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¿Qué política?

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No llamaré circo al espectáculo al que asistimos cada día, que se nos cuela por las grietas de la frecuencia modulada y por las tuberías del wifi e incrusta tristeza en los azulejos de la cocina; como no llamaré payasos a los políticos que aparecen en las pantallas declarando hoy una cosa y mañana su contraria: no suelo echar en el bolso la brocha gorda de salpicar gotelé. El circo y los payasos son muy otra cosa. Estoy con quienes están contra el vicio grotesco de meter a todos los de un gremio en el mismo saco; conozco personas de diverso signo ideológico dedicadas a la política que merecen la alegría. Lo que extraña –y casi aflige- es que le demos el mismo nombre, política, a las mañas arteras de este, el otro o aquel líder, y –a la vez- a la manera consciente de hacer ciudad, vivir en comunidad y defender y practicar derechos, deberes y libertades. Es como si llamáramos con la misma palabra, poesía, a la obra de Joan Margarit (que se nos ha muerto como el rayo) y a los ripios tardoadolescentes y chatos de no pocos instagramers metidos a bardos. Pues así llamamos a lo uno y a lo otro, poesía, política. Como quien llama amor por igual a los celos y a la filantropía. Así nos va. Si, como dice la leyenda, los esquimales tienen 40 nombres para nombrar la nieve, aquí usamos uno (amor, poesía o política) para designar cosas tremendamente disímiles.

Por verle algo bueno, o de lo que se le pueda sacar provecho, a la pandemia que nos azota, es que arroja sobre la realidad una luz de alto contraste. Ahora, luce mucho más el alcalde y el obispo artero que se pone el primero de la fila para vacunarse; identificamos con nitidez -cada vez que se sonríen- el diente de oro a las multinacionales farmacéuticas, y brillan (por su ausencia) las mejoras de un sistema sanitario desfondado. En lo personal, después del paso del pequeño ángel exterminador, podremos abrazarnos sabiendo un poco mejor quiénes somos. La florecilla del conocer y del conocerse a una misma siempre crece al filo. “Algún día ignoraba/ lo que ahora veo,/ ¡las vueltas que da el mundo,/ válgame el cielo!”, cantan los zamoranos en su bolero de Algodre. Así las cosas, fatigadísimos (pues la crisis ha despeinado la vida hecha y sus frases, también hechas), las trastadas políticas ahora se nos presentan ante los ojos como lo que son, una falta tremenda de dignidad y de ética.

La campaña de las elecciones catalanas nos ha dejado muestras bochornosas de la manera de entender la política, y una sensación de fondo: nuestros problemas y necesidades reales están a merced del interés partidista.

En las últimas semanas, la campaña de las elecciones catalanas nos ha dejado muestras bochornosas de la manera de entender la política, y una sensación amarga de fondo: nuestros problemas y necesidades reales están a merced del interés partidista. Al Partido Socialista se le hizo el culo un fandango por celebrarlas contra viento y marea y presentar de candidato a Salvador Illa, el de tan harto perfil. A Pablo Casado, con los pelos como escarpias con la amenaza de Bárcenas, nuestras orejas atónitas lo han escuchado desmarcarse de la posición que sostuvo su partido, del que era portavoz, cuando el 1-O. También lo hemos visto tuitear –no busquen ese tuit, porque lo ha borrado- que Illa habría de hacerse la PCR en público. [El capítulo aún no rodado de Black Mirror podría ser este en el que el candidato se deja introducir la torunda ante las cámaras en primetime, mientras España se queda pegada a la tele ante tal obscenidad y contiene la respiración]. Los candidatos del PP y Ciudadanos a la Generalitat acusaron al ex ministro de haberse vacunado contra la Covid. Sin pruebas, claro. A todo esto, Pablo Iglesias insiste en que en este país no hay plena normalidad democrática y se reafirmó en ello “a pesar de las amenazas y de que eso moleste a señores muy poderosos”. No le discuto que ese sea un buen punto de partida de la ciudadanía para comenzar a debatir, como se hizo en su día, durante la alegría inesperada del 15-M, desde las plazas y las calles. Lo que resulta raro es que lo sostenga quien ocupa el sillón de la vicepresidencia del actual Gobierno democrático de España. Y en campaña.

Hay otra política, ajena a la realpolitik, al márquetin, a argumentarios y videopolíticas, a los intereses partidistas, a la geometría variable y la moqueta. Es, pongo por caso, la política de la que habla Hanisch cuando afirma que lo personal es político. Es ser responsable en la comunidad frente a quienes tragan consignas. Y es el cuerpo de cada cual entendido como territorio no ajeno a invasiones, prótesis o ablaciones, necesitado de alimentos, curación o cuidado. Es lo que compramos y dejamos de comprar. Es que las cosas no sólo funcionen, sino que incluyan miradas diversas. Es el mayor antiespectáculo del mundo. Nos salen demasiado caros los políticos que no tienen el más mínimo interés en hacer política, esta política.

No llamaré circo al espectáculo al que asistimos cada día, que se nos cuela por las grietas de la frecuencia modulada y por las tuberías del wifi e incrusta tristeza en los azulejos de la cocina; como no llamaré payasos a los políticos que aparecen en las pantallas declarando hoy una cosa y mañana su contraria: no suelo echar en el bolso la brocha gorda de salpicar gotelé. El circo y los payasos son muy otra cosa. Estoy con quienes están contra el vicio grotesco de meter a todos los de un gremio en el mismo saco; conozco personas de diverso signo ideológico dedicadas a la política que merecen la alegría. Lo que extraña –y casi aflige- es que le demos el mismo nombre, política, a las mañas arteras de este, el otro o aquel líder, y –a la vez- a la manera consciente de hacer ciudad, vivir en comunidad y defender y practicar derechos, deberes y libertades. Es como si llamáramos con la misma palabra, poesía, a la obra de Joan Margarit (que se nos ha muerto como el rayo) y a los ripios tardoadolescentes y chatos de no pocos instagramers metidos a bardos. Pues así llamamos a lo uno y a lo otro, poesía, política. Como quien llama amor por igual a los celos y a la filantropía. Así nos va. Si, como dice la leyenda, los esquimales tienen 40 nombres para nombrar la nieve, aquí usamos uno (amor, poesía o política) para designar cosas tremendamente disímiles.

Por verle algo bueno, o de lo que se le pueda sacar provecho, a la pandemia que nos azota, es que arroja sobre la realidad una luz de alto contraste. Ahora, luce mucho más el alcalde y el obispo artero que se pone el primero de la fila para vacunarse; identificamos con nitidez -cada vez que se sonríen- el diente de oro a las multinacionales farmacéuticas, y brillan (por su ausencia) las mejoras de un sistema sanitario desfondado. En lo personal, después del paso del pequeño ángel exterminador, podremos abrazarnos sabiendo un poco mejor quiénes somos. La florecilla del conocer y del conocerse a una misma siempre crece al filo. “Algún día ignoraba/ lo que ahora veo,/ ¡las vueltas que da el mundo,/ válgame el cielo!”, cantan los zamoranos en su bolero de Algodre. Así las cosas, fatigadísimos (pues la crisis ha despeinado la vida hecha y sus frases, también hechas), las trastadas políticas ahora se nos presentan ante los ojos como lo que son, una falta tremenda de dignidad y de ética.