Un jodido rayo verde

8 de mayo de 2025 20:39 h

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Playa de Ajuy en Fuerteventura.

Desde aquel privilegiado mirador se podía contemplar toda la playa de Ajuy y unas maravillosas puestas del sol sobre el mar. Era tarde cuando Paco Pejerrey y yo pudimos observar cómo cierta pareja de jóvenes, en bañador, montaban una pequeña y casi translúcida tienda de campaña, en el extremo solitario de la playa, para introducirse posteriormente en ella. No había pasado mucho tiempo cuando aquel refugio empezó a bambolearse rítmicamente delatando la actividad en la que parecían estar concentrados sus habitantes. Poco después, demasiado poco para lo que yo creía que era menester, salieron luciendo las mismas prendas de baño, se acabaron de vestir y desmontaron la tienda antes de dirigirse en dirección a los aparcamientos.  

El lugar donde nos encontrábamos era una maravillosa casa de la cual llevo disfrutando mucho tiempo, a partir de que Carmen y Juan José me invitaron por primera vez; suelo acudir un par de veces al año y desde allí salgo a pescar todas las mañanas, de tierra o en barco, casi siempre con mis amigos pescadores, la mayoría pertenecientes a la numerosa familia de los Avero, verdaderos sabios de la mar. Por la tarde ellos vienen a verme y, mientras tomamos algunas cervezas, hablamos hasta después de caída la noche, sobre todo del mundo marino.

Al principio me costó integrarme en aquella sociedad, pero un día me di cuenta de que ya era un miembro más de ella. Regresaba contento de pescar en la costa, esa vez solo, y al pasar hacia mi casa paré en un bar donde estaban tomando algo tres de los Avero, León, Horacio y Chalo, junto con un par de pintorescos personajes del lugar. Orgulloso les mostré mis capturas que incluían varios peces de mediano tamaño. “¿Y no lo celebramos?” Me dijo Chalo. El incontestable León insistió: “Tómese una cerveza hombre”. Mi amigo Horacio simplemente me miró señalando al mismo tiempo a una silla que me ubicaría de espaldas a la puerta. No me quedaba otro remedio que aceptar, aunque yo hubiera querido primero arreglar el pescado y después volver para acompañarlos tranquilamente en las libaciones. 

Antes de que acabara la primera cerveza Chalo me dijo: “¿Vas a dejar ese pescado al sol? Trae pa aca que te lo llevo a la sombra”. El hombre salió con mis capturas en dirección a una pared sombreada mientras sus hermanos se enzarzaban en una interesante discusión sobre la pesca con carnada viva. Cuando finalizaron yo estaba acabando mi segunda cerveza. Entonces uno de ellos, no recuerdo quién, me dijo: “Pero hombre, vete a limpiar el pescado que hace calor”. Sus consejos sobre pesca eran para mí órdenes, así que dócilmente cogí la bolsa y empecé a subir la suave pendiente que conducía a la casa. Cuando llegué arriba, puse en el muro de la terraza una plancha de madera, sobre la cual deposité las tijeras y el rascador antes de enchufar la manguera y llenar el balde. Con todo preparado abrí la bolsa… y me encontré con un trozo de bloque, que le daba peso, y unas ulagas secas que le daba volumen.

Bajé despacio la pendiente hacia el bar donde reinaba el silencio. León fumaba en una esquina mirando lánguidamente al mar, Chalo estaba de espaldas y Horacio era la viva imagen de la inocencia… Al llegar me quedé parado mirándolos uno a uno alternativamente. Tengo que reconocer que aguantaron bien la risa hasta que me dirigí a ellos: “Cabr…”. Al final terminamos todos en la casa donde les ofrecí una cerveza mientras ellos me arreglaban el pescado.

Desde el muro, todos los días solía mirar el horizonte, mientras se ponía el sol, para ver si podía observar el rayo verde. Así lo hice un día antes del episodio en la tienda de campaña, sin resultados. Esa tarde se nos unieron a Pejerrey y a mí, como era habitual, Horacio y Chalo, además de Álvaro, un escritor-ajedrecista peninsular quien con buen criterio se había instalado a vivir en aquel pequeño paraíso. Les hablé del rayo explicándoles lo del prisma de Newton y para los pescadores era la primera noticia. Normal, ellos que tantas veces habían mirado al horizonte esperando a un barco o buscando la presencia de un averío delatador de cardúmenes, lo consideraban como parte de su vida. ¿Quién va a estar fijándose en el horizonte cuando ya lo lleva incorporado en su ADN?

Mientras les daba las explicaciones, y se acercaba el momento clave de la puesta del sol, aparecieron los jóvenes de la tienda de campaña con dos cojines, secuestrados de las sillas de un bar vecino, y los ubicaron sobre el muro que se prolongaba fuera de la casa, dispuestos a asistir a un romántico ocaso. Según iba desapareciendo el astro en el horizonte, nuestra concentración aumentaba y, por fin, en el último instante, pudimos ver esa pequeña y extremadamente efímera luz verde. Lo celebramos ruidosamente, como si estuviéramos asistiendo a la final de una carrera que se realizara en el hipódromo de Kentucky, mientras la pareja de jóvenes pasaba de todo. Dónde vas a comparar un jodido rayo verde con lo que ellos estaban sintiendo… 

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