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La destrucción creativa de Luis de Guindos por Octavio Hernández

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Poco trasciende de cuáles sean las fuentes ideológico-filosóficas de las políticas del Partido Popular y ello da pie a pensar que beben de la sopa conceptual del posmodernismo, una combinación letal de pragmatismo y escepticismo como impostura hipercrítica liberal. El posliberalismo consiste en una actitud de incredulidad manifiesta hacia la política y desemboca en llamados anacrónicos a la managerial revolution, la revolución gerencial, que es el credo del Eurogrupo, las Troikas comunitarias y, resumiendo, los hombres de negro en feliz apreciación cromática del ministro Montoro. Ideológicamente, parece que el Partido Popular nada en la contradicción, pero esto es sólo apariencia. En realidad, lo que ocurre es que maneja dos programas a la vez, uno para la clase capitalista y otro para las clases trabajadoras, de manera que aquello que se predica para unos, se les niega a los más. La desregulación del mercado basada en el principio de no intervención pública, considerada como una injerencia desnaturalizadora de la libre concurrencia, es propuesta para atacar, socavar o frenar cualquier forma de fiscalidad progresiva y de normativa que limite la rapacidad de negocios sin escrúpulos.

Dándose golpes en el pecho, los evasores fiscales y de capitales claman por el descontrol estatal en todo aquello que permita alienar o saquear los bienes e intereses públicos. Pero, al mismo tiempo, esas grandes empresas, ese gran capital financiero industrial y bancario, no habría existido de no haber sido por el despilfarro a mansalva de fondos públicos, no habría podido competir si no se hubiera adulterado la competencia capitalista mediante ayudas estatales, apoyos y cambios legales, y déficit público: este otro intervencionismo no sólo no se cuestiona, se exige dando golpes en la mesa y, a veces, golpes de Estado. Dos varas de medir, dos programas que se ejecutan de forma simultánea: uno para que prosperen los grandes empresarios, otro para exprimir a los pequeños propietarios y los asalariados. En el ideario del Partido Popular hay poco más que esto.

Pero a veces, en alguna comparecencia pública, se cuela alguna señal de por dónde respiran ideológicamente los evasivos gestores peperos. Es lo que ha pasado durante la última comparecencia de Luis de Guindos, que yo recuerde la primera en la que se atreve a citar un clásico económico: Werner Sombart, economista alemán de la primera mitad del siglo XX, conocido por su tesis de la “destrucción creativa”. Venía a explicar el ministro que todo banco con problemas tiene una parte mala y otra buena, y el papel del estado es reestructurar la mala (sanearla con fondos públicos) y dar la buena a un mejor gestor, es decir, a una entidad bancaria mayor y menos expuesta a los males hipotecarios (ayudada con fondos públicos). El resultado esperado es que se pueda devolver ordenadamente los préstamos a los acreedores, los banqueros alemanes, franceses, ingleses y norteamericanos, que podrían colapsar como un castillo de naipes si se permite quebrar a la banca española, de ahí el nerviosismo, la incertidumbre y la crisis de credibilidad. Se trata, en resumen, de convertir múltiples apalancamientos privados en un gran apalancamiento público, para lo cual se pone a disposición del Reino de España una línea de crédito de hasta 100.000 millones de euros, en tandas de 30.000 millones. De ese dinero cobrarán los acreedores, que son a la vez los bancos que sostienen a los Estados prestadores. Como hay que pagarlo, el Estado dejará de atender a las clases trabajadoras con las políticas públicas tradicionales y las exprimirá para sacarles hasta el último céntimo, con el fin de cumplir los plazos de vencimiento de la deuda.

En este contexto, dice Luis de Guindos que el capitalismo bueno se basa en la destrucción creativa, según la cual los que han hecho mejor los deberes se quedarán con la parte buena de quienes los hicieron peor, y estos tendrán que renunciar a la marca, donde se enterrará la parte mala. No serán expulsados, pues tras cobrar sus blindajes podrán ser contratados en un banco “bueno” y los tendremos otra vez gestionando nuestro dinero, sin mácula. De Guindos dice que esto no es liquidación, sino reestructuración, y tiene razón, porque solamente desaparecerán las marcas, ninguno de estos sinvergüenzas será inhabilitado y seguirán ganando dinero con el desfalco y la usura hipotecaria que han hecho de España el país de chorizos que realmente es y nunca ha dejado de ser.

