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Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Soy español y brindaré con cava

Foto: Cyclonebill

Javier Arteta

Debo reconocer que, tal vez por una extraña malformación, no he podido hasta ahora dejar de ser español, por exótico que parezca en esta Euskadi que es, como todo el mundo sabe, la patria exclusiva de los vascos. Aunque debo precisar el carácter de mi españolidad, un tanto desvalida, porque, para empezar, no tengo ninguna bandera que ponerme. Me dan alergia todas (empezando por la ikurriña, que es la que tengo más a mano). Y comparto al cien por cien la opinión lapidaria del actor José Sacristán: “Hay gente a la que, cuando le quitas la bandera, se queda en pelotas. No tiene nada detrás”. Un juicio muy atinado, a juzgar por el despelote cerebral que, gracias al “procés”, y con el “A por ellos” por delante, se ha empezado a extender por toda España.

¿Y qué decir de los himnos? Que me aburren soberanamente. Quizá el que más me anime sea el de la II República, porque parece estar pensado más para bailar que para desfilar. Y el mayor mérito que puede tener el Himno oficial de España es que se le ha caído la letra de Pemán. Pero habrá que reconocer que el “chunta-chunta” en que ha quedado reducido no invita precisamente a cantarlo en público, tal como, por ejemplo, en Francia se canta La Marsellesa. Y Manolo Escobar, con su “Viva España”… pues, la verdad, no me parece el relevo más estimulante.

Además, por seguir precisando, soy español, pero no “español, español, español”. Me parece bastante estúpido, y lleno de complejos, reivindicar tu nacionalidad por triplicado, como si no te acabaras de convencer de que eres español de verdad. Aparte de que eso de ser español uno y trino me recuerdo mucho a lo de “España, España, España” de otros tiempos, cuyos ecos eran: “Una, Grande y Libre”. Y creo sinceramente que no está España para añoranzas joseantonianas, como si no tuviéramos bastantes problemas colectivos que resolver y necesitáramos recuperar el que ya superamos hace cuarenta años.

Yo, desde luego, no siento la más mínima nostalgia de ese pasado siniestro, que aún tenemos cercano. Menos aún de otros, mucho más antiguos y todavía más siniestros, que a los patriotas de todo pelaje les gusta reivindicar. Por eso, añoro tanto a los Reyes Católicos (o a Wifredo el Velloso) como podría añorar el derecho de pernada o las salvajadas perpetradas por esas malas bestias que fueron los reyes y caudillos medievales. Para considerarme español, no tengo necesidad de arroparme en viejas historias, que en su gran mayoría son historias para no dormir; ni gritar “A mí la Legión” para salvaguardar la unidad nacional.

Mi patriotismo no es el de la España inmemorial que se pierde en la noche de los tiempos. Entronca bastante más con esa vieja canción de la España antifascista: “Dicen que la patria es / un fusil y una bandera /. Mi patria son mis hermanos / que están labrando la tierra”. Por extensión, mi patria española es la de millones de personas que buscan un trabajo decente, que quieren vivir con dignidad, con libertad, con derechos políticos y sociales, con mayor igualdad. La patria en la que nadie se quede en la cuneta por falta de oportunidades o de protección, con la excusa de una crisis económica, utilizada por las derechas (nacionales y nacionalistas) para socavar todos los avances sociales alcanzados, con Gobiernos de izquierda, desde la recuperación de la democracia.

Porque, hace cuarenta años, este país recuperó la democracia que un golpe militar se llevó por delante. Y lo hizo, además, de manera conjunta, como conjuntamente ha sabido convivir en todo este período de tiempo. Y no de manera artificial, teniendo en cuenta que hablamos de un país unido por vínculos políticos, económicos, sociales y hasta afectivos, que sería suicida romper. Entre otras razones, porque me parece un absoluto contrasentido desear un Estado del bienestar potente y, al mismo tiempo, la desintegración de ese Estado, como se ha pretendido hacer desde el independentismo catalán, con las consecuencias que saltan a la vista.

Y a este respecto, el “procès” ha supuesto un curso acelerado sobre el coste que suponen las aventuras secesionistas. Un coste muy elevado, como los hechos han puesto en evidencia. Pero los hechos han introducido también una pedagogía muy útil para el futuro. La huida de empresas, por ejemplo, nos ha dejado constancia de que la economía catalana es también economía española. Y hemos entendido, igualmente, que cuando una parte del territorio español se empobrece, pueden empobrecerse todos los demás; y de que tan absurdo resulta que Cataluña se desgaje de España, como que España quisiera desprenderse de un territorio que representa el 20 % de su PIB.

Cuando uno se entera –por poner un ejemplo concreto, pero muy emblemático- de que los tapones de corcho de las botellas de Codorniu proceden de Extremadura, llega a pensar que no se necesitan especiales grandilocuencias para defender la unidad de España, porque entiende perfectamente que España ya está unida.

Por eso precisamente, como humilde contribución en pro de esa unidad, un servidor se propone seguir brindando en estas navidades con cava catalán. No sólo porque me gusta, sino, como razón añadida, porque me disgustaría contribuir por un consumo negligente, a que se resintiera el empleo de catalanes y extremeños. Porque de eso va precisamente el fortalecimiento de España: de aumentar las oportunidades de convivencia, progreso y bienestar de sus gentes. De eso es de lo que va la unidad de España: de solidaridad, y no de himnos y banderas. Por mí, a los himnos y banderas… que les vayan dando.

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