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Opinión - Pedir perdón y que resulte sincero. Por Esther Palomera

Kipukas

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El cepillo con el que me desenredo el pelo al salir de la ducha lo compré en la farmacia de Todoque. Me gustó tanto que tuve que regresar a por más de uno, porque deshacen los nudos sin dar tirones, pero están hechos de algún material biodegradable que acorta proporcionalmente su longevidad en función de la falta de paciencia que le aplique uno a la tarea; espero que este me dure.

La cesta que uso casi a diario no me serviría para nada si Enrique, el zapatero, no le hubiera arreglado las asas para que pudiera llenarla de cosas hasta el punto de desafiar la ley de la gravedad; así de bueno es trabajando.

Cuando miro el coche rojo, que quema asfalto desde la caída del muro de Berlín (1989 para más señas), pienso que parece nuevo porque está recién pintado, pero especialmente porque en la tapicería de Todoque le cambiaron hace poco la capota empleando tela de barco; para ellos debe ser un detalle cotidiano, pero para mí fue un tremendo derroche de glamur.

Me gusta llevar a la gente a la que quiero a los sitios donde he gozado comiendo porque la comida es amor; como la pizza del kiosco Minigolf en la carretera de Puerto Naos, sobre todo la que lleva piña (digan lo que digan los puristas).

Tengo un compañero de trabajo que posiblemente sea un viajero del tiempo, porque habla de la guerra del Peloponeso o de la evacuación de Dunquerque durante la II Guerra Mundial como si hubiera estado allí, lo que resulta bastante revelador acerca de su condición inmortal. Esta mañana me decía casi con remordimiento que, al sacar las cosas de su casa, con las prisas se había dejado un libro que le presté en la mesilla de noche; así son los sabios, gente diferente. Todas estas pequeñas cosas conformarían un relato irrelevante de no ser porque, desde el 19 de septiembre, la fuerza cruda de la naturaleza ha venido a alterar por siempre el territorio que conformaban nuestras certezas.

Mientras escribo, no recuerdo el título del libro que se quedó en la mesilla de noche de esa casa que hoy amenaza una nueva colada, y ya han dejado de existir la farmacia de Todoque, el hogar de Enrique el zapatero, el taller del tapicero y el kiosco Minigolf; una masa negra de lava las ha borrado del mapa. La magnitud de las consecuencias de esta erupción volcánica se mide en una escala inmensa que no solo cercena las ramas más visibles de lo que hasta hace unos días era prosperidad y calma, también afecta a las raíces de lo más simple y cotidiano. Y como esta hay mil historias. Siguen desdibujándose las coordenadas que orientaban la vida en una tierra cuyos habitantes nos sabíamos afortunados, y ya no existen certezas ni muchos de los lugares donde hemos sido felices. Permanecen, sin embargo, los viajeros del tiempo, las manos del zapatero, el secreto de la receta de la mejor pizza con piña, la pericia de los tapiceros y, ojalá, la búsqueda de un nuevo lugar para el cartel luminoso de la farmacia. Puede ser un buen comienzo para una nueva historia.

(La lámina de la ilustradora palmera María José Pérez Viña (@srta.guayaba) incluida en este artículo ha sido donada para una campaña solidaria para las personas afectadas por el volcán a través de una iniciativa de Sabela Bar (https://sabelabar.com/sabelapalma/).

Daniela Hernández ( https://theislander.es/kipukas)

*Kipuka: “islas de vida que subsisten pese a la crecida de lava del volcán”.

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