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Un animal extremadamente sensible

Juan Capote

Los equinos, a pesar de ser animales gregarios de marcada estructura social, no ubican a los humanos de la misma manera que los lupoides. Si en estos una pareja lidera o colidera los subgrupos sexuales creados en su sociedad, en los caballos es una yegua veterana la que conduce a la manada por las áreas de pastoreo. Según estudiosos de su comportamiento, como Lucy Reed, ese es precisamente el papel que deben ejercer sus jinetes, llevando al animal con tanto respeto como confianza hacia el lugar y de la manera que se desea.

Yo mismo he sentido un feeling, difícil de explicar, con una de mis yeguas: Lapepa. Adquirí esa pura sangre alazana por un precio relativamente barato, debido a la fama de peligrosa que la acompañaba. Y pronto confirmó que era un ejemplar extremadamente sensible. Un día mi hermana la estaba acariciando en su cuadra, cuando, aparentemente sin venir a cuento, se llenó de agitación y sudor. Eso, en los caballos, muchas veces es síntoma de una peligrosa patología digestiva que los puede llevar a la muerte. Concha se dirigió inmediatamente al bar que estaba al lado a consultar con Isidoro, un amigo experto en el mundo de los equinos. Al regresar pudieron comprobar que la yegua se había calmado y que el sudor empezaba a remitir hasta desaparecer. De todas formas, mi hermana se quedó un rato más, por si acaso y, cuando se iba a retirar, ya más tranquila, comprobó que la yegua presentaba similares síntomas. Entonces se dio cuenta de que salía del bar la misma persona que había entrado justo antes de la primera crisis de sudor: el jinete que la había “corrido” y “entrenado” duramente, al cual llevaba dos años sin ver.

Como es lógico, a un animal de esas condiciones hay que tratarlo con delicadeza, por lo que empezamos a trabajar con ella, siguiendo los buenos consejos de Tito, como si fuera un potro sin domar. Aquello pareció surtir efecto y en un par de meses me encontré paseándola y galopándola. Además, la yegua era tremendamente expresiva y el relincho que venía a significar “sé dónde estás” se oía en toda la cuadra cuando yo llegaba por la tarde.

Sin embargo, por razones de trabajo, empecé a ausentarme en periodos lo suficientemente largos como para que la yegua perdiera parte de su condición física. A la vuelta, cuando entraba por primera vez en la cuadra, para mi agrado, la satisfacción del animal se manifestaba de la manera más ruidosa del mundo, pero al retomar el trabajo en pista empecé a comprobar que me jugaba la integridad con ella. Esos días de parada hacían que explotara su temperamento al superar un nivel de ejercicio y, aunque nunca me tiró, varias veces hizo desbordar mi adrenalina al regreso de los viajes. Después, con el suave entrenamiento diario, su carácter se normalizaba hasta la siguiente separación, y sólo una vez me tuve que bajar de ella, por el sabio consejo de Isidoro, quien me vio en verdaderos apuros durante un paseo en el que, sin darnos cuenta, nos acercamos a la zona donde su antiguo jinete la entrenaba “reciamente”.

Pero mientras las pautas de comportamiento del equino eran bastante compresibles para alguien que entienda de caballos, yo me sentía sumergido en una sensación extraña: adoraba a la vez que temía a ese bonito animal, en un círculo vicioso que me atraía fatalmente, como si de una relación humana se tratara. Por fortuna, una vez más fue Tito el que me sacó de aquella peligrosa espiral, aconsejándome que llevara a cubrir la yegua. Terminó pariendo tres veces y en manos de un joven y temerario jinete que parecía su “media naranja”.

Unos dos años después de que Lapepa saliera de nuestras cuadras, decidí ir a conocer a su segundo potro. No nos habíamos visto durante ese tiempo y tampoco sabía en qué cuadra estaba alojada, pero no me hizo falta preguntar: a mi espalda un sonoro relincho me estaba dando la bienvenida.

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