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El glifosato y la contaminación de tierras, cuerpos e imaginarios

La historia cuenta que durante la colonización de Perú los jesuitas construyeron recintos en el campo para que los indios acudieran a misa. Los indígenas no entendían que se pudiera orar en un espacio aislado de la naturaleza, estas iglesias al aire libre posibilitaron que durante siglos estos comulgaran y cantaran engañando a los evangelizadores. pues bajo las apariencias formales ellos seguían rezando a las montañas y al sol.

A lo largo del tiempo las culturas indígenas y campesinas han sido muy conscientes de su ecodependencia, de que el sustento de la vida se encontraba ligado de forma inseparable al aprovechamiento renovable de los recursos y servicios que nos prestan los ecosistemas. Sin embargo nuestras sociedades industrializadas se han ido alejando, de forma literal y simbólica, de la naturaleza. Al contrario que los indios peruanos vivimos encerrados en espacios crecientemente artificializados y somos incapaces de percibir tanto su vulnerabilidad ecológica, como los impactos ambientales que provoca nuestro estilo de vida.

El nacimiento del movimiento ecologista moderno se asocia a la publicación en 1962 del libro de Rachel Carson La primavera silenciosa, donde se denunciaban los efectos del pesticida DDT sobre los ecosistemas, con impactos especialmente graves sobre la fauna aviar, y sobre la salud humana. Este texto promovió una acelerada toma de conciencia y una fuerte movilización social que consiguió la prohibición del DDT diez años después. El ecologismo surgía frente a la contaminación como una respuesta formulada en forma de pregunta: ¿en qué momento empezamos a denominar “progreso” al hecho de envenenar conscientemente tierras de cultivo, aguas, alimentos y personas en beneficio del crecimiento económico?

Una de las grandes corporaciones que se encontraba detrás del escándalo del DDT era Monsanto, la misma que hace 40 años patentaba el glifosato, el herbicida más usado del mundo tanto en agricultura como en usos urbanos. Un producto contra el que se viene librando una lenta y discreta batalla por parte de movimientos ecologistas, campesinos, sindicales y científicos. En ella convergen la defensa del derecho a la salud para los consumidores y para los trabajadores obligados a emplearlo, la protección ambiental de los ecosistemas, y la denuncia de la concentración de poder económico y político en manos de las grandes corporaciones.

Monsanto se ha convertido en un símbolo del perverso funcionamiento del sistema económico y especialmente del agroalimentario, pues además de los polémicos herbicidas y pesticidas se ha dedicado a impulsar la privatización de semillas, controlando el 26% del mercado mundial de semillas y el 90% de las de transgénicos, manejando la segunda empresa mundial de producción de piensos a nivel global o siendo una de las grandes especuladoras con productos alimentarios en los mercados de futuros.

Ante conflictos como el del glifosato nos sucede igual que tras las inundaciones, lo primero que escasea es el agua potable, la gran dificultad de la opinión pública es acceder a información veraz y no contaminada por los intereses económicos. Mediante la publicidad, los lobbys o la subvención científica, la gran industria química minimiza sus impactos y recela de cualquier regulación que tienda a aplicar el principio de precaución, por el cual no debería aprobarse el uso de productos que no hubieran demostrado completamente su inocuidad.

Sin embargo, la resistencia, cual mala hierba, tras dos décadas de movilizaciones, denuncias y litigios ha ido consiguiendo modestas victorias frente al glifosato (reparaciones por envenenamientos a campesinos y comunidades afectadas por vertidos, condenas por publicidad engañosa…). Una tarea desempeñada en la penumbra, hasta que todo ha cambiado, cuando hace un año la Organización Mundial de la Salud, a través de la Asociación Internacional de Investigación sobre el Cáncer IARC, incluía el glifosato en el listado de productos probablemente cancerígenos.

Tras su inserción en esta lista negra, lentamente se han ido dando pasos a escala local con la declaración de muchos municipios como zonas libres de glifosato, entre ellos grandes ciudades como Barcelona, Zaragoza, Sevilla y Madrid. Diversos países de la UE han prohibido su comercialización y en una reciente votación del parlamento europeo se posponía la renovación de la licencia de este producto, ante la entrega de más de un millón y medio de firmas y la oposición formal de varios países como Francia, Suecia o Países Bajos.

Ahora quedan semanas para que se vuelva a votar en el Parlamento Europeo la reautorización durante quince años más del glifosato. Más de 60 organizaciones ecologistas, sindicales, vecinales, científicas, profesionales… han pedido al gobierno en funciones que vote contra esta renovación. Y ante la inminencia de esta votación continúa la recogida de firmas a nivel europeo.

¿Cómo cambiar la percepción de la realidad de alguien que afirma con la boca pequeña cosas como “de algo hay que morir” o “son las consecuencias de nuestra calidad de vida”? La forma en la que defines un problema contiene sus semillas de respuesta; ante problemas complejos el reto es construir un sentido común que escape de la arrolladora inercia cultural, de la resignación individualista que normaliza vivir en entornos tóxicos.

Combatir la contaminación requiere no confundir el síntoma con la enfermedad, pues no podemos enfrentar aquello que envenena suelos, alimentos y acuíferos, sin enfrentar lo que envenena nuestros imaginarios (valores, expectativas, hábitos, representaciones simbólicas...). Cambiar la situación implica cambiarnos, encontrar un camino de vuelta a la naturaleza que nos haga conscientes de que cualquier estilo de vida perdurable debe de estar dentro de los límites ecológicos. Igual que los indios peruanos del principio de este texto, estamos interpelados a salir de nuestros recintos artificializados y recrear nuestros vínculos con las montañas, los ríos y el sol.

El periodista Richard Louv ha estudiado los problemas infantiles derivados de la desconexión ambiental, a los que denomina trastornos de déficit de naturaleza. Nuestro distanciamiento ha derivado en una patología que se combate mediante actividades al aire libre en contacto con la naturaleza y salidas al campo, de ahí el auge de los huertos urbanos y otras prácticas que permiten vivenciar nuestra ecodependencia. Solo se puede querer y defender lo que se conoce, por eso el ecologismo solo resulta creíble cuando deja de ser abstracto y se integra en las prácticas de la vida cotidiana.

Si el glifosato funciona matando las raíces de toda planta con la que entra en contacto, más allá de lograr su prohibición, lo que necesitamos es arraigar una cultura alternativa capaz de hacerle frente. Un cambio radical, que vaya a la raíz del deterioro ecológico y la contaminación cultural en la que se sustenta.

La historia cuenta que durante la colonización de Perú los jesuitas construyeron recintos en el campo para que los indios acudieran a misa. Los indígenas no entendían que se pudiera orar en un espacio aislado de la naturaleza, estas iglesias al aire libre posibilitaron que durante siglos estos comulgaran y cantaran engañando a los evangelizadores. pues bajo las apariencias formales ellos seguían rezando a las montañas y al sol.

A lo largo del tiempo las culturas indígenas y campesinas han sido muy conscientes de su ecodependencia, de que el sustento de la vida se encontraba ligado de forma inseparable al aprovechamiento renovable de los recursos y servicios que nos prestan los ecosistemas. Sin embargo nuestras sociedades industrializadas se han ido alejando, de forma literal y simbólica, de la naturaleza. Al contrario que los indios peruanos vivimos encerrados en espacios crecientemente artificializados y somos incapaces de percibir tanto su vulnerabilidad ecológica, como los impactos ambientales que provoca nuestro estilo de vida.