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Quieren (también) apropiarse del Estado
Poder es someter el comportamiento de una(s) persona(s) a la voluntad, a los intereses, a las ideas de uno, que es el poderoso.
Eso se puede conseguir como fruto de la confianza, de la persuasión, de la amenaza o del mero empleo de la fuerza. Ejercer y conservar “el poder”, por cualquiera de esos métodos, requiere un esfuerzo constante. El poderoso está dispuesto a realizarlo porque el poder proporciona beneficios: económicos, y por tanto disfrutar de todo lo que se puede comprar (y todo es casi todo), y psicológicos.
Cuando detectamos a una persona poderosa que vive frugalmente, y parece ajeno (y tal vez lo sea realmente) al dinero y a los placeres que proporciona, podemos calibrar la importancia de los estímulos psicológicos del poder, relacionados con el narcisismo, con la autoafirmación. Esa es en realidad la erótica del poder.
El poder tiende genéticamente a afianzarse y a expansionarse. Y al empleo de formas cada vez más sutiles y sofisticadas, porque el empleo constante de la amenaza o de la violencia es agotador. Y a veces inviable, a pesar de que soy un completo descreído de que “no hay mal que 100 años dure..”.
La más sofisticada de todas es lograr que las personas sujetas al poder interioricen y acepten su condición de dominadas, de súbditas. Entonces acaban convirtiéndose en policías de sí mismas.
El esfuerzo civilizatorio en que consiste el Estado de Derecho propugna que, dado que el poder tiende a anegarlo todo y que, en la Edad Moderna occidental, el Estado asume gran parte del poder y reclama el monopolio del ejercicio de la fuerza, todo el poder estatal se divida en diferentes funciones y éstas se atribuyan a departamentos diferentes, de modo que por “esta disposición de las cosas, el poder frene (arrête) al poder”.
Se trata de un sabio esquema conceptual y organizativo, elaborado a partir de la observación de la evolución histórica de las instituciones británicas. Que, para ser eficaz, requiere que la sociedad lo asuma y lo defienda como propio. Con toda seguridad, esta es la principal aportación del liberalismo político. Y la que permite, en el caso de las sociedades democráticas, que la democracia no se trueque en dictadura de la mayoría, sea conservadora o progresista.
Sin embargo, ocurre que en la sociedad contemporánea, gran parte de todo el poder que existe en la sociedad -que consiste, no lo olvidemos, en el sometimiento de los comportamientos individuales y en configurar las relaciones entre los grupos que componen una sociedad pluralista- está, a extramuros del Estado, en manos de las grandes entidades financieras y empresariales. Muchas de ellas de carácter transnacional en la era de la globalización.
Y estas entidades financieras y empresariales aspiran a controlar también el poder del Estado y ponerlo -como si de una mera sucursal de sus intereses se tratara- a su servicio. Su ambición es insaciable. Y los medios de que disponen, especialmente el control de gran parte de los medios informativos, abrumadores.
La reciente experiencia histórica española da buena cuenta de ello. Y no me refiero sólo a la gran cruzada antisanchista, dirigida a deslegitimar a su gobierno desde el mismo momento de su nacimiento a través de una moción de censura constructiva, que es un mecanismo clave del llamado régimen parlamentario racionalizado, el establecido por la tan manoseada (por la misma derecha que la incumple cada vez que le conviene) Constitución de 1978. Y sin arredrarse lo más mínimo ante los dos triunfos electorales que el PSOE obtuvo en 2019.
Se trata de una estrategia fraguada desde que los grandes poderes económicos, que hacían valer sus intereses mediante la dictadura franquista, lograron reagruparse para intentar imponer sus intereses también en democracia. El instrumento fue el PP de Aznar. Y en los últimos tiempos, un PP liderado por personajes de muy bajo nivel. Tanto más bajo cuanto más lacayamente sumisos a los dictados de sus sponsorizadores empresariales. La relación es, pues, inversamente proporcional.
Son insaciables, pero se les ha ido la mano. Han intentado “convencer” a la mayoría de la sociedad española, con tanta seguridad de lograrlo que acabaron creyéndoselo ellos mismos, de que votarán al PP y a Vox (su nueva fuerza de choque, la más descarnada). Lo más parecido a convencer a los ratones de que voten a los gatos.
Sin embargo, no lo han logrado. Y, con independencia de los acontecimientos del futuro próximo, la gran noticia del 23J es que la sociedad española y la democracia son más fuertes. Que quienes pretenden concentrar poder empresarial/poder estatal en las mismas manos han -por ahora- fracasado.
Y el liberalismo político también nos enseñó que la concentración del poder hace imposible la libertad. Que no es la de tomarse cañas en medio de una selva en la que el grande se come al chico, sino la libertad de vivir y de expresarse como uno quiera, la libertad de emitir y recibir información objetiva, la libertad frente a la esclavitud de la pobreza, la violencia, la ignorancia, la enfermedad, la vejez, el paro…
Y la protección frente a todas esas esclavitudes es la finalidad primordial del Estado democrático y social. Por eso no debe acabar convertido en mera agencia de los grandes poderes económicos.
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