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Opinión - Junts, el bolsillo y la patria. Por Neus Tomàs

Mi casa bajo la lava

Erupción en La Palma

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Una casa es un espacio para el alma y el espíritu, un refugio en el que encontramos la paz interior, un trozo de tierra donde sembramos deseos y recogemos alegrías o tristezas, un árbol cuyas raíces se funden con el entorno hasta percibir que la vida no tiene sentido si no está vinculada a ese lugar.

Una casa es un techo, unas paredes, unas puertas y unas ventanas, que nos saludan al despertar y nos acurrucan cada noche al dormir. No habla, pero siente y padece. Tiene corazón. Nuestra obligación es cuidarla a lo largo de los años, tal y como lo hacemos con los hijos y padres, porque nos acompañaba fielmente a medida que caen las hojas del calendario y que la niñez da paso a la madurez en un abrir y cerrar de ojos.

A veces, nace por nuestra voluntad, edificándola y dándole forma a partir de una idea. Invertimos tiempo, esfuerzo y dinero en ese proceso, pero comprendemos que es crucial porque un hogar aporta fortaleza, entereza y significado a lo que somos. En otras ocasiones, la heredamos de algún familiar como el bien más preciado que nos pudo dejar, sobreviviendo así a su anterior dueño y vinculándose ahora a una nueva generación, que tiene la misma obligación de cuidarla. Y quien la compra, también deposita en ella idénticas ilusiones y deseos de ser feliz.

Una vez dentro, es como si estuviésemos en el vientre de nuestra madre, experimentando su cariño y sus caricias cuando pasa sus manos lenta y suavemente por su vientre hinchado. Nos sonríe y nos regala su ternura, dándonos cobijo y esperanza.

Una casa es más que el número que la identifica obligatoriamente en la calle donde se ubica, individualizándola del resto, hasta el punto que, incluso, muchos le ponemos un nombre porque la consideramos una parte indisoluble de la sangre que corre por las venas. Y aunque no lo tenga, nunca la perdemos como punto de referencia porque de ella salimos y a ella volvemos todos los días, derrotados o victoriosos.

La erupción del volcán en la Cumbre Vieja (La Palma) ha provocado que muchas familias dejen sus casas ante el eminente peligro de su destrucción por situarse en la trayectoria por la que discurre la lava. El dolor es inmenso e incalculable porque esta medida implica no solo la posible o evidente pérdida del hogar, sino un punto de inflexión para quienes lo han sufrido o lo sufrirán a lo largo de los días que aún dure este proceso.

Despedirte de tu hogar es como caer al vacío y hundirte en la miseria, por más que recibas el apoyo moral de otras personas, insistiéndote en que tu vida es más importante que ese inmueble. Eso es lo que están afrontando los hombres y las mujeres dedicados mayoritariamente al cultivo de la platanera, que han cambiado el sudor de sus frentes por lágrimas en los ojos.

Mientras se desarrollaban los primeros momentos de la erupción, ciertos periodistas y hasta la ministra de Industria, Comercio y Turismo, María Reyes Maroto, afirmaban alegremente que la erupción era un espectáculo sensacional de la Naturaleza y un reclamo turístico envidiable al estilo islandés, hasta el punto que repercutiría notablemente en la economía canaria. En esos momentos, muchos palmeros ya sabían que perderían sus casas y se preparaban para despedirse de ellas, sin dar crédito a lo que pasaba, todo en medio de comentarios de ese calibre.

Tras ser desalojados, como medida preventiva, las autoridades les permitieron regresar para permanecer en su interior durante diez minutos, con el fin de recoger lo que considerasen indispensable. Luego, vendría su destrucción. La lava avanzaba lenta, pero inexorablemente, como una enfermedad para la que no existe cura. Dios ha mirado para otro lado.

¿Qué salvarías por encima de todo lo demás durante ese breve período de tiempo? Esa es la pregunta que me hacía. En este marco de tensión y tristeza, me parecieron deleznables algunas imágenes emitidas constantemente por determinados medios de comunicación, que rompían con la ética ante situaciones como esta. Una de ellas era una mujer sentada en la parte trasera de una furgoneta con todo aquello que pudo sacar en esos diez minutos. Lloraba, destrozada por fuera y por dentro. Esos medios mostraron de manera reiterada esa escena, exhibiendo su dolor y su vergüenza para alimentar sus índices de audiencia. Ellos lo llamaban informar; yo, periodismo sensacionalista, que no respeta la integridad de las personas y, por el contrario, las convierten en un producto, que hay que rentabilizarlo.

Mientras tanto, otros periodistas enfatizaban que muchas casas serían destruidas por la lava e incluso sacaron en directo a algunos afectados, preguntándoles una vez tras otra qué salvarían de las suyas. Les gustaba hurgar en su desesperación, viendo cómo estos últimos se llevaban las manos a la cara para intentar contener su llanto.

Pensando en todo esto, vi una imagen en la televisión de una de las familias afectadas. Apenas duró un segundo, pero evidenciaba que ciertos objetos sentimentales están por encima del dinero y de otros bienes materiales. En la parte trasera de un camión, donde se habían colocado diversos enseres de manera apresurada y anárquica, sobresalía un marco de madera, que contenía varias fotografías en blanco y negro, en apariencia bastante antiguas. Me imagino que para alguien tenían un valor incalculable.

En la lejanía, me puse en su piel y tuve claro que lo primero que me llevaría serían mis fotografías, que muchos canarios seguimos con la tradición de guardarlas en gavetas y armarios, donde permanecen en silencio durante años, sin envejecer en su contenido, pero convertidas en la memoria personal. Aunque solo fuesen dos o tres y ajadas y medio borrosas, sería lo primero que salvaría. Son irremplazables. En ellas figura mi trayectoria vital, que da sentido desde el vínculo familiar hasta los lugares que he visitado.

Te marchas con eso bajo el brazo y ya no serás el mismo. Nadie puede imaginarse la rabia y el dolor de ese momento, salvo quien han pasado por ese trance. En esos diez minutos de amargura y de histeria colectiva, no te da tiempo a despedirte de tu casa porque nunca pensabas que nada ni nadie te la arrebatarían. ¿Cómo le dices a una persona, anciano o no, que se ha dejado la piel en el campo durante décadas para levantar sus cuatro paredes y que se ha privado de multitud de cosas, que ahora tiene que empezar de nuevo, en otro lugar y lejos de donde se sentía orgulloso de lo que tenía, porque a su puerta está llamando la lava de un volcán?

Este drama, esta huida frente al poder inquebrantable de la Naturaleza, me recuerda al de los refugiados, a cuya imagen ya estamos acostumbrados en los últimos años, aunque son dos tipos de contextos distintos, pero con esa misma característica de perderlo todo por cuestiones de fuerza mayor, y la construcción de los embalses durante el Franquismo, donde, en aras del progreso, se anegaban extensas zonas para crear estas obras artificiales, desapareciendo pueblos enteros para siempre y, con ello, la vida y esencia de las personas que los habitaban.

Los años pasarán. La lava se solidificará y dará lugar a un cambio en la configuración del territorio. Vendrán turistas, atraídos por el paisaje conformado a partir de esa erupción. Los medios de comunicación hablaran de otras desgracias. Pero, bajo esa lava, permanecerá eternamente y ahogado en el silencio el hogar de muchos palmeros, que no pisarán esa tierra áspera porque allí descansan lo que una vez fueron sus raíces.

Una casa también tiene un principio y un fin, nace y muere, porque el paso del tiempo y la fuerza destructiva de la Naturaleza son implacables. No estamos preparados para eso. No estamos preparados para perder a nuestra madre.

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