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Relato de un viaje en metro

Viaje en metro

Ana Tristán

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Normalmente en el metro una va mirando al móvil, al libro o a un punto fijo imaginario que nos libre del contacto visual, incómodo por la falta de costumbre. Pero, a veces, suceden acontecimientos que alteran esa dinámica de desconexión. Algo eclosiona en un instante creando un vínculo comunicativo entre pasajeros.

Ayer mismo, volviendo de clase en la Línea 6, esa de color gris que da vueltas y vueltas en torno a la almendra central, los pasajeros, hasta entonces encapsulados en nuestra individualidad, compartimos una escena singular: Entró un tipo dando alaridos que parecían salidos del mismísimo Hulk, pegando puñetazos a lo que pillaba y escupiendo ruidosamente a nuestros pies. Un ascazo, un show, un disparate violento y gutural. 

La chica que estaba a mi lado, discutiendo por teléfono con el que yo intuía era su pareja, se asustó. La mujer de en frente preguntaba “dónde están los de seguridad cuando se les necesita”. Y yo, estallé en un ruidoso ataque de risa, de esos que llegan sin sentido ni aviso previo, poniendo en riesgo mi integridad. La gente me miraba extrañada, yo no era capaz de parar, sucede a veces que la risa es un mecanismo de defensa ante situaciones de extrañeza o frustración.

Durante las pocas paradas que quedaban hasta llegar a Moncloa, compartimos miradas de risa y asombro, comentarios anodinos sobre lo extravagante de la función. Por unos minutos, parecimos seres sociables.

Volviendo al pequeño Hulk de la Línea 6, no podía dejar de pensar en cómo había llegado hasta aquí, cuál era su historia. Mis compañeras de viaje aseveraban que “está pirado”, “no es normal”. En efecto, de lejos se veía que era una pieza que no cuajaba en el sistema, ni en el metro. A su alrededor se creó un espacio vacío, todo el mundo se alejaba de él, o más bien de sus sonoros y asquerosos esputos.

Mi amigo el Hulk es sólo un ejemplo, el más reciente y llamativo. Semanas atrás coincidí en la Linea 5, la de color verde, con un joven que emitía sonidos agudos y chillones cada cinco minutos y realizaba espasmódicos movimientos con los brazos y la cabeza. Ya de lejos, lo escuchamos venir, ya empezábamos los pasajeros “normales” a cruzar nuestras perplejas miradas de complicidad institucional.

Al llegar a mi lado, el joven comenzó a tocar la cara de una muchacha que estaba de pie, y a preguntarle insistentemente su nombre y lugar de nacimiento. La muchacha, nerviosa pero empática, lo contuvo de la forma más educada y pedagógica que podía caber. Lo animó a sentarse y estarse quietecito.

El chiquillo llevaba un cartel identificativo colgando de la mochila. Pero, aun así, estaba solo, incomodando a un vagón de gente apática y aséptica. A dónde iría, quién se haría cargo de él.

Me quedé pensando. Estamos acostumbrados a tratarnos con miradas esquivas, con respuestas programadas de dependientes de tienda, repartidores de comida, taxistas y otros entes desconocidos pero seguros y codificados. No sabemos, sin embargo, tratar con lo diferente, lo espontáneo. No sabemos, ni queremos, salirnos del cascarón.

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