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Patrioterías endémicas

Teo Mesa

Desde que el ser humano engendró su perfeccionamiento intelectual a través del tiempo, y con más avances en su evolución con las demás especies de la naturaleza animal, lleva marcado en su memoria genética el yo supremo por encima de todos los seres vivos, y de su propia estirpe. E incluso, de creerse superior a la mater natura que lo engendró. El ‘Quien como yo, nadie como yo’, ha sido la constante en altísimo valor y en la práctica, como un don máximo de su género.  Sin embargo, esta estrechez mental la ponemos en actuación sólo cuando nuestra existencia está acomodada en los avatares de la vida y nos permite creernos distintos al resto de la humanidad.

Esta insensatez se hace realidad una vez que hayan sido colmadas las necesidades físicas primarias de la materia corporal, y haya alcanzado un estado de bienestar en su vida y la de los suyos; y que esta, no le haga pensar en primar esas perentorias urgencias básicas. Ahí es cuando rebrota en los seres humanos la ‘idiosincrasia suprema’, consustancial en su cortedad natural; en ese ser interno, en el que creemos que somos superiores en los rangos de nuestra propia genética. Esta autovaloración de notación sobresaliente, renace y se hace latente –si es que ha estado dormida en nuestros recónditos mentales en algunos momentos– cuando el dolor personal y la miseria están ausentes de nuestras vidas. Ahora no cuentan las ideologías sociales comunitarias, solo tiene valor el ‘superego’.

Es un gesto de honestidad y muy loable, y de mejores personas, que los seres humanos deseen lo mejor para su terruño natalicio, su cultura, usos  y costumbres étnicas, mamadas desde la niñez en su entorno vivencial. Pero sin obviar nunca el respeto, la solidaridad, el afecto y la cultura de los demás pueblos; así como los derechos de sus homólogos en nuestro entorno más cercano y del planeta en general; y en especial, a cada una de las gentes que poblamos, en precario y por exiguo tiempo, en este solar terráqueo que ocupamos. Que nadie se arrogue ser distinto y se arrope en una categoría racial como la única y privativa, con especial pedigrí y muy distinta a todas. Esta es una auténtica patología mental muy digna de analíticas psiquiátricas.

La historia se repite una y otra vez, y nunca jamás aprenderemos de ella en las reiteradas pifias cometidas por los seres humanos, aún sean, con dolorosas tragedias de sangre y destrucción permanentes, generadas por las egoístas cegueras del ser humano y sus etnias ‘superiores’. Esta perversidad ha sido repetida en todos los tiempos de la historia de la humanidad, y no es aquietada por la afortunada evolución intelectual ni por la prosperidad cultural que hemos tenido en todos los pueblos.

Es de lógica que todos los seres humanos desean estar en el mayor estatus personal y social; y ser diferentes en sana rivalidad con todos los demás pueblos, y con las personas en particular. Con todo, en el seno de cada comunidad prevale, por encima de todos los integrantes de cada pueblo, un selecto y señero yoísmo: “nadie como yo”. Estos individuos están embargados por la xenofobia y el racismo en sus distorsionadas mentes, en sus equívocas creencias como seres soberanos únicos en la casta humana.

La raza humana desde que tiene uso de razón, invoca sobremanera y sin denuedo, a la libertad individual y del colectivo donde vive y desarrolla su vida. Empero, constantemente cae en sus propias redes de la torpeza del superyó, en suma diferencia a todos los mortales. Para alcanzar esa presunta libertad en su quimérica y utópica elección, se enrolla en banderas, trajes, tejidos de colores identitarios, símbolos idealizados de su   condición y lugar, fronteras; y demás zarandajas, que le diferencien e identifiquen como especie rara avis en el conjunto de la humanidad; e inclusive, se protege con alambradas de concertinas.

