Del mito de Narciso al 'selfie'

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En la mitología griega se erige uno de los mitos fundacionales de lo visual, una leyenda que nos muestra a un joven de nombre Narciso, el cual se enamora de su propia imagen reflejada en la superficie de un lago y al acercarse a ella, cae al agua y muere ahogado. Una muerte que se justifica en la propia vanidad del sujeto y que nos dibuja el origen terminológico del concepto narcisismo, una palabra que representa la excesiva complacencia o consideración de las propias facultades; y que, a día de hoy, parece tomar forma en muchos de los rostros de nuestra población.

En la actualidad, la imagen se ha vuelto indiscutiblemente necesaria, nuestra imagen connotativa se ha vuelto un reflejo de nuestra sociedad con vistas al exterior. La carga negativa de lo visual se hace latente en nuestro día a día con la obsesiva necesidad de fotografiar y publicar todo lo que nos ocurre. La imagen se ha vuelto nuestra realidad, pero no cualquier imagen, aquella perfecta, retocada, alienante. Rendimos culto a la imagen y, más concretamente, a la imagen propia a través del selfie. En la actualidad, se habla del uso reiterado del selfie como una manera de hacer visible la vanidad, narcisismo y egocentrismo de la sociedad contemporánea, pero deberíamos pensar si es un síntoma de ello o, simplemente, una actualización de los modos históricos de representar la identidad del sujeto.

El artista, crítico e investigador Joan Fontcuberta (1955) hace una reflexión sobre el poder de lo visual en su libro La furia de las imágenes. En este nos explica que, anteriormente, la identidad estaba sujeta a la palabra, era la palabra quien daba nombre y forma al individuo. Pero con la aparición de la fotografía, la identidad se desplazó hacia la imagen, siendo en la actualidad la propia imagen quien da forma al rostro reflejado. Podríamos pensar, en esta línea, que nuestra sociedad contemporánea ha encontrado en el selfie una manera de manifestar su propio yo. En su libro también expone que, estadísticamente las fotografías propias femeninas son mucho más numerosas que las masculinas, es decir, las mujeres nos sacamos muchos más selfies que los hombres.

Esto se podría ver desde dos distantes vertientes; por un lado, podríamos pensar que el mito de Narciso ha cobrado fuerza en nuestra actualidad, reforzando los valores de la cultura decimonónica a través de la figura de la mujer. Pero, por otro lado, se podría entender como una señal de emancipación femenina, podríamos pensar en este hecho como uno de los grandes logros de la sociedad moderna. Una sociedad que ha sido capaz de revalorizar a la mujer, abandonando su lugar como objeto y volviéndola sujeto. Una sociedad en la que las mujeres hemos podido renunciar a tantos siglos de mirada patriarla, de mirada externa y hemos conquistado nuestro derecho sobre nuestra propia imagen.

El mito de Narciso nos coloca en una situación de vanidad y egocentrismo, pero como todo mito puede ser cierto o no, puede que su estructura narrativa, en este caso, no sirva para acoger la realidad que estamos viviendo. Porque lo cierto es que durante siglos ha existido la necesidad de representarnos. La historia del arte es un camino lleno de retratos y autorretratos, de explicación pictórica del «yo» como medio de plasmación atemporal de la identidad del sujeto representado. El cambio que se ha producido desde entonces es, principalmente, tecnológico, un cambio que se ha basado en el medio y las facilidades de generar imágenes, pero que ha mantenido nuestra necesidad de autorrepresentación.

A pesar de esta afirmación, encontramos un problema que no para de crecer en el mundo online. Lo cierto es que las redes sociales empiezan a provocar dismorfia corporal entre sus usuarios, un síntoma producido por el uso abusivo de filtros de belleza en nuestros selfies diarios. La idealización nos está conduciendo a falsear nuestra vida y a someternos a representaciones cuidadas que nos mantienen dentro de los muros de la cárcel de la “perfección” irreal. Una cárcel que genera inseguridades e insatisfacciones personales y que, encima, posterga la búsqueda del canon hegemónico y los cuerpos normativos. Si deconstruimos este tipo de filtros y analizamos su estructura nos damos cuenta de que, la mayoría de ellos, siguen perpetuando la predominación de los rasgos occidentales: piel y ojos más claros, nariz estilizada y delgada, mandíbula y mentón definido, pómulos marcados, ojos y labios grandes. Parece que el mito de Narciso, encima, solo acoge a unos pocos rostros, a unos pocos rasgos, quizás sea hora de olvidarlo y de no justificar, ni recriminar, nuestras acciones diarias.

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