Espacio de opinión de Canarias Ahora
Lenguaje y moral
De dos maneras radicalmente distintas ha concebido el ser humano el lenguaje a lo largo de la historia: de manera absoluta y de manera relativa, y las dos han determinado de forma decisiva su moral y su actitud ante el mundo y ante el prójimo
La concepción absoluta del lenguaje tiene su base en la creencia de que la relación entre las palabras y las cosas que estas designan es motivada o natural; es decir, que palabra y cosa se encuentra inexorablemente unidas; que la una lleva necesariamente a la otra, hasta el punto de que se considera que, si cambia el nombre, cambia también la cosa. “El hombre primitivo consideraba su nombre como una parte vital de sí mismo”; como una parte que se exhala por la boca cuando se habla, nos dice el excelente antropólogo escocés si James Frazar. En esta etapa de la historia de la humanidad, la lengua domina al hombre; no el hombre a la lengua. Esta forma de concebir, sentir, ver y entender el lenguaje ha tenido, entre otras menos importantes, las siguientes consecuencias, tanto para la lengua como para los hablantes mismos:
En primer lugar, indujo a pensar que con el nombre puede el hombre dominar las cosas y actuar sobre ellas. “Incapaz de diferenciar claramente entre palabras y objetos —escribe el citado Frazer—, el salvaje imagina, por lo general, que el eslabón entre el nombre y el sujeto u objeto denominado no es una mera asociación arbitraria e ideológica, sino un verdadero y sustancial vínculo que une a los dos de tal modo que la magia puede actuar sobre una persona tan fácilmente por intermedio de su nombre como por medio de su pelo, sus uñas o cualquier otra parte material de su cuerpo”. De ahí que estuvieran convencidos los antiguos de que un forastero que conociera su nombre tenía poder especial para dañarlos a ellos por medios mágicos.
En segundo lugar, propició esta forma de concebir el lenguaje cambios radicales en los vocabularios de las lenguas implicadas, dado que los nombres morían con las personas, los animales o cosas que designaban y, por lo tanto, había que crear otros inéditos para designar las cosas nuevas que fueran apareciendo. “Los dialectos cambian en todas las tribus. Algunas de estas ponen a sus pequeñuelos nombres de objetos naturales y cuando la persona así llamada muere, nunca vuelve a ser mencionada la palabra, por lo que hay que inventar otra para el objeto común cuyo nombre llevaba el hijo que se fue para siempre” (Frazer). De ahí la importancia que tenían en la antigüedad los creadores de palabras, que era función que correspondía a los ancianos, y la ebullición y transformación constante en que se manifestaban sus lenguas. “Esta extraordinaria costumbre no sólo añadía un elemento de inestabilidad al lenguaje, sino que destruía la continuidad de la vida política y convertía los relatos de los acontecimientos pasados en vagos y precarios, si no imposibles”, escribe el autor citado.
En tercer lugar, indujo a crear esta concepción del lenguaje mecanismos de defensa que evitaran la llamada “corrupción” o “degeneración” idiomáticas, tanto en las sociedades antiguas (a través de los ancianos de la tribu) como en las sociedades más modernas (a través de academias, planificadores del lenguaje, puristas, maestros de escuela…). Mecanismos de defensa para evitar la degeneración de las palabras y los textos. Precisamente, restablecer el sentido verdadero de los documentos y las obras literarias e impedir su degeneración fueron en principio las funciones principales de los estudios del lenguaje. La concepción absoluta del lenguaje obligó a crear toda una batería de sanciones para castigar o reprimir a aquellos que se atrevieran a violar la sagrada relación que existe entre las palabras y las cosas, que se consideraba como un delito de extrema gravedad, merecedor de las más severas penas, como el destierro de la tribu o impedir la promoción social del infractor. No se trataba de una falta cualquiera, sino de un sacrilegio; de la violación de una ley sagrada: la ley que daba certidumbre al mundo. En cierta manera, en prejuicio semejante se basa el recalcitrante purismo actual.
