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La democratización de la exclusión

Isabel García-Rodríguez

Socióloga (IESA-CSIC) —

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Andalucía reconoce mediante el Decreto Ley aprobado ayer que la exclusión social es un asunto sobre el que hay que intervenir ahora. El porqué es fácil de responder: porque las sociedades no son estáticas; en todas ellas se producen movimientos de polarización social y eso es lo que está ocurriendo actualmente.

Hasta hace relativamente pocos años, el concepto que se utilizaba con más frecuencia para medir la desigualdad era el umbral de pobreza, esto es: la diferencia entre los ingresos propios y los ingresos medios de la sociedad de referencia, pero esto no significaba necesariamente encontrarse fuera del sistema.

La exclusión hace referencia a una realidad distinta, que se produce como resultado de la configuración del sistema global, cuyos impactos sobre determinados individuos y grupos sociales son selectivos, siendo los más afectados los más dependientes de los servicios públicos. Pero sus impactos también difieren según los territorios dado que los niveles de desarrollo económico y de capital social, cultural y humano han sido históricamente muy desiguales, y suelen ser de tal naturaleza que es difícil contrarrestarlos en tan sólo unas décadas. Este es el caso de Andalucía, que, aunque partió de unos estándares de desarrollo muy bajos, como reconoció la propia UE, este estatus fue mejorando lenta pero continuadamente, hasta que estalló la crisis.

A partir de 2009 comenzó un proceso de deterioro social muy intenso como muestran todos los indicadores sociales. Actualmente, en Andalucía hay un 21,1% de hogares que no pueden permitirse comer carne o pescado cada dos días, ni calentar su vivienda ni hacer frente al pago de la hipoteca, mientras que en el conjunto de España hay un 15,5%. También hay un 50,6% de hogares que no pueden afrontar un imprevisto, mientras que en España este porcentaje es del 40%, según el INE.

Los impactos de la exclusión son más intensos para determinados grupos sociales. Así, los más afectados son los menores de 16 años que han visto incrementado su riesgo de exclusión social en cuatro puntos porcentuales desde 2005 y la causa principal de esta situación es el desempleo de los miembros activos del hogar. Dado que el principal mecanismo de inclusión social es el empleo, la pérdida del mismo supone de inmediato incrementar las probabilidades que uno tiene de encontrarse en riesgo de exclusión.

Este es el contexto al que se enfrenta el Decreto. Su estrategia es clara: mantener los ingresos de los hogares, atender la vulnerabilidad social derivada de la dependencia y mantener un estándar mínimo de calidad de vida para los menores de 16 años. Con estas medidas se pone de manifiesto que sus artífices sienten cierto grado de empatía con aquellos que han corrido peor suerte, pero el Decreto tiene también una lectura política, esta es: que en el marco de sus competencias la Junta de Andalucía apuesta por el mantenimiento del Estado del bienestar. Su discurso es contundente: sí, hay niños que no comen porque sus padres no tienen ingresos. Y sí, hay personas que no encuentran empleo, porque no existe, no porque no quieran trabajar. Pero también es un discurso social: el Estado puede intervenir. Y lo ha hecho mediante políticas que generan actividad económica porque generan empleo.

Este Decreto no es solamente una declaración de intenciones porque sus actuaciones están cuantificadas. Supone, más bien, una toma de posición frente a la retirada del Estado del bienestar, planificada y ejecutada desde Europa y por Madrid. Andalucía no se encuentra desde luego entre las comunidades más ricas, pero con sus recursos y sus competencias intenta que la distopía que se dibuja en el horizonte no sea una certeza.

Pero, en mi opinión, tenemos que leerlo con otra clave, una clave política: el Estado del bienestar, es decir, aquellos servicios públicos que mediante derechos sociales garantizan unos estándares mínimos de igualdad social, está siendo desmontado y privatizado sistemáticamente. En Andalucía, este proceso aún no es tan obvio como en otras Comunidades autónomas, pero si las políticas sociales impuestas en cascada por Europa y por Madrid siguen por la misma vía, el final del Estado del bienestar no es ninguna distopía, es una certeza. Así pues, piensen por un momento cómo sería su vida si la sanidad fuese privada, y si tuvieran que pagar el colegio de sus hijos/as con sus salarios mínimos que proceden de un trabajo temporal o a tiempo parcial.

Pues eso: la exclusión social se ha democratizado.

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