Pero si uno observa en su conjunto las políticas del Partido Popular en estos meses, la cita del ministro es algo más que un comentario acerca de la sucesión bancaria programada. La destrucción de la legislación laboral es una aplicación del principio de la destrucción creativa. La destrucción programada del sistema institucional es destrucción creativa. La destrucción del empleo público laboral y funcionarial es también destrucción creativa. En el Gobierno piensan que la recesión es una oportunidad para crear destruyendo, para hacer por decreto todo aquello que en una situación menos apurada no habrían podido justificar democráticamente. Sin pedir permiso, sin discutir, sin argumentos, acaban con décadas de consensos para satisfacer las demandas más antisociales y salvajes de grandes capitalistas españoles como el director general de Mercadona, uno de los parásitos chupasangres más caraduras que ha dado la economía española, que da lecciones morales mientras saquea con marcas blancas las industrias agroalimentarias locales. Juan Roig no sabe nada de producción, no produce realmente nada, sólo gana de la intermediación financiera y la diferencia de precios de dumping que impone a cambio de la distribución, arruinando la salida al mercado de aquellos productores que no se someten o intentan competir sin plataforma de distribución. Esto también es aplicación de la destrucción creativa, es el modelo de empresario de éxito del PP.

El posliberal deduce que aquello que crea la destrucción siempre es mejor que lo que destruye, porque la libre competencia siempre premia a los mejores, de manera que aunque destruir tenga inconvenientes, estos quedan justificados por las ganancias. He aquí un resumen de todo el discurso político del Partido Popular acerca de nuestros necesarios e involuntarios “sacrificios”: es por nuestro bien, para mejorar, aunque sean nuestros los cadáveres que empiedren la calzada de la parada victoriosa de los triunfadores. La reforma laboral destruirá empleo, pero debemos aceptarlo porque, al final, creará puestos de trabajo. Claro, no dicen que estos nuevos puestos serán destruidos también con las facilidades de dicha reforma, en un ciclo sin fin de renuncias y aceptaciones, de padres a hijos, donde nunca nadie va a conseguir el fin laboral deseado, sino una sucesión de finales de contrato no deseados: la promesa es un fraude descomunal, somos las víctimas propiciatorias en el laboratorio experimental de la destrucción creativa del Partido Popular.

Montoro dice que los funcionarios ya no tendrán plaza en propiedad, porque la seguridad no favorece la productividad, que deberán pasar evaluaciones continuas de manera que solamente los mejores gestionen los asuntos públicos. La realidad es que la evaluación continua permitirá la coacción a los mejores funcionarios y el enchufe de los peores, que harán del amiguismo político la oportunidad que les niega la ineptitud y la falta de esfuerzo, para auparse y perpetuarse en puestos que no merecen. La evaluación continua, como la entiende el Partido Popular, se va a convertir en la reválida de los tramposos, multiplicando sus oportunidades de medro y dinamitando la dignidad de funcionarios competentes. Toda la reforma laboral constituye, de verdad, el antecedente de esto: la coacción de los trabajadores honrados tiene su contrapartida en la protección de los enchufados políticos y la mansedumbre de los esbirros, de las que nadie habla, pero que todo el mundo entiende.

La destrucción puede ser, en efecto, una oportunidad, cuando nadie la elige y todos los actores han de afrontarla en igualdad de condiciones; pero pretender crear la oportunidad mediante políticas destructivas planificadas es propio de ambiciones ciegas, ilusorias y ajenas a la realidad. Esta filosofía es profundamente nociva y sus aplicaciones durante el siglo XX han sido nefastas y criminales. En los prolegómenos de la II Guerra Mundial, fue dantesco que se extendiera la idea de que nada podría cambiar si se seguían las normas convencionalmente aceptadas y, por lo tanto, había que despreciar las normas de convivencia, abolirlas sin discusión, y emplear la fuerza bruta y la razón de Estado contra los resistentes frente al debate y la democracia, para que la destrucción creativa generara nuevas e insospechadas oportunidades que eran la promesa que los fanáticos vendían a los escépticos y usaron para justificar la eliminación física de los críticos. Las consecuencias de la reforma laboral, de la gestión realizada para convertir la deuda privada de los bancos en deuda pública de todos los ciudadanos, de la anunciada reforma de la administración, solamente difieren de esto en el grado de violencia, un grado que no es una constante fija, sino una variable relativa, como la aparente calma de estos días, o la tranquilidad fría de los portavoces del Gobierno, propia del edificio de autoengaño en el que se ha escabullido Mariano Rajoy.

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