Y, en cuarto lugar, la concepción absoluta del lenguaje actuó como barrera del uso torticero o embustero de la palabra; es decir, de la mentira. Sin lugar a dudas, la creencia de que palabra y cosa se encontraban inexorablemente unidas funcionó en las sociedades tradicionales como freno a la mendacidad. Tan convencido se estaba de que el vínculo entre las palabras y las cosas que estas designan era natural, que pensar romperlo era inconcebible; algo contra natura. La creencia un tanto divina de que palabra y cosa eran exactamente lo mismo inducía a respetar escrupulosamente la literalidad de la palabra. Por eso, en las sociedades tradicionales no era necesario ratificar lo acordado mediante la escritura y la firma. Como se ha dicho siempre, bastaba un mero apretón de manos o cualquier otro acto protocolario, como fumar la pipa de la paz, por ejemplo, para rubricar contratos o compromisos, por muy importantes o trascendentes que estos fueran.
El respeto escrupuloso por la palabra dada facilitaba las relaciones sociales, que se basaban en la buena fe. Es lógico, por tanto, que se ofendiera tanto el guanarteme de Gáldar cuando, yendo a liberar a Diego de Silva y sus hombres, que habían invadido su tierra grancanaria, este lo acusara “de que no les guardaba la palabra (de liberarlo); negocio para ellos de grande afrenta no guardarla”, según nos escribe Abreu Galindo. Nos encontramos ante la edad de oro de la humanidad, de la que hablaron siempre los clásicos. Así, según don Quijote, por ejemplo, “todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia (…). No había la fraude, el engaño ni la malicia mezclándose con la verdad y llaneza. La justicia se estaba en sus proprios términos, sin que lo osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen”. De ahí que el hombre de antes (incluidos nuestros padres y abuelos) alardeara tanto del cumplimiento de la palabra dada y deplorara la falta de formalidad u honradez atribuida al hombre del día. Pero no es que la gente de antes fuera deliberadamente más formal u honrada que la de hoy, sino que la superestructura lingüística —en este caso, la concepción absoluta del lenguaje— lo inducía a ello. De aquí deriva el sentimiento de rectitud y moralidad que se atribuye el hombre del pasado.
Por su parte, la concepción relativa del lenguaje se fundamenta en la creencia de que la relación entre las palabras y las cosas que estas designan es arbitraria o artificial; es decir, que palabra y cosa constituyen realidades radicalmente distintas; que la palabra es mero instrumento para designar las cosas. De ahí la creencia de que una misma cosa puede tener varios nombres (sinonimia) y un mismo nombre puede significar cosas distintas (polisemia). Más todavía: el sentido del texto se considera en los nuevos tiempos enteramente subjetivo. Y de ahí también la importancia que se otorga en la actualidad al relato, considerado versión personal de los hechos, y a la interpretación de los textos o hermenéutica, llegando incluso a proclamar el derecho a alterar la intención de su autor, en la escenificación de las obras de teatro, por ejemplo. En esta nueva etapa de la historia del hombre, cada cual tiene su propia verdad. “¿Qué es la verdad, Tony? ¿Qué es la verdad? ¿Sabes qué es la verdad? Lo que tú dices es la verdad, lo que yo digo es la verdad, lo que dice él es la verdad. ¿Cuál es la verdad en la vida? Negar todo, no admitir nada. ¿Sabes qué es la verdad? Lo que yo digo es la verdad”, dice un joven Donald Trump en su biopic El aprendiz a su amigo Tony. Ahora no es la lengua la que domina al hombre, sino el hombre el que domina la lengua. Obviamente, en esta concepción individualista del lenguaje, ha jugado un papel fundamental la lingüística moderna; particularmente, la emanada de la obra del ginebrino Ferdinand de Saussure, que tanto insistió en que la relación que existe entre lo que él llamó significante y significado del signo y entre langue o lengua y parole o habla es absolutamente arbitraria, no motivada o natural. Esta forma de concebir, ver, sentir y entender el lenguaje ha tenido, entre otras menos importantes, las siguientes consecuencias, tanto para los hablantes como para la lengua misma.
En primer lugar, ha propiciado que el lenguaje se estudie en sí mismo y por sí mismo, libre de la tiranía de los absolutos del purismo tradicional. Sin ninguna duda, la concepción relativa del lenguaje es la que ha hecho posible el estudio científico de las lenguas humanas y el gran desarrollo que ha alcanzado la lingüística en los últimos tiempos, tanto en Europa como en América, con la eliminación de los lamentables prejuicios puristas del pasado.
