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'Preokupaciones' kafkianas en una democracia con goteras

Carlos Castañosa

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En un país convulso, braceando con desespero para superar la pandemia y liberarse de las asechanzas políticas que nada solucionan y todo lo destruyen, el remate para la mancillada moral del pueblo son las noticias cotidianas y habituales de okupas que se enseñorean impunemente de propiedades privadas; cuyos dueños parecen los malos de la película, y la justicia –intencionadamente con minúscula– brilla por su ausencia o, lo que es peor, se decanta por los derechos de los delincuentes, contra la legitimidad natural de la gente normal que tiene el infortunio de verse esquilmada de sus bienes, ganados a pulso a lo largo de una vida productiva, por un acto vandálico cual atraco en un cajero automático en el que, a punta de navaja, se le vacía la cuenta… Y no pasa nada.

En nuestro Estado de Derecho, al parecer, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aquí tiene un sentido único; el del yacimiento de votos potenciales de fácil captación por la precariedad de unos protegidos asociales, integrados en la estructura antisistema de partidos que les dan cobijo con fines empobrecedores y destructivos para una sociedad a la que han jurado defender y proteger; pero contra la que actúan en sentido adverso. ¿No es escandaloso, sintomático y aberrante que se proponga el empadronamiento okupa sin restricciones con fines electoralistas? Es que ni siquiera muestran un mínimo recato que disimule las retorcidas intenciones.

Esta barbaridad hasta sería llevadera si solo se tratase de la picaresca inherente a nuestra condición histórica de lazarillos pillos y trileros de feria. Pero el verdadero problema consiste en las mafias organizadas que invaden viviendas al descuido, para subalquilarlas en condiciones infrahumanas a familias desamparadas, explotando la miseria de situaciones extremas en exclusión social y ensañándose con la indigencia propiciada por una deplorable gestión de los inoperantes servicios sociales, impuesta por un nefasto sistema de competencias transferidas, desde un gobierno central a los autonómicos, y de estos a cabildos, ayuntamientos y otros órganos administrativos que no administran nada más que el mantenimiento de poltronas específicas. Es un montaje para que nada funcione y facilitar la elusión de responsabilidades… ¡Ah! Yo no he sido… la culpa es de… (pongamos que, de paso, también hablo de la sanidad).

Este razonamiento puede trasladarse a cualquier área de gobierno transferida según los respectivos estatutos de autonomía. Ninguna funciona por un exceso de burocracia patógena que todo lo enrevesa; se interfieren en mezcolanza los intereses políticos, casi siempre mezquinos y ajenos a los derechos del pueblo.

La sensación de indefensión que transmiten las víctimas del expolio sistemático e impune, deja el cuerpo rallado y la conciencia maltrecha por sentimiento de empatía.

Una situación kafkiana, por absurda y angustiosa en la que la policía no puede hacer nada porque la justicia (otra vez en minúscula) se lo impide. Los jueces están maniatados por leyes esperpénticas. El poder legislativo, aparente primer responsable del disparate, parece supeditado a intereses políticos que le impiden aplicar el uso de razón, y la razón, para solucionar de un plumazo aberraciones como esta lacra social.

Esto es un “tierra, trágame” de vergüenza nacional y desprestigio ante países normales, socios de nuestro entorno, en los que jamás se darían estos despropósitos, y de cuyo criterio como estado democrático dependemos en el contexto político internacional.

Lo más grave de esta situación es el nivel de pobreza y casos críticos de exclusión social, que necesitan un tratamiento especial y específico, pleno de la solidaridad cívica que siempre responde. Deben solucionarse los estados de necesidad extrema, siempre con respeto a la dignidad de las personas. Si falla en ello la gestión política, es por la carencia de un principio fundamental cual es, aparte de la preparación técnica suficiente, un mínimo de sensibilidad humanitaria imprescindible para ejercer su cometido con éxito.

No tiene sentido la facilidad y diligencia con que un banco desahucia a una familia por no poder pagar la hipoteca, en contraste con el farragoso y lento procedimiento judicial cuando el propietario es un particular desamparado por el sistema.

Para solucionar o paliar el incumplimiento constitucional que habla de ciertos derechos fundamentales, p.ej.: a una vivienda digna, debería intervenir la política desde sus cacareadas áreas sociales en las operaciones de desahucio bancarios. Al banco sancionador se le crea un problema inmobiliario que no le pertenece –se adueña de la vivienda, pero no paga IBI ni gastos de comunidad que tienen que asumir los vecinos–. Sería rebajar la presión sobre el inquilino moroso mediante la disminución de cuotas o prolongación de los años de amortización. Incluso, hacerse con la propiedad del inmueble pero negociando un alquiler social que, debiera verse muy reducido según las cuotas pagadas antes del desahucio, para permitir a la familia seguir viviendo en su hogar de siempre. Operaciones que deberían ser supervisadas por los aludidos servicios sociales para evitar especulaciones.

Es que la política, que suele meterse donde nadie la llama para destrozar todo lo que toca, en este escenario podría lucirse. A nada que se adecentara el Legislativo, se aplicase el Judicial y que el Ejecutivo fuera tal, para racionalizar y actualizar unas leyes eficaces, ajustadas a derecho y dignas de ser cumplidas y de hacerlas cumplir, como españoles orgullosos de serlo, nos liberaríamos del vergonzoso baldón actual de percibir como legalizada la delincuencia. En cuyo caso el riesgo podría ser la indeseable reacción ciudadana en defensa propia… ¿quizá así pretendido por algún elemento asonante?

El estado del bienestar debe serlo para todos, y todos hemos de contribuir a que así sea. Pero es imprescindible respetar y hacer respetar la dignidad de las personas y protegerlas de abusos, vengan de donde vengan.

28/06/2020 www.elrincondelbonzo.blogspot.com

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