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'Rem publicam amplificatam, qui religionibus paruissent'

Israel Campos

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Hoy, una vez más, se acaba este momento del año que está marcado en el calendario como la celebración de la Semana Santa. Son dos días festivos del calendario laboral y siete días de vacación dentro del calendario escolar y universitario. En esta ocasión, la conmemoración de los momentos más importantes de la liturgia cristiana han estado marcados por la actualidad política que vive España de cara a la cita electoral del próximo domingo 28 de abril.

Hace un año, la polémica se centró en la decisión tan particular de la entonces ministra de Defensa, la desaparecida María Dolores de Cospedal, de decretar que la bandera nacional ondeara a media asta en los edificios públicos. Aquella medida desembocó en muchos debates que pusieron una vez más la atención sobre la tan delicada cuestión de la confesionalidad o no del estado español. El artículo 16 de la constitución española establece en su apartado 3 que “ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones”. Sobre este aspecto se ha construido la particular relación que en nuestra democracia se ha establecido entre los poderes públicos y el hecho religioso, dejando claro que la Iglesia Católica ha mantenido su protagonismo histórico, sustentado sobre los concordatos firmados con la Santa Sede en el año 1979.

La cuestión de la a-confesionalidad y la laicidad del Estado son temas delicados en la agenda diaria de nuestros políticos. Se convierte en un arma arrojadiza en el enfrentamiento ideológico, asumiendo que estar a favor o en contra forma parte también de la polarización entre “izquierdas” y “derechas”. Tan solo algunos temas indirectos, como la cuestión de las inmatriculaciones de la Iglesia, el pago de impuestos o el debate sobre el aborto y la eutanasia han podido llevar a que haya un cierto consenso frente a la defensa tradicional de la traslación de la moral religiosa personal al plano de lo público. Sin embargo, en esta semana que llevamos de campaña electoral y en los meses (si no años) de pre-campaña, me llama enormemente la atención que la cuestión del papel de la religión en el espacio público, el protagonismo de una institución como la Iglesia Católica o el sometimiento de los cargos electos a una simbología de tradición eclesial haya abandonado por completo la esfera de discusión. En 2015 y 2016 eran varios los partidos políticos que llevaban entre sus propuestas programáticas la denuncia de los acuerdos firmados con el Vaticano en 1979, sobre los que se ha fundamentado la continuidad de la Iglesia en la esfera pública. Resultaba curioso que fuera un tema importante en el programa del PSOE. Cuatro años después, tan solo ha sobrevivido en el programa de Podemos las reclamaciones a las cuestiones del IBI y las inmatriculaciones de bienes. En los demás partidos de las otras corrientes, estos aspectos tan siquiera aparecen.

La Semana Santa acaba de pasar. La noticia de estos días fue la petición de una cofradía para que ciertos dirigentes políticos no utilizasen una de sus procesiones como un escaparate en el que poder sacar algún tipo de rédito político. La imagen también del año pasado fue ver a varios ministros del gobierno de Rajoy cantando un himno vinculado con la Legión en esa misma procesión. Fuera del titular mediático, un año más hemos podido comprobar (en este caso me remito a lo más inmediato: la Magna Procesión que recorrió el viernes las calles de Triana y Vegueta) cómo las autoridades civiles y militares formaban parte a título institucional de un acto de corte exclusivamente religioso. Ver al alcalde y concejales, al presidente del Cabildo y consejeros, a diputados regionales, miembros de los poderes judiciales y altos mandos de los diferentes cuerpos del ejército me resultaba difícilmente ajustable a lo que el artículo 16 de la Constitución señala. Sé que podemos apelar a la tradición popular, a los vínculos que la población tiene con este tipo de manifestaciones devocionales. También es verdad que poniéndome en perspectiva histórica, que es desde donde siempre por mi formación personal acabo situándome, los vínculos entre religión y poder han estado íntimamente asociados y ningún político quiere asumir el coste de ser él quien rompa con ese matrimonio. El famoso orador y político romano Marco Tulio Cicerón dedicó uno de sus mucho libros al tema de la religión y la política. Su volumen tenía por título “Sobre la Naturaleza de los Dioses” y después de filosofar sobre la existencia o no de la divinidad, también reflexionaba sobre la manera en que la religión ha servido para ofrecer el entorno de orden y estabilidad que ha servido para que los pueblos se gobernasen. Una de las máximas que resumen sus conclusiones señalaba lo siguiente: “nuestro Estado se ha engrandecido gracias al mando de aquellos que cumplían con las obligaciones religiosas” (rem publicam amplificatam, qui religionibus paruissent). Parece claro que nuestra clase política aún no está preparada para hacer plenamente vigente un aspecto importante de nuestra constitución: la separación de esferas de actuación entre el Estado y cualquier confesión religiosa. La persistencia de los acuerdos del Concordato con la Santa Sede siguen condicionando cuestiones como la presencia la asignatura de Religión en los programas docentes o la injerencia de la moral católica en decisiones políticas como la eutanasia y el aborto. La confesionalidad o no del estado ha salido de las agendas debate. Esto no sería un problema, si al menos hubiese sido sustituida por temas más urgentes o de mayor necesidad social… pero, mucho me temo de que esto no ha sido así.

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