En segundo lugar, ha impuesto la concepción relativa del lenguaje una visión histórica de la lengua. No hay que defender el mensaje que llevan las palabras a capa y espada, sino que hay que dejar su interpretación al albur de los tiempos. Debe aceptarse la historia y asumir la diversidad. Desde este punto de vista, tan legítimo es, por ejemplo, el sentido general ‘cambiar de bordada’ del verbo virar como los particulares ‘torcer o dejar el camino o línea recta’, ‘girar la cabeza o el torso’, ‘orientar el ganado hacia un determinado lugar para que paste’, ‘torcer o inclinar una cosa hacia un lado’, ‘derramar’, ‘cambiar de idea’, etc., de Canarias y América. Las palabras no son inmutables, sino que pueden cambiar tanto semántica como formalmente con el transcurrir de los años y las circunstancias del entorno geográfico y social. La lengua es tan víctima de los efectos del tiempo como al resto de las cosas del mundo. Una misma palabra puede adquirir significados y formas distintas sin el más mínimo problema.
En tercer lugar, ha fomentado o facilitado la concepción relativa del lenguaje el uso torticero o relativo de las palabras. Como se sabe o se intuye que la relación que mantiene la palabra con la cosa es arbitraria, nada hay que obligue a su cumplimiento. Por eso, la palabra dada no es hoy garantía de nada. Puede no cumplirse, comprometiendo así el concepto de verdad. Se ha producido aquí una especie de degradación o menosprecio de la palabra dada. De ahí la necesidad de garantizar su cumplimiento mediante ese artificio prodigioso que es la escritura y respaldarlo mediante firmas autorizadas. Por eso, el mundo moderno es más un mundo de lengua escrita que de lengua hablada. No basta ahora con la palabra hablada, que se la lleva el viento; hay que utilizar la palabra escrita, que es la única que dura más allá del instante y la única que tiene potestad confirmativa. Por eso necesita el hombre moderno la lectura y la escritura para poder vivir con cierta seguridad en el mundo que lo rodea. Evidentemente, esta falta de respeto por la palabra hablada ha dificultado enormemente las relaciones sociales, puesto que la gente está siempre en guardia respecto de lo que dicen o prometen los demás. De ahí la creencia de que el hombre actual es menos formal que el tradicional. Pero no se trata de eso. Lo que realmente determina el comportamiento del hombre moderno no es que tenga un fondo moral menos firme que el tradicional, sino que la superestructura lingüística —en este caso, la concepción relativa del lenguaje— lo induce a ello.
Y, por último, ha provocado la concepción relativa del lenguaje la judicialización de la vida social, puesto que, como se considera que el texto es subjetivo, los hablantes pueden discrepar más o menos profundamente en su interpretación, en función de sus intereses, pareceres, moral, cultura, etcétera. Y, en los casos más graves, los desacuerdos terminan dirimiéndose en los juzgados, sin que el crédito de los condenados por fraude sufra por ello el más mínimo menoscabo, más allá de la sanción que pueda corresponderle según el código que se aplique. Basta reparar en lo poco que afectan a su vida laboral, social y hasta pública los procesos judiciales que se incoan contra los políticos corruptos actuales para comprobar hasta qué punto es cierto lo que acabamos de afirmar. Por eso no falta quien diga que la sociedad moderna es una sociedad más de rufianes que de caballeros.
En síntesis: que el hombre antiguo era respetuoso con la palabra dada porque suponía que la relación entre el lenguaje y las cosas que este designaba era natural o motivada, en tanto que el moderno es más flexible con él porque ha descubierto que esa relación es arbitraria o artificial. Antes no había libertad para cambiar la relación entre la palabra y la cosa, y, por tanto, para mentir. La lengua dominaba al hombre. Ahora es todo lo contrario. El hombre domina la lengua, y, por tanto, puede cambiar la relación que esta mantiene con las cosas que designa, llegando incluso a la mendacidad más abyecta. Todo es ahora fraude; el engaño y la malicia se mezclan con la verdad y llaneza y la justicia no se está en sus propios términos, sino que frecuentemente la menoscaban, turban y persiguen los del favor, los intereses y el poder.
Sobre este blog
Espacio de opinión de Canarias Ahora
0