Toque de queda y gobierno judicial
Las resoluciones jurisdiccionales, como la aún no publicada sentencia del Tribunal Constitucional sobre el estado de alarma o el auto del Tribunal Superior de Justicia de Canarias negándose a autorizar el toque de queda en la Isla de Tenerife (o subsidiariamente en los municipios con incidencia acumulada superior a 100 casos /100 habitantes), van a poner sobre la mesa, de nuevo, la siempre latente polémica sobre el activismo judicial, sobre el “gobierno de los jueces”.
He releído el auto de 14 de julio del TSJ de Canarias y me ha dejado perplejo.
No por sus contradicciones argumentales, como la de que el toque de queda no autorizado “poca duda genera la razonabilidad e idoneidad de la medida… para conseguir el fin propuesto de disminuir el riesgo de contagio protegiendo el derecho a la vida… sin que se produzca un daño inasumible al no afectar a la actividad económica y laboral y centrarse el confinamiento durante el tiempo en que la mayoría de las personas están descansando…”, para afirmar poco después que “el fin no justifica los medios y el acuerdo adoptado es excesivo y a costa de un perjuicio grave para la mayoría de la población -aunque esté durmiendo--, incluida la joven, que cumple las normas”….
No por las afirmaciones taxativas del tribunal sobre la aplicabilidad de medidas “impeditivas o disuasorias” menos gravosas para los derechos fundamentales que hacen innecesaria la implantación del toque de queda, que irían desde la publicidad institucional en medios de comunicación hasta la actuación y sanción por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad de las conductas irresponsables…
No por volver a invocar como preferible (¿y eficaz?) la necesaria colaboración de la ciudadanía con la autoridad sanitaria, la responsabilidad individual y el autocontrol de las personas del cumplimiento de las medidas por su propio interés…
Sino porque la autoridad judicial asume, con decisiones como esta, la dirección política que corresponde al poder ejecutivo. Se disocia así el binomio poder/responsabilidad: porque el Ejecutivo ha de responder de sus decisiones ante la ciudadanía; pero el poder judicial, no.
El TSJC exige prácticamente evidencias científicas en una materia -como las decisiones para proteger la salud pública en tiempos de pandemia- que ni corresponden al campo de las ciencias exactas, ni son verificables en experimentos de laboratorio. Es decir, que han de ser tomadas sobre una fundamentación basada en informes y datos epidemiológicos -en acelerada evolución- verificables.
Pero, sobre todo, porque se hacen muy visibles orientaciones ideológicas que ya estaban presentes en sus resoluciones anteriores como las de 28 de junio y 5 de julio, en las que “hemos juzgado la prevalencia del interés económico y del derecho al trabajo sobre las medidas de cierre parcial”. Nada que objetar a ese trasfondo ideológico. Sólo identificarlo y señalar por mi parte que esas orientaciones son más propias de las decisiones de otras ramas del gobierno de un Estado inspirado en la separación de poderes: la Ejecutiva o la Legislativa.
No cuestiona el tribunal ni la competencia del Gobierno ni la existencia de cobertura jurídica en la legislación sanitaria para la adopción de medidas como el toque de queda (aunque el tribunal expresa sus preferencias por los instrumentos previstos en la legislación de actividades clasificadas y en la de protección de la seguridad ciudadana). En mi opinión, la falta de competencias o de cobertura legal deben ser los campos de examen judicial preferente y más cuando se trata no de meras decisiones administrativas de aplicación de la Ley, sino de auténticos actos de gobierno.
El tribunal se acaba sumergiendo en el análisis de la proporcionalidad. Este es el terreno en el que ha tratado de justificar su negativa a la petición del Gobierno.
La proporcionalidad constituye un concepto jurídico indeterminado, cuya interpretación debe efectuarse teniendo a la vista todas las circunstancias del caso concreto. Todas, incluidas las de los posibles efectos de una interpretación u otra. Especialmente en un asunto en que está en juego, aunque no sólo, la salud pública.
Los juristas aprendemos que los conceptos jurídicos indeterminados, que el legislador se ve obligado a utilizar porque es imposible encerrar todos los supuestos de la realidad social en un precepto jurídico (que se convertiría en interminable), no implican discrecionalidad absoluta en manos del Gobierno o de la Administración Pública. Que pueden dar cobijo a opciones diferentes, aunque no a una interpretación y simultáneamente a la contraria. Y que admiten un campo de certeza positiva (la opción claramente proporcionada), uno de certeza negativa (la interpretación desproporcionada a todas luces), así como un “halo de incertidumbre”, donde la interpretación se maneja en arenas movedizas, en tonos de grises y no de blanco o de negro.
Pues bien: nuestro TSJ ha optado por ensanchar el campo de la “no proporcionalidad” a costa del terreno del “halo de incertidumbre”. Puede hacerlo. Aunque, en la misma medida, se adentre en el campo de apreciaciones más discutibles. Y, sobre todo, angoste el campo que corresponde más bien a las valoraciones y decisiones propias del Poder Ejecutivo.
De forma que el TSJC ha sustraído de las manos del Gobierno una herramienta, para cuyo uso tiene competencias y cobertura en la legislación sanitaria y que ya ha demostrado su eficacia para cortocircuitar la espiral de contagios. Espiral que el Gobierno tiene la obligación de frenar y reducir y de cuya actuación debe dar cuentas ante el Parlamento y, en su momento, a la ciudadanía. Pero el TSJC, no.
Mucho había tardado en trasladarse al poder judicial la polarización artificial que desgarra la política española desde que el PP fue desalojado del poder a través de una moción de censura, una de las claves de bóveda del régimen parlamentario establecido por la Constitución Española, esa que manosean a diario. Un PP que se acaba de presentar a sí mismo como indispensable “para la continuidad histórica de España”. Todo un alarde de respeto al pluralismo político, proclamado constitucionalmente como valor superior de nuestro ordenamiento jurídico y, por tanto, de nuestro modelo de convivencia y nuestro sistema de gobierno.
Pero ya ha entrado y de qué manera. Y es tan trascendente la función de la jurisdicción, que esa invasión partidista y politizadora puede poner en riesgo el sistema entero de convivencia.
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