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La hermana de La Rubia Estanquera

Miguel Jiménez Amaro

El corto pero intenso sueño de Fellini entre los dos nueve mil de La Rubia Estanquera, acabó en lo que suelen terminar esos sueños, humedeciéndose el pijama, cuando sonó la única campanada de la una del mediodía en la Plaza del Señor Díaz.

Consideró Fellini que cuatro horas de sueño le eran suficientes para iniciar el poema épico de un nuevo día. Se enfundó la ropa de playa y salió del Patria por la puerta de la calle Real. La primera persona con la que se encontró fue Horacio Película, que ya lo consideraba un amigo, y que le preguntó: “¿Qué, Italiano, a seguir comiendo, bebiendo y vacilando?”.

En el trayecto hasta la Playa del Muelle, dudó entre si tomar dos cañitas, como aquel torero que era lo único que bebía -dos cañitas todas las mañanas para las resacas- en La Pérgola del antiguo Bar La Palma, o si tomarlas en El Quitapenas. Se dejó llevar por los cantos de las papas fritas. Mientras tomaba las cañitas, Don Luis la Mona y Don Miguel la Bartola, que estaban en la mesa contigua, formando un equipo de fútbol, solo para pasar la guasa, se dieron cuenta de que les faltaba el portero, cuando pasó un ciudadano de andares muy afeminados por delante de ellos. Intermediaron con él, le hicieron la propuesta, aceptó, y le dijeron que tenían que hacerle una prueba primero. Lo colocaron en la pared de la Tienda de Pablo que daba para La Pérgola, le dijeron que pensase que aquella pared era una portería, y que le iban a tirar un penalti con la imaginación. El posible fichaje preguntó cómo se cogía un balón, que él no había cogido uno en su vida. Don Luis la Mona le respondió que se cogía como una polla. Don Miguel la Bartola lanzó el penalti. El improvisado portero lo paró, y fichó por aquel equipo hecho para pasar la guasa.

Al pasar frente al Quitapenas, miró para dentro y vio cómo en el mismo sitio en donde Constantine había esposado al Asesino del Plus Ultra, estaban Gunther y Miguel tomando una botella de Cava Integral de Llopart. Entró a estar con ellos, le pidieron una copa para él, y lo pusieron al tanto de lo que estaban hablando. Conversaban ellos del tema de las artes adivinatorias, los poderes ocultos de Ninnette, Lissette y El Chivato Tántrico, de El Sanedrín. Bromeaban sobre ese nuevo encontronazo que iban a tener, por separado, con ese terrible tribunal. Bromeaban sobre quién de ellos iba a ser el primero en recibir la visita de aquella fiera justicia. Gunther dijo que él. Miguel calló. Siguieron hablando de la amistad y de lo frágil y manipulable que podía llegar a ser; de cómo te das cuenta de que una relación va a dejar de durar, que va acabar, y la ves morir, agonizar día a día, y tu impotente, lo más que puedes decir es: “¡Si estaba claro desde un principio!. ¡Se veía venir!”. Fellini los escuchaba mientras se sirvieron dos botellas más de Cava Integral.

Gunther acompañó a Fellini a la Playa del Muelle. Miguel tenía reparto. Se tiraron al mar desde El Varadero, desde la Punta del Hierro. Fueron nadando hasta La Gabarra, donde se encontraron a Maguisa, La Mistola y Mikell Norel que escuchaban Las Enzeñanzas de Constantine, y al mismo tiempo hablaban sobre cine. La Mistola justo estaba diciendo que a ella el mundo del cine le tiraba, pero que con tres hijos se sentía atada, y lo que era más, que se había enterado de que en Roma no había Mistol, que era el único jabón con el que ella fregaba, así, que prefería quedarse en la Isla.

La Mistola y Maguisa le preguntaron a Fellini que si había dormido bien. El dijo que sí. Se lo volvieron a preguntar, y le dijeron que tenía algo en la cara. Respondió otra vez que sí, que lo que le ocurría era que le ardía la cara por los arañazos y el salitre. Ellas le dijeron que estaba diciendo la verdad en parte, que ellas sabían ver en la cara de un hombre cuando se humedecía en sus sueños, que ellas sabían ver, desde hace miles de años cuando los hombres las necesitaban. Fellini les contó el sueño que tuvo. La Mistola y Maguisa le comentaron que para ellas esas huellas eran más visibles que los mismos arañazos que Fellini llevaba puestos en la cara, y que viniese con ellas nadando hasta El Bollón. Los demás regresaron al Varadero. Ellos tres se fueron nadando hasta El Bollón, lejos de cualquier mirada, donde ellas le borraron de la cara aquel vaho de primitiva tristeza que acompaña al hombre desde sus orígenes.

Fellini las invitó a comer en la terraza en alto del Bar Canarias, por la proximidad con la parada de las guaguas del norte, ya que quería, después de comer, ir a visitar a La Morenita; y porque quería probar los calamares a la romana de aquel lugar en frente del Malecón Palmero, de los que tanto le habían hablado. Y no marchó defraudado. “Son los mejores calamares a la romana que he comido fuera de Roma”, le dijo a Amadeo, cuando salió a coger la guagua.

La guagua que subía a Las Nieves era la que iba por Mirca, no la que lo hacía por La Dehesa. Buscó con la mirada un asiento libre, que no encontró sino al final, al lado de una señora imponente, rubia, como su Estanquera, que le sonrió nada más él mirarla. Se sentó al lado de ella, volvió a tener otros dos nueve mil metros muy cerca de su cara, casi tan cerca como en El Estanco, como en su repetido sueño. Recordó que La Estanquera le había dicho, cuando el ya fue un hombre, que tenía una hermana gemela, pero que la quisieron dar por muerta, después del parto. En este asunto estaba metida la Monja Enana de Amarcord, la que hizo bajar del árbol al loco que repetía: “¡Quiero una mujer!”. La Hermana de La Rubia Estanquera viró su torso hacia Fellini, le puso sus dos nueve mil metros aún más cerca de su cara, entre medio de ella, le volvió a sonreír, y le preguntó en perfecto italiano, pero lo voy a escribir en español: “¿Es usted el director de cine italiano que lleva unos días en la Isla, el de Cabiria? ¿Es usted el adolescente que entró, por la noche, al Estanco de mi hermana y que enfermó de calenturas?”

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