La portada de mañana
Acceder
Los obispos se erigen en oposición al Gobierno tras dos décadas
Franco, ese ‘bro’: cómo abordar en clase la banalización de la dictadura
Opinión - 'El cuento de hadas del franquismo', por Rosa María Artal
Sobre este blog

Espacio de opinión de Canarias Ahora

Realidad y ficción

0

Siempre se ha creído que “realidad” o “naturaleza”, de un lado, y “ficción” o “arte”, de otro, son dos cosas absolutamente opuestas: que real es “aquello que tiene existencia efectiva” (es decir, el objeto que tenemos delante de nosotros, creado por la naturaleza, Dios o la mano del hombre) y ficticio, “aquello que no tiene existencia empírica”: es decir, patraña urdida por la gente con mejor o peor intención. Como han demostrado sobradamente ya tanto la filosofía moderna como la lingüística de raigambre saussureana, se trata de un sofisma. Todo conocimiento humano es en origen ficticio porque se construye con los valores simbólicos de la lengua que hablamos, sea esta la que sea. No conocemos eso que solemos llamar “realidad” o “naturaleza” de forma directa, sino a través del arte o artificio del lenguaje; es decir, mediatizado por los valores semánticos y las melodías de las palabras, que es la única forma que tiene el hombre de llegar tanto al mundo externo de las cosas como al interior de su alma. El conocimiento directo del mundo es absolutamente imposible. Todo conocimiento humano es en principio conocimiento lingüístico y nada más que conocimiento lingüístico, porque sólo tenemos acceso a la realidad a través de los esquemas semánticos de la gramática y el léxico de la lengua que hablamos. Incluso la física, las matemáticas, la química, la astronomía, la geología, etc., son ficciones o poesía y nada más que ficciones o poesía. Dice el pintor francés Gustave Courbert en uno de sus cuadros más famosos que el origen del mundo está en el sexo de la mujer. Se trata de una boutade más o menos ingeniosa, pero falaz. Lo mismo podía haber dicho del sexo de las vacas o de las flores de las plantas. Pero, no: donde realmente se encuentra el origen del mundo es en la boca del hablante. Por eso, cuando los poderosos quieren impedir que la gente piense por cuenta propia y les ponga patas arriba su confortable mundo de privilegios, le cierran la boca con una mordaza para que se esté callado. Y por eso mismo dice el pueblo con expresión sentenciosa que “por la boca muere el pez”. 

Planteadas las cosas así, tan ficticias son las expresiones halcón, palmera y atún, por ejemplo, con que designamos respectivamente en el lenguaje de todos los días el ave falconiforme que surca majestuosamente los cielos en busca de presas, la planta arecal que proporciona la ansiada sombra en los oasis del desierto y el túnido que recorre tan raudo los océanos del mundo en busca de comida que llevarse a la boca como las expresiones poéticas raudos torbellinos de Noruega, antorchas de verde llama y balas del profundo océano con que los designan, respectivamente, de forma puntual Góngora, Unamuno y Neruda. Mírese por donde se mire el problema, la realidad es una invención del hombre. Y no sólo porque depende del punto de vista del que habla, que la organiza siempre a su modo y manera, para dar satisfacción a sus propios intereses comunicativos, aprovechándose o defendiéndose del interlocutor. “Me parece que las gafas de papá se rompieron un poquito” dijo una vez mi hija María después de haberme hecho añicos las gafas de vista, con la finalidad de quitarse de encima la responsabilidad del desastre. Se comprende: la expresión descarnada “Rompí las gafas de papá” era muy peligrosa para sus intereses. La realidad es una invención del sujeto, sobre todo porque está construida con esas prodigiosas creaciones del ingenio humano que son los valores invariantes de las palabras. Lo que quiere decir que, en origen, no existe la más mínima diferencia entre las metáforas de los poetas y las palabras del común de los mortales. Tan ficticias son las unas como las otras.

Donde sí hay realmente diferencia entre unas y otras es en su desarrollo histórico, plano en el que se observa que el grado de vinculación o compromiso entre las palabras y las cosas o experiencias que estas designan es mayor o menor según los casos; fenómeno que depende de la costumbre; que es, en definitiva, la verdadera madre de eso que llamamos realidad. 

En principio, el compromiso de la palabra con la cosa es muy etéreo, porque la relación con ella es inédita. Como la palabra no ha tenido tiempo de solidarizarse o identificarse con la cosa que designa, se siente como una mera metáfora de ella; una metáfora viva y palpitante. Lo que predomina en este momento inaugural del mundo es la palabra, no la cosa; la forma del mensaje, no su fondo o sustancia. Por eso suele decirse, con razón, que en la literatura o el arte es más importante la forma (el modo de decir) que el fondo (las cosas que se dicen). Así es: la literatura es cuestión de palabras, no de cosas. Es discurso literal. En los textos literarios pueden cambiarse las cosas, pero no las palabras. La relación entre significante y significado no es aquí arbitraria, sino motivada. Así, un texto como, por ejemplo, “En la luna negra de los bandoleros/ cantan las espuelas”, del poema Canción de jinete, de Lorca, podemos entender el verbo “cantar” en los sentidos de ‘tintinear’, ‘centellear’ o cualquier otro que se nos ocurra, pero no podemos cambiar la palabra sin que desaparezca el encanto poético de sus versos. Por eso se ha dicho siempre que en los textos literarios las interpretaciones son siempre subjetivas. 

Sin embargo, con el uso, el compromiso entre las palabras y las cosas se convierte en habitual, pasando a predominar las cosas sobre las palabras: es decir, la sustancia o el fondo sobre la forma. La relación de las palabras y las cosas se convierte ahora en algo permanente. La repetición de la expresión opaca tanto su valor semántico, que terminan identificándose con las cosas mismas. La costumbre convierte las palabras en el nombre exacto de las cosas. De esta manera dejan de ser metáforas y devienen terminologías. Es lo que ha sucedido en el caso de las expresiones “falda de montaña”, “patas de la mesa” y ‘ojo de buey“, por ejemplo, que, aunque fueron en origen descarnadas metáforas, se encuentran hoy transformadas en meras etiquetas sonoras de las cosas concretas que designan. Por eso se dice que la relación entre el significante y el significado del signo es arbitraria. Es lo que ocurre en el lenguaje mostrenco o de todos los días, donde lo que interesa es el fondo o las cosas, no la forma o las palabras. En él pueden cambiarse las palabras, pero no las cosas. Así, en un texto de Perogrullo como ”Cantar una polka“, por ejemplo, podemos sustituir el verbo ”cantar“ por el verbo ”entonar“ u otro referencialmente afín, pero no la cosa o experiencia ”emitir sonidos musicales“ por las cosas o experiencias ”centellear“ o ”tintinear“, por ejemplo. La palabra no admite ahora más interpretación que la que le ha atribuido la tradición. Es a eso a lo que llamamos ”verdad“. 

Vistas las cosas así, realidad o naturaleza, por una parte, y fantasía, ficción o arte, por otra, no serían otra cosa que fases distintas de un mismo proceso: del proceso de la construcción del conocimiento humano, que empieza siempre en un individuo concreto (fase de ficción o creación, que es subjetiva), y termina extendiéndose con el paso de los años y el uso al resto de la sociedad, convirtiéndose así en objetivo. Todo conocