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Opinión - ¿Y ahora qué? Por Marco Schwartz
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Hannibal ad portas esset

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Muy felices se las daban los romanos después de haber derrotado a su más enconado enemigo, Cartago, en lo que por entonces se llamó la Guerra Púnica y que solo era la primera de otras tres. Los cartagineses habían quedado noqueados después de un primer enfrentamiento que tuvo como escenario principal la isla de Sicilia, pero que trajo como consecuencia que durante un largo periodo de tiempo tuvieran que buscar nuevos líderes, nuevos lugares donde rehacer su poderío y encontrar nuevos aliados entre las poblaciones bárbaras de la Península Ibérica. Mientras tanto, en Roma se había instalado un cierta complacencia, convencidos de que aquellos descendientes de los fenicios que durante mucho tiempo habían controlado buena parte del Mediterráneo, ahora estaban lamiendo sus heridas. Las disputas internas por buscar una forma de recuperarse se habían llevado por delante a varios de los líderes que de una forma u otra habían sido responsabilizados de la debacle militar. Pasaron por medio nuevos generales que trataron de llevar la guerra a otros terrenos, tratando así de recuperar su propia economía y estar en condiciones de, algún día, devolvérsela a los romanos. Mientras tanto, el Senado de Roma había puesto sus miras en otros territorios, otras prioridades, otras nuevas conquistas. Tan solo se habían visto algo preocupados cuando los cartagineses avanzaron más rápidamente de lo previsto en suelo ibérico. Se limitaron entonces a mandar una comisión que les impuso el conocido Tratado del Ebro, que no venía sino a prohibirles pasar el caudaloso río peninsular, pensando que un papel firmado sería una línea roja suficiente para frenar el ansia de recuperar el poder perdido por parte de los cartagineses. Solo era cuestión de tiempo que hubiera un líder púnico con la voluntad de volver a desafiar a Roma, y este fue Aníbal. 

La toma de la ciudad de Sagunto, con independencia de si estaba más arriba o abajo del río Ebro, fue la advertencia de que el conflicto a gran escala se acercaba. Los políticos romanos asumieron que la guerra sería inminente, pero confiaban en su gestión de los últimos años, en su capacidad para pactar con las poblaciones aliadas y en que Cartago no sería un enemigo lo suficientemente fuerte como para amenazar el poderío romano en los territorios que ya controlaba. Pero sucedió lo impensable: Aníbal se plantó en suelo itálico cuando Roma pensaba que la guerra sería lejos de sus fronteras. No solo eso, sino que tras una serie de batallas decisivas, las legiones romanas con muchos de sus cónsules al frente fueron derrotadas de forma estrepitosa. De repente, los gobernantes romanos comprobaron que su enemigo se encontraba a pocos kilómetros de la Urbe. Tras la batalla de Cannas en el año 216 a.C., una frase empezó a recorrer las calles de Roma: Hannibal ad portas esset (“Aníbal estaba a las puertas”, Tito Livio 23.16.2). Esta expresión concentraba todo el terror que producía en esos momentos la percepción de que el enemigo podía atravesar los muros y arrasar con todo lo que la civilización romana había construido hasta ese momento. De hecho, sigue valiendo hoy en día para resumir el pánico que puede producir el comprobar que, por una razón u otra, un enemigo que hasta no hace tanto se percibía como lejano, está a punto de colarse hasta el fondo de nuestra cocina (o nuestras instituciones). 

El resultado de este episodio de la Segunda Guerra Púnica, como ya sabemos, no significó que Aníbal tomara Roma y cambiara por completo el curso de nuestra historia. No solo eso, Roma con el protagonismo de Publio Cornelio Escipión y el apoyo de sus aliados fue capaz de expulsar a Aníbal de Italia y llevar la guerra a las propias fronteras de Cartago hasta alcanzar una nueva victoria.

La sensación de vulnerabilidad que vivieron los ciudadanos romanos durante los meses de incertidumbre, teniendo al enemigo acampado a poca distancia del foro, fue determinante para reaccionar y acabar con la amenaza. Roma ya había vivido episodios pasados en los que los bárbaros saltaron esas murallas y acamparon durante un tiempo por las calles, los templos y las basílicas. Entonces fue la intervención “divina” la que salvó el destino de la ciudad. Ahora había sido la constancia y determinación de sus ciudadanos y su clase política. El derrotismo y la desesperanza no son buenos consejeros en situaciones de emergencia nacional. Hace falta enfrentar la parálisis que provoca ver la amenaza cernirse sobre nosotros y ponernos el traje de faena para evitar que el asalto a los muros de los derechos sociales y el estado del bienestar se consume. La respuesta histórica ha estado en las batallas, la respuesta reciente deberá estar en las urnas.  

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