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Luz de gas

Valeria estaba loca por él. Soñaba con él, con un futuro a su lado. Sólo tenía 16 años pero le gustaba imaginar cómo sería la vida de adulta a su lado. Era su segundo novio, pero era ahora cuando los nervios y las mariposas de las que tanto había oído hablar ahora vivían en su estómago.

Valeria estaba loca por él, y achacó a eso que cualquier tontería que él le dijera le doliera más de lo que debía dolerle. Cualquier broma sobre su aspecto, cualquier enfado de él por hablar con este o con aquel... era culpa suya. Valeria creyó que él la quería tanto como ella a él, y pensó de que cada uno estaba gestionando tal enamoramiento cómo podía. Tantas emociones dentro, tanto amor, no era fácil de llevar: ella se enfadaba consigo misma por provocar discusiones tontas, y también se culpaba por no encajar mejor las bromas o las críticas de él; y él, al final, también se veía obligado a enfadarse con ella. Los dos acababan enfadados con Valeria.

Valeria fue acumulando daño tras daño, chistes sobre su poco pecho, sobre su frente, demasiado amplia. “Ahí pueden aterrizar helicópteros”, le decía él a menudo. Y la primera vez que se acostaron, él, con una sonrisa condescendiente, espetó: “Joder, tengo yo más tetas que tú”.

Al principio, Valeria callaba. No quería parecer la típica chica que no sabe encajar una broma. No quería ser un “coñazo” de novia que no tiene sentido del humor. Quería ser como a él le gustaban las chicas. Y a él lo enfadaba que ella cambiara la expresión. “¿Qué pasa? ¿Que no se puede bromear contigo?”, le había dicho muchas veces, cuando ella no podía controlar su expresión y notaba que sus “bromas” no la hacían reír. Valeria no quería ver en él esa cara de decepción. Quería ser normal, una chica segura, ingeniosa, que encajara absolutamente todo con desparpajo. Llegar a eso sería más fácil si fuera perfecta por fuera, así no sufriría “bromas” que la dañaran, así no vería en su cara más sonrisas con desdén cuando se desnudaba ante él. Porque si era perfecta, se acabarían las bromas, ¿verdad?

Pero el daño se iba sumando en el tiempo, y Valeria empezó a no soportarlo. Aquello dio paso a discusiones horribles. Cuando reñían, ella acababa avergonzada por “ponerse como loca”, como él siempre le reprochaba. Él ni siquiera necesitaba elevar el tono de voz para crear en ella un estado de estrés que la hacía llorar de rabia. Esa diferencia entre ambos, entre la voz calmada de él y la rabia que la hacía temblar a ella, llevaban a Valeria a la certeza de que era ella la que tenía un problema grave.

Las discusiones siempre comenzaban con un insulto velado de él. Valeria se dio cuenta de que esos insultos venían algunas veces después de que un chico le dijera cosas por la calle, o después de que un amigo en común simplemente le sonriera. Otras veces, los insultos en forma de “simple chiste”, llegaban cuando ella había estado con sus amigas. ¿Quizás aquella forma de humillarla de él no tenían mucho que ver con su físico, sino con los miedos de su chico?

“Me duele que te metas conmigo”, empezó a responder ella de vez en cuando, buscando la empatía de quien decía quererla. “Yo no me he metido contigo nunca”, contestaba siempre él. “Hablas de mi pecho, de mi culo, de mi frente, a veces hasta de mis manos”. Le recordaba Valeria. “No son insultos, son bromas, pero estás medio loca... contigo no se puede hablar”.

Valeria, a pesar de defenderse como podía en cada discusión, acababa siempre agotada, con resaca emocional tras cada una de las peleas, y dudando de sí misma. Ese agotamiento también la hacía creer que el problema lo tenía ella: él era perfectamente capaz de seguir con su vida tras cada discusión. Podía reír viendo una película después de haberle dicho que estaba enferma, loca, demente; podía hablar tranquilamente por teléfono con un amigo después de haberle asegurado que la dejaría por otra, que candidatas no le faltaban; podía ir a buscarla al día siguiente a casa y darle un beso, sonriendo, como si el día anterior no hubiera resoplado, harto, después de que ella se echara a llorar tras presionarla para tener relaciones que no quería tener.

Las discusiones llegaron a ser diarias antes de acabar el primer año de noviazgo. Y Valeria ya no sabía qué parte de su dolor era real y cuál autofabricado por su cabeza, por su memoria. “No, no dije que fuera a dejarte por otra, así no fue la cosa, pero tú como siempre dándole la vuelta a todo lo que digo”, “nunca te he insultado”, “¿cuándo te he forzado yo a nada? ¿qué me estás diciendo, que soy un violador o algo así?” Ella enseguida se daba cuenta de la barbaridad que había sugerido, y negaba con los ojos muy abiertos. Horrorizada de sí misma.