Todo para ser diferente a sus homólogos, los vecinos terráqueos con los que, supuestamente, conviven en armonía (quienes también desean lo mismo, si tienen ese poder y estatus en su existencia), para ser disímiles y no les roben su exquisita pureza étnica y selecta egolatría, como seres extraordinarios concebidos con genes sublimes; pero simplemente creados por los mitos autoimpuestos en su cortedad mental. 

Para alcanzar esta desemejante diferencia en su superego étnico, ensalzan a mesiánicos charlatanes que les lideren, y les hagan creer, en su presunta reafirmación de ser extremadamente distintos, individuos de una prócer ralea. Estos salvapatrias, vendedores de febriles promesas y falaces mensajes cargados de soflamas (y falseando la historia) sobre la verdad de sus etnias, pueblos y gentes, pregonan sus inverosímiles juramentos mesiánicos que les llevarán al paraíso y a un maná de por vida, con repetidas sintonías de sus músicas celestiales, al conseguir en un Estado superior e independiente.

Así son animados en sus inexistentes farsas, siendo estos cantamañanas los únicos que se benefician con rentables prebendas de esas fanáticas patrañas predicadas, con sus ya probadas formas de vivir acomodadas y sus cuantiosos números en sus adineradas cuentas corrientes. Su mercado consiste en sacudir las mentes de sus fieles acólitos en el peregrinaje de esta patología psíquica de creerse superiores en las personas y tierras autóctonas. Estos salvapatrias viven como dioses –pruebas háylas a porrillo– intoxicando a sus cándidos feligreses con palabras envenenadas sobre sus genes superiores.

Pasados los años en todos los seres humanos, y así se reescribe en la historia, percibimos en la perspectiva del tiempo, como lo único que merece la pena de lidiar en nuestras vidas, es por la felicidad compartida con todos, ser buenas gentes, honestos, y con el máximo respeto a todos los navegantes que estamos en la misma nave de la existencia. Simplemente, vivir con la mayor probidad. Nuestras vidas son tan fugaces en el tiempo, que no cuentan, para nada de nada, en los inconmensurables tiempos (que no existen), en la inmensidad de los confines de todo lo creado por la naturaleza y sus ignotas e incomprensibles fuerzas telúricas, que palpamos –y en la que vivimos cortamente–, ni en la que jamás comprenderá futura raza alguna, ni sabremos nada del misterio cósmico.

Aun así, y bajo esta ignorancia perpetua y perseverante en nuestra cortedad mental, el ser humano sigue creyéndose un ser único y superior a todo y a todos. He aquí la razón suprema de su diminuto intelecto y su ignota grandeza. Debemos mirar a las estrellas, a la astrología, y dejar de otear solo el suelo que pisamos, para dar razón a nuestras nimias neuronas y a nuestra transitoria vida.

Los pueblos, como tristemente ha sucedido en tantos de la vieja Europa, que sabe mucho de las querellas, sublevaciones internas entre sus congéneres, de guerras fratricidas, etc., de sus pueblos componentes, comprueba, aún en los albores del siglo XXI, y muy a su pesar, la repetición de los irracionales fanatismos raciales personales y entre sus aldeas, de cómo persiste esta sinrazón en sus habitantes. Este es un ejemplo más, que infortunadamente, vivimos en nuestro país con Euskadi (que con tanto dolor sanguinario y viles muertes, nada ha conseguido en su empecinamiento separatista con los demás pueblos hispanos); y ahora, en Cataluña con igual patología mental.

Desde la experiencia que da la brega de los años, nada ni nadie, nos hará alcanzar el bienestar en nuestras efímeras vidas. Ni tampoco por ser diferentes a los demás. Todo se alcanza por nuestro particular y denodado esfuerzo intelectual y físico. Máxime, cuando en esas comunidades, influyen de nuevo, las egoístas individualidades, y cada uno creerse superior al vecino del mismo entorno, pueblo o país donde se pervive. Y en esa trampa han caído tantos pueblos por la exacerbación de una insania iniquidad, que se protegen con el escudo de su nacionalismo más aberrado. ¡Porca miseria!

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