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¿Estamos en Carnavales?

Carlos Juma

La gran fiesta de la democracia no es otra que la convocatoria de las urnas. Indiferente para unos, apasionada para otros e incluso repugnada por los nostálgicos del ordeno y mando, no deja de ser un festín en el que corre el papel como la sangre en un matadero.

Centenares de miles de papeletas puestas a disposición de los ciudadanos para que sacien su hambre y sed de sentirse protagonistas por un día. Eso si, un día cada cuatro años y va que chuta. 

Los casos de corrupción no terminan de finiquitarse, ni en directo ni en diferido; es el cuento de nunca acabar. El hostigamiento al que se somete a los políticos de conducta delictuosa no cesa, y con la alegría del mal ajeno de unos y la ira de los señalados por los medios de comunicación, pasa el tiempo sin que se atisbe el encanto de hacer Justicia, de una vez, rápida, segura, exenta de amiguismo y de patrias potestades. En esto sabemos que los medios de comunicación son entelequias aristotélicas que no sólo perfeccionan la Justicia sino que gracias a ellos se descubren los sujetos  a los que les falta piel y les sobra cara. 

Las aguas del Jordán pasan cada cuatro años por estos lares a fin de que los pecadores queden purificados y los inocentes sean bautizados en el esplendor de la gracia de las elecciones. Golfos como la copa de un pino se verán bendecidos por las urnas en un baile de vampiros sin igual. Sacarán pecho y proclamarán el laurel de la peseta: “caudillo por la gracias de dios (omito la mayúscula por respeto)”. 

Cada partido tiene su propia historia pero no son las siglas las que lo ennoblecen sino las personas que se agrupan en torno a unas ideas compartidas. Y hay muchos que tienen un enorme sentido de la honestidad,- de la congruencia entre pensamiento y acción-, y tantos otros a los que les mueve la ilusión de modificar y/o transformar la estructura de poder, tan miserablemente tocado por manos bastardas. El poder corrompe, dicen  unos; sí claro, a los corruptos, a los corruptibles y a los adoradores del buey Apis y a todos ellos rapidamente se les ve el plumero, naturalmente los que lo quieran ver. 

Los alegatos acerca de la importancia de la gerontocracia o del gobierno de la juventud son estériles, vacuos, pues siendo joven cronológico se puede ser maduro y siendo maduro biológico ser un títere anencefálico. De manera que convendría, digo yo, la generosa mezcla de edades y dejar a la orilla del barranco horizontales y verticales. 

Nadie hace un ejercicio de autocrítica sino que suelen pasar el trapo de polvo por la frase “algunas cosas no hemos hecho bien” y adelantando el mentón cicatrizan la herida con “ahora lo vamos a hacer mejor” y tienen la osadía de compararse con otros que tal bailan. 

¿Dónde pondremos la vista?, ¿En aquellos que han convertido la política en su profesión habitual, en los que repugnan menos, en aquellos que nos han mentido sin pudor? 

Cuenta el gran filósofo árabe Gibran Jalil que, siendo un día espléndido de sol, la belleza y la fealdad fueron a darse un baño en aguas del mar, cada cual con su vestimenta. La fealdad se adelantó a la belleza y saliendo de las aguas decidió tapar su desnudez con el ropaje de la belleza y ésta, al salir y no tener con qué tapar su pudor, se cubrió con el harapiento ropaje de la fealdad. Y ya, desde entonces nunca el ser humano puede distinguir quién es quién. 

Aunque no hiciera falta alejarse tanto para estar sembrado en el pensamiento, nuestro Pancho Guerra en su inigualable cuento de carnavales, con un Manuelito virado a la pared y ya en las últimas, llamaba con voz débil a su mujer para preguntarle:

-¿María, estamos en carnavales?                                                                     

-Ay mi niña, que este hombre está desvariando! Dijo ella  para sí.

-¿Por qué lo dices Manuel?

-Porque todo el que viene a verme me pregunta ¿me conoce Manuelito? 

Pues eso, que “tires pá dónde tires”, “votes pá dónde votes”, podemos estar ante la harapienta belleza, la brillante fealdad o a las puertas de lo infinito en el circo de los Carnavales. 

Convendrá preguntar a la estrella del protagonismo si es bella, fea o si estamos de fiesta carnavalera. 

Deducir quién es honesto,- congruente-, depende de la respuesta, de su historia y del proyecto que presenta.

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