Festividad de Todos los Santos
Padre Echeyde: Queridos feligreses, hermanos y hermanas, hoy es un día muy importante para la Iglesia católica en el que con alegría rememoramos a los santos de nuestra comunidad, a todos aquellos que ya gozan de la visión beatífica de Dios en la ciudad celestial, la Jerusalén Santa. Son en verdad testimonio de esperanza para nosotros que todavía peregrinamos por este mundo en la confianza de poder algún día ser santos como ellos. Sí, hermanos, óiganme bien, ese es el verdadero objetivo del cristiano: la santidad en el cielo. ¿Lo entienden? ¡Ése es nuestro designio!
Gara: Padre, perdone, sólo un inciso: ¿es que uno tiene que esperar a morirse para ser santo?
Padre Echeyde: Vamos a ver. Todos estamos llamados a ser santos ahora, otra cosa es que lo seamos. La plenitud del Reino está por llegar, y llegará, llegará, os lo aseguró. Llegará el día en que todos alcanzaremos el más alto grado de perfección, una vez que hayamos pasado al otro mundo.
Gara: Ése es el postulado. Pero ¿qué significa ser Santo? Si santo es aquel que como Cristo en el Calvario es capaz de renunciar a su voluntad, encomendando su Vida al Espíritu, me temo que ese proceso de abdicación no acaba nunca. De manera que parece una presunción hablar de algo como de “plenitud” o “perfección” para referirnos a un camino o via crucis que no tiene finalidad.
Padre Echeyde: Por supuesto que tiene una finalidad: la gloria eterna, tú, Gara, viviendo eternamente junto a los demás santos que nos han precedido: San Nicolas, San Cristóbal, San Pedro, San Juan Crisóstomo, San Ignacio de Loyola, San Pablo, San Francisco de Asís, Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz…
Gara: ¡Qué disparate! Parece mentira que con lo listo que a veces puede Vd. llegar a ser, no alcance a reconocer que la eternidad, eso de ser y saber-se uno y para siempre el mismo, es incompatible con la vida que no se sabe qué es. No puede darse algo como Vida eterna. Es una perogrullada, un error tan trivial en el que conviene detenerse: y sólo el mero descubrimiento del cambio incesante de las cosas y de la interacción de unas con otras, debería bastar para desmontar esa mismidad.
Padre Echeyde: Entonces ¿Qué? ¿No hay nada que esperar? ¿Nos cepillamos de un pis pas la esperanza cristiana, la creencia en la vida después de la muerte?
Gara: Dicha esperanza está cimentada en el miedo. Para la persona de uno Su porvenir lo es Todo, y sin porvenir --piensa ella--lo que le queda es Nada. Por eso teme demasiado el momento del trance sumo, tanto que tiene que revestirlo de toda clase de aderezos como el de la perpetuidad o la perdurabilidad.
Guanarteme: ¿Quieres decir que todos esos aderezos o adornos no son más que subterfugios para seguir conviviendo con ella, con la idea de muerte?
Gara: Claro, Guanartemillo, son falsos consuelos para que tal idea perviva. Cualquier Régimen, cualquier Religión no hace sino ofrecer promesas, por medio de creencias de diversa índole, pero importa reconocer que la intención primordial es conseguir que nos traguemos la muerte futura de cada uno.
Ayatima: ¿Y qué diablos podemos hacer, Gariusca?
Gara: Desnudar, desnudar a la muerte de sus atavíos y entretenimientos, dejar que se presente así, como algo que, de ser verdad, sería absolutamente intolerable. Lo cual nos hace ver que no puede ser verdad ni ella ni la Realidad que está fundada en ella: ambas son inconcebibles.
Arminda: ¿Cómo? ¿Que la muerte es inconcebible?
Gara: Para la persona de uno sí, y esto tiene que ver con la cuestión del nombre propio: alguien que es singular, que es sólo él y nada más que él, ya está exento de cualquier muerte futura o de irse muriendo: es eterno. En ese sentido decimos que mi muerte, en cuanto mía, resulta inadmisible, por mucho que, paradójicamente y como entes reales que somos, la hayamos asumido.
Padre Echeyde: ¿Y qué me dices de la muerte física?
Gara: En cuanto a la cesación de los latidos, de la respiración, de la muerte física es algo que nos queda oculto por la pérdida del animal, mientras, en cambio, lo que sí sabemos es perfectamente abstracto y futuro, y ésa es la muerte inconcebible a la que se dirige el temor de nuestro corazón.
Alguin-Arguín: Y por tanto si es inconcebible, es porque nuestra manera de concebir o construir la Realidad es falsa, como ya hemos expuesto en multitud de ocasiones, es una imposición del ideal de “fin”, “todo”, “nada”, “siempre” etc…, no hay tal cosa, no es más que el conjunto de realidades idiomáticas.
Gara: Apúntate ese tantico, Alguín. La realidad de los hombres está mal hecha.
Alguin-Arguín: Mmm, esto suena a verdadera liberación. Porque, oye, eso de tener que vivir uno siempre amenazado pensando que se va a morir no tiene mucha gracia que digamos.
Gara: Pues si de verdad queremos ser libres, amigo mío, comencemos por redimir a nuestros muertos de su muerte, concedámosles la dispensa de no haber muerto, o por lo menos, de no haber muerto del todo. Exentos queden de futuro, y por ende de pasado, porque, puestos a razonar, podemos deducir que lo que ha pasado podía no haber pasado…
Padre Echeyde (algo alterado): ¿Estás insinuando que los santos no murieron y que no están sentados a la derecha del Padre? ¡Claro que murieron y nosotros también moriremos, moriremos en la alegría de la Resurrección y la vida post-mortem! Aquí no hay incertidumbre que valga, eso no son más que extravagancias de los nuevos físicos cuánticos que aquí no nos importan, o muy poco.
Gara: Pero si llevo invitándole todo el rato a razonar que la muerte de uno es inconcebible…
Padre Echeyde: Mira, niña de mis quebrantos y sobresaltos, tú des-concibe lo que quieras, que a mí más me vale seguir concibiendo hijos para el cielo, santos para el Reino, si es que no quiero perder el puesto en este monasterio.
Gara: Después de todo no debe de darle tanto pánico, porque uno está ya perdido o perdiéndose que es lo mismo, hundiéndose en lo Desconocido que es totalmente ajeno a conciencia o saber de muerte. En verdad podemos decir que nada muere: la muerte es sólo miedo a morir.
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