junto con varios soldados desertores. Aportaron cañones y ayudaron a coordinar el ataque.

El asalto final se produjo tras horas de combate. Las pérdidas entre los revolucionarios superaron las 90 personas, aunque el número exacto varía según las fuentes. Dentro de la fortaleza murieron varios veteranos. Una vez tomados los accesos, se liberó a los presos, se incautó la pólvora almacenada y se desarmó a los defensores.

Ni el rey entendió al principio la magnitud de lo que había ocurrido

De Launay fue arrestado y escoltado a pie hasta el Hôtel de Ville. El trayecto se volvió una humillación pública. Le gritaron, le empujaron, y algunos llegaron a debatir en voz alta cómo ejecutarlo. En un momento dado, el propio gobernador provocó a uno de los hombres que lo escoltaban con una patada. Ese gesto desató la reacción final.

Su muerte fue inmediata. Lo apuñalaron y dispararon varias veces. Su cabeza acabó clavada en una pica y expuesta en público. El mismo destino corrió Jacques de Flesselles, el responsable municipal de la distribución de armas, acusado de doble juego. La violencia desbordó cualquier previsión.

Cuando la noticia llegó a Versalles, Luis XVI preguntó si se trataba de una revuelta. El duque de La Rochefoucauld le respondió: “No, majestad, es una revolución”. El rey intentó frenar el deterioro restituyendo a Necker y retirando a las tropas, pero ya era tarde para contener lo que se había puesto en marcha. El poder real había recibido un golpe sin retorno.

La Bastilla fue demolida en los meses siguientes. Algunos querían convertirla en museo, otros en cuartel. Finalmente, sus restos se repartieron por toda Francia como símbolo del cambio. Se fabricaron maquetas con sus piedras y se enviaron fragmentos a los distritos como prueba tangible de aquel día. La fecha quedó fijada en la memoria de los franceses como el inicio de un proceso que no solo derribaría una fortaleza, sino todo un régimen.