Valeria empezó a vestir ropa cada vez más ancha para disimular las partes de su cuerpo que a él no le gustaban, porque si no le gustaban a su propio novio, ¿qué era lo que pensaría la gente por la calle? Empezó a no hablar demasiado para no llegar a discusiones que la destrozaban, a agachar la cabeza cuando él le negaba lo que acababa de pasar, fuera lo que fuera. Comenzó a temer, esta vez más que a nada, que él la dejara, porque siendo tan susceptible, tan exagerada, tan loca, su única oportunidad de ser amada era mantener a aquel chico que tanto la quería. Porque en el fondo, la quería más que a nadie. Él lo decía después de forzarla en la cama. Lo decía cuando la veía ausente, con los ojos aún hinchados de llorar. Lo decía cada vez que Valeria rechazaba quedar con alguien. Lo decía cada vez más a menudo. El resto del tiempo, la violencia había dado paso a la indiferencia, es cierto, pero esos “te quiero más que a nadie” alimentaban los pocos requerimiento que tenía ya Valeria.

Antes todo eran burlas, humillaciones, insultos. Pero desde que ella se empezara a adaptar a las reclamaciones veladas de él, desde que comenzara a vivir de forma que él tuviera menos miedo y menos inseguridad acerca de dónde y con quién estaba ella -menos miedo, en realidad, a que lo dejara- su violencia disminuyó.

“Eso es que ya os estáis estabilizando, al principio es todo muy pasional”, le dijo una compañera de clase. Valeria asintió, segura de que estaba haciendo lo que debía para tener una relación sin dolor. Estaba madurando. Quizás hasta estaba volviendo a la cordura, y aquella locura que sintió en los inicios, aquella forma que tenía de darle la vuelta a cualquier tontería, ya pasó. Ya fue.

Puede que la madurez fuera eso también, ser más seria, ser más callada, más casera, más capaz de tolerar la forma de ser del otro y asumir que ella no era nadie para cambiar a su novio: un chico bromista, rebelde, celoso de tanto que la quería... ¿quién era ella para convertirlo en otra persona? Al fin y al cabo, ¿no era ella la desquiciada que casi se cargó la relación? ¿No era él quien la soportó hasta que ella se calmó?

Pero de aquellos polvos, estos lodos, y en el tercer año de relación empezaron a correr los rumores de que su novio la engañaba. No con una sola chica, no otra novia, no, nada estable. Sólo que, si salía los fines de semana, con la borrachera, igual pasaban cosas. Una vez, sólo una vez, reunió el valor y le preguntó. Él la miró con sorna. “¿Ya vas a empezar con tus movidas? ¿Qué quieres, discutir?”.

No, claro que no quería discutir. Ella ya había madurado. Y parte de ese madurar consistía también en aceptar que si no cumplía en la cama con las necesidades de su novio, no tenía derecho a quejarse si él un día las satisfacía fuera. Que no es que hubiera pasado nunca, los rumores podían no ser ciertos, pero era algo en lo que no había pensado: tenía que mejorar en la cama, y no ser siempre como una muñeca sin vida sobre el colchón, porque eso lo hartaría. Intentaría mejorar también en eso, en reunir las ganas necesarias para tener relaciones de forma periódica, en llevar incluso la iniciativa. Buscaría información de cuántas veces a la semana era “lo normal”, y de cómo generar deseo de nuevo. Ella recuerda que una vez lo sintió, así que podría volver a sentirlo. Lo haría por él, porque qué culpa tendría su chico de haberse enamorado de una inestable, de una depresiva, de una frígida. Valeria decidió que tenía que compensarle por todas sus carencias.

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Valeria estaba loca por él. Soñaba con él, con un futuro a su lado. Sólo tenía 16 años pero le gustaba imaginar cómo sería la vida de adulta a su lado. Era su segundo novio, pero era ahora cuando los nervios y las mariposas de las que tanto había oído hablar ahora vivían en su estómago.

Valeria estaba loca por él, y achacó a eso que cualquier tontería que él le dijera le doliera más de lo que debía dolerle. Cualquier broma sobre su aspecto, cualquier enfado de él por hablar con este o con aquel... era culpa suya. Valeria creyó que él la quería tanto como ella a él, y pensó de que cada uno estaba gestionando tal enamoramiento cómo podía. Tantas emociones dentro, tanto amor, no era fácil de llevar: ella se enfadaba consigo misma por provocar discusiones tontas, y también se culpaba por no encajar mejor las bromas o las críticas de él; y él, al final, también se veía obligado a enfadarse con ella. Los dos acababan enfadados con Valeria.