Con un cartel tan desolador, no es de extrañar que, ante las tropelías de la Junta Militar que oprime al pueblo de Birmania –país bautizado por los sátrapas en el poder con el nombre de Myanmar- la reacción de la ONU, coaccionada por el mencionado derecho de veto, se limite a tratar de buscar una solución política a un conflicto que lleva décadas hablando el lenguaje de las armas como único medio de expresión. Por ahora son varias decenas de muertos, incluyendo a un periodista japonés y a muchos de los monjes que no han dudado en protagonizar una de las más sonadas propuestas contra un régimen que se parapeta en la insensatez, la cobardía y la ignorancia del que se cree más fuerte sólo por el uso de las armas. Danny De Vito, en la estupenda comedia Renaissance Man (Un poeta entre reclutas) afirmaba que “inteligencia militar” era un oxímoron, el cual consiste en armonizar dos conceptos opuestos en una sola expresión, formando así un tercer concepto que dependerá de la interpretación del lector. Cierto es que dicha afirmación partió del no menos genial Groucho Marx –caustico y ácido con la sociedad humana- pero en palabras de De Vito, dicha afirmación quedaba tan bien como en boca de Groucho. No quiero generalizar, de todo hay, y muchos militares se apartan del esquema del soldado de cuartel tan en boga durante los años de la dictadura española o de los mencionados sátrapas que se esconden tras su uniforme para masacrar a los habitantes de Birmania a la menor oportunidad. Sin embargo, la historia más reciente de la humanidad está marcada por los desmanes de quienes, debiendo asumir el crucial papel de la defensa de un territorio, han terminado por erigirse jueces, jurados y verdugos del resto de sus paisanos para acabar sometiéndolos a un reinado de pesadilla y muerte. Y en medio de tan esperpéntico escenario se encuentra la imagen, la sonrisa y la presencia continua de una mujer que mantiene en vilo a los valientes y orgullosos militares birmanos. Su nombre Aung San Suu Kyi, líder de la Liga Nacional para la Democracia y cuyo partido ganó las últimas elecciones libres del país, para vergüenza de quienes la consideran un peligro viviente. Ésta es la tercera vez que hablo de Aung San Suu Kyi y me imagino que mis palabras tendrán el mismo efecto en los miembros de la mencionada y nauseabunda Junta Militar birmana. Aún así, yo tengo la oportunidad de decir lo que pienso, sin temor, por ahora, de ser condenado a un arresto domiciliario a la cárcel, ante el miedo de los militares birmanos a que Aung San Suu Kyi dé su opinión ante las protestas que tiñen de sangre las calles de Rangún. Creo que ya lo dije en las otras ocasiones. Yo descubrí a la premio Nobel de la Paz gracias a la película de John Boorman Beyond Rangoon (Más allá de Rangún) en un pase especial patrocinado por una cadena de radio más dada a promocionar taponazos mediáticos de consumo rápido que sesudas proyecciones en las que se denuncian dictaduras como la que asola Birmania desde 1988. Recuerdo que no fueron muchas las personas que asistieron –por la noche hay que salvaguardar las neuronas ante la telebasura diaria- pero quienes sí lo hicimos salimos profundamente impresionados. A partir de ahí, me he interesado por la figura de Aung San Suu Kyi, su vida personal y su trayectoria como defensora de una vida pacífica y democrática para su país. Lo más grotesco es pensar que dos potencias como Rusia, necesitada de ayuda por todos lados, y China, la cual tampoco está para presumir, quieren dejar claro que los asuntos de Asia –y los recursos energéticos que posee Birmania- son cosa suya. El que mueran diez, cien o mil monjes es algo que les trae sin cuidado y no es extraño, dado que China lleva oprimiendo al Tíbet desde hace décadas y las reacciones de la comunidad internacional son tan inútiles como vacías. En el mundo moderno, global e industrial, no estamos para sentimentalismo y, mucho menos para fomentar el libre pensamiento. Mano dura y que se enriquezcan los mismos de siempre para desesperación del resto de la humanidad –la mayoría- la cual ve cómo los recursos son cada vez más escasos y difíciles de conseguir.Aún así resulta curioso el miedo, más bien pánico, que le dispensa la Junta Militar birmana a la figura y personalidad de Aung San Suu Kyi. Da la sensación de que la disidente política representa la personificación de una deidad demoniaca y, por eso, tratan de mantenerla controlada y aislada del mundo exterior, antes que asesinarla sin más miramientos. En estos años, la cordura y la paciencia no han sido las señas de identidad de la mentada junta militar, pero cuando se trata de Aung San Suu Kyi, parece que nadie tiene los arrestos suficientes para terminar con su vida. Puede que teman que, con su muerte, se desatara una revuelta tan sangrienta y de consecuencias tan poco recomendables que, al final, la comunidad internacional se viera obligada a intervenir en Birmania. Entonces el escenario que tienen montado se podría venir abajo y eso no es lo que desean. De todas formas, coincido con lo expresado por DeVito y Marx sobre el término “Inteligencia militar”, dudo que los miembros de la Junta tengan semejante visión de futuro. Sea como fuere, Aung San Suu Kyi continúa siendo el símbolo al que recurren los habitantes de la sometida Birmania cuando sueñan con cómo debería ser el futuro. Y eso es lo bueno del futuro, que no está escrito. Puede que los sátrapas que ahora están en el poder piensen que durarán para siempre. Pero la historia nos enseña que nada dura para siempre y su tiempo está contado, como el de todos. Otra cosa es que logren prolongar la agonía, pero puede que se encuentren con la dura realidad, el día menos pensado, acompañada de los Jinetes del Apocalipsis, los cuales no suelen atender a razones. Mientras tanto, sólo deseo que la fe y la fuerza de voluntad de Aung San Suu Kyi no se quiebre por la sinrazón de quienes desean terminar con lo que representa la imagen de la disidente birmana y, con ella, permanezca viva la esperanza de los habitantes de Birmania. Eduardo Serradilla Sanchis