“Mi dulce silencioso pensamiento va hacia ti, Don Miguel”. Unamuno y Quesada en diálogo
No cabe duda de que la amistad es una de las bellas artes, un espacio utópico desde donde construir el mundo y dar una nueva forma a la experiencia. Íntima y cordial fue la amistosa relación que se estableció entre el gran pensador vasco Miguel de Unamuno (1864-1936) y el ilustre poeta canario Alonso Quesada (1886-1925) del que este año conmemoramos su centenario.
Unamuno conoce a Quesada en la isla de Gran Canaria durante su primer viaje a las Afortunadas en junio de 1910, “un viaje inolvidable grabado ya en la roca de mi espíritu”, del que “trajo afectos y dejó afectos” y cuyo propósito no fue otro sino el de “provocar y remover conciencias”. El rector de la universidad de Salamanca llega a la capital grancanaria como invitado de la Sociedad El Recreo en calidad de mantenedor en los primeros Juegos Florales que se celebraron en la ciudad. Allí entra en contacto con los intelectuales canarios de la época, un “encendido avispero de anhelos y ensueños” que se agitaban y zumbaban en el pecho de jóvenes como Néstor Martín-Fernández de la Torre, Manuel Macías Casanova o el propio Rafael Romero al que Unamuno describe como “ese profeso caballero de la noche, que bendice la orfandad, que canta a la noche azul de su tierra, a la virtuosa noche de rosas blancas que se deshojan en el mar y dejan un luminoso aroma sobre el alma”.
Será en el Teatro Pérez-Galdós donde el filósofo bilbaíno escuche por primera vez al poeta canario en la noche en que el isleño leyó los ripios de El zagal de gallardía, que sería premiado en el citado certamen literario. Lo describe como “un jovencito endeble y muy movedizo” que recitaba un romance “algo artificioso, … entre exótico y anacrónico” y al que luego trataría más en “el delicioso rincón” de la casa de Luis Millares, “hogar de espíritus”. Quesada le solicitaría que redactase el prólogo a su libro El lino de los sueños (1915) y Unamuno, tras hacerse de rogar y comprobar que los poemas superaban con creces la impresión inicial que le causó aquel introvertido zagal de veinticuatro años, aceptó la propuesta: “estos poemas – escribe – han sido ceñidos por el océano y te traen el eco de sus olas rompiendo en los pedregales de la orilla. Estos cantos te vienen, lector, de un mar interior, de un mar de corazón, que se ha dormido hace más de cien años…”.
Desde un primer momento, Unamuno aconsejó sobre su forma de escribir al joven literato, instándole a abandonar esa cadencia encorsetada y tan poco natural del romance, a favor de un verso más cálido y directo con el que poetizar su vida cotidiana. En las citadas palabras prologales, el autor de Niebla confiesa descubrir, a través de los escritores y artistas del archipiélago, “toda la fuerza de la voz a-isla-miento” que sin duda propicia el ensueño y destaca algunos detalles que definen la lírica quesadiana: la ironía infantil, el mimetismo inglés y, especialmente, la identificación con el paisaje de la que tanto se hacen eco los estudiosos del poeta canario.
A nuestro querido D. Miguel dedicaría el vate grancanario Los poemas áridos en un gesto de sincera devoción y admiración: “Mi dulce silencioso pensamiento”/ va hacia ti, don Miguel, maestro amigo,/ desde el aislado hogar que tú marcaste/ a esa tu Salamanca la Doctora./ Y va por el Azul, manso y humilde,/ como un romero, a visitar el tuyo:/ le acoja tu piedad, en todas formas,/ poderoso Señor de las Alturas…“.
Estamos pues ante un Rafael Romero que implora la misericordia y el amparo de su adorado maestro, un zagal que se siente huérfano espiritualmente y que “hace del corazón el preferido”, ese “pretérito corazón que afirma y clama” en palabras de su compañero Tomás Morales. Para ambos autores el conocimiento está íntimamente ligado al amor y no puede haber una auténtica sabiduría que no desemboque en una suerte de docta ignorantia: “mi corazón te busca por lo desconocido/ e indaga en los secretos del lejano lugar/ lo mismo que la luna en el fondo del mar” escribe Quesada. Enigmáticos y luminosos versos que nos recuerdan a aquel “fuerte vasco”, “de quimérica montura” cuando en su celebrado libro de sonetos De Fuerteventura a París (1925) nos advierte: “ (…) pasan las obras, pasan las naciones,/ queda la mar, guardando sus secretos; calma su espuma nuestros corazones/ cansados podrán ser más nunca quietos.”
En verdad uno no es dueño de sus afinidades ni de sus amores. Entre los dos escritores surgió un apasionante y enriquecedor diálogo que se refleja en una amplia y fecunda correspondencia entre 1910 y 1915, donde el sentimiento existencial del poeta isleño brota cual flor de infinitud en sus textos. Como señala el propio Quesada en una secreta confesión, “mi orientación, mi ruta, mi inquietud, a usted se los debo. Yo sé que un día entró usted su mano en mi alma y allí revolvió todos los ensueños estancados”. Conmovedoras palabras que reflejan la gran influencia que su obra y su pensamiento podrían tener en cualquier lector, como si sus hondas reflexiones sobre la existencia, la fe, la inmortalidad y el sentimiento trágico de la vida conmocionasen al lector, encendiendo sus deseos y aspiraciones más profundas. Y es que Unamuno ha dejado una huella indeleble en el alma de Quesada y en nuestra propia alma, y como él mismo profetizó, sigue vivo en nosotros a través de sus escritos: “Aquí os dejo mi alma, libro, hombre, mundo verdadero. Cuando vibres todo entero, soy yo, lector, que en ti vibro”.
0