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Enterrado en los ojos que un día besó (15)

Miguel Jiménez Amaro

El Charro, abrazado a Carmencita, bailaba aquella canción que repicaba como campanas en la madrugada: “Madre en la puerta hay un hombre, pide un pedazo de pan...”. Y la bailaba con su boca puesta en el oído de Carmencita en el  que le soplaba los siguientes vientos: “Carmencita, te traigo un encargo para ti, de tu padre, que se está muriendo. Me pide, no que le deis, tú y tu madre, un pedazo de pan, sino que lo vayáis a visitar a México, donde se encuentra ahora, terminal. Quiere tener ese reencuentro con vosotras, antes de que se lo lleve El Amado, porque quiere pediros perdón y comprensión a vosotras dos. Podéis venir conmigo, cuando yo regrese a México en mi avión. Tenéis unos días para pensarlo. Él no ha pasado un día en su vida que no se haya acordado de vosotras dos. Te voy a contar la historia que se cruzó entre vuestras vidas al poco tiempo de tu nacer. Tu padre recibió un encargo del entonces Papá Stalin, el Sol de la Revolución, el sanguinario, acompañar a Ramón Mercader en el atentado a Trostky. Aunque empezaban a haber divergencias entre el pensamiento de tu padre y el de Papá, y que tu padre era más bien partidario de las ideas de León y las libertarias, en vez de las de Stalin, tu padre fue a México a cumplir con la labor, aunque sin borraros del pensamiento a vosotras dos. El fue detenido después del atentado. Después de muchas días de interrogatorios y conversaciones con el servicio secreto mexicano, tu padre, después de un periodo de reflexión, aceptó ir de agente secreto doble a la Unión Soviética, con el objetivo de atentar contra El Sol de la Revolución. Lo intentó fallidamente varias veces. La última, tuvo que salir del país. Lo hizo en un carguero que salía para  Cuba. En Cuba estuvo colaborando con la revolución. No estuvo de acuerdo con el marxismo de Fidel, como no lo estaba con el ruso y se vino a México. Desde México se dirigió a distintos países con dictaduras militares. Durante todo ese tiempo se ocupó de que a vosotros no os faltara nada como os ha venido ocurriendo, aunque hasta hoy, no sabíais quien era la mano que os ayudaba. A tu padre, hoy no se  sabe los días que le quedan por vivir, y  lo que más anhela, es veros a vosotras”.

El mariachi terminó de cantar  la canción. Carmencita, abrazada a El Charro,  estaba bañada en lágrimas. La directora se acercó a ellos dos. Le dijo al Charro, otra vez moviéndosele los labios inconscientemente: “Bonito color para yegua”. El Charro se rió. Carmencita se contagió de aquella risa, lo mismo que la directora. Carmencita les dijo que se vinieran a la cocina  ellos dos a fumarse el porro que tenía en el delantal, el que le quedaba de aquellos dos que le dio la cofradía del porro de hierba.  

Al mariachi le pusieron una mesa, a El Charro le colocaron un servicio al lado de Hiperión y Mónica. Los comensales del resto de las mesas comían con más ganas aun bajo el asombro que sentían por todo lo que estaba ocurriendo. Las botellas de absenta, Mibal Roble e Integral Cava Brut Nature de Llopart desfilaban a una velocidad de vértigo. La cocina, que era el sitio en donde se habían cobijado Carmencita, la directora, El Charro, y el porro de hierba,  iba al ritmo armónico de una partitura dirigida por un director de orquesta invisible, invisible a los ojos.

Carmencita miró al Charro a los ojos y le preguntó que por qué su padre no dio señales de vida durante todo ese tiempo. El Charro le respondió que por motivos de seguridad, para ellas, su madre y Carmencita, y para él mismo, su padre, Gueton, como era su nombre de guerra, desde la Comuna de Asturias, Las Colectivizaciones Libertarias, el equivocado apoyo –perdió su brújula- al asesinato de Trostky, los atentados contra Stalin, el apoyo y desapoyo a Fidel, y un sin número más de aventuras en toda latino América contra las dictaduras al uso y dictado, a la costumbre.

A Carmencita se le empezaron a secar las lágrimas, sin pañuelos, sin toallas, solo con las palabras del Charro, que le volvió a cantar, entre tres y tres caladas,  la canción que habían bailado. La directora del instituto le preguntó al Charro, mirando a Carmencita, si no podía tirarse un bailito con ella. El Charro le dijo qué canción quería bailar. La directora le  respondió que La Rosa Amarilla de Texas, la que le canta, en el Juez de La Horca, Paul  Newman, El Juez Roy Bean, a Rosa Elena, Victoria Principal, cuando  le declara su amor.

El Charro llamó al mariachi que al instante se personó en la cocina. Les dijo  la canción que tenía que tocar. Abrazó a la directora, de la misma manera que abrazó a Carmencita unos momentos antes, le puso su boca en el oído de ella, y le empezó a hablar de la historia jamás contada de Sor Ácrata, pero esta, por cuestiones de mucho calado, magia negra, magia blanca, esa gran confrontación desde que el mundo, -¡Pobre Dios que lo creó!-,  no va a poder ser contada hoy, pero será narrada Dios mediante, aunque Sor Ácrata  me arroje, como rayos y truenos, todo su pozo y bagaje de maldiciones.

En El Juez de La Horca, después del juez Roy Bean cantarle a María Elena La Rosa Amarilla de Texas, regresan al Juzgado, que era también su casa, o su templo. Durante el trayecto se cruzan con una carroza conducida por un anciano, el mismo John Houston, director de la película, que hace el papel de Grizzly Adams. Al carruaje se le rompe una rueda. Grizzly Adams entiende que aquella era la señal inequívoca de que allí mismo tenía que cavar su tumba, en un sitio caluroso, después de haber vivido casi toda su vida en las altas y frías montañas, en donde curaba su frío conviviendo con osos en sus mismas cuevas. El juez Roy Bean le prohíbe que cave su tumba en aquella propiedad suya al este del rio Pecos, Vinegaroon. John Houston repara la rueda de la carreta y se larga dejándole al juez y a María Elena una jaula con un oso para que lo cuiden, pues Grizzly no se puede seguir haciendo cargo de él, -quiere morir de una vez-, con el que se da un triangulo amoroso como en Dos hombres y un destino, entre Paul Newman, Robert Redford y Diane Keaton. Roy Bean, María Elena y el oso viven idílicamente juntos, pasean, juegan, se bañan en el río, se columpian. El juez bebe cerveza con el oso, hasta que el futuro alcalde del pueblo manda a un sicario para matar a Roy Bean. El sicario entra por la ventana. El oso, que entiende de sus intenciones, va a por él, y mueren los dos en la lucha. La buena dicha a veces dura muy poco.

Dejó de sonar La Rosa Amarilla de Texas. Carmencita fue a dar a los fogones, los demás al comedor. Cuando se estaban sentando se abre la puerta del restaurante, se siente el mismo frío que sintió, entre osos, John Houston en las altas y frías montañas. Aquel frío no era el de la calle Libertad, era el que provenía de Antonio González Pacheco, alias Billy El Niño, policía y torturador franquista, que venía de la CNT, a donde había ido por su dosis diaria de sangre y crueldad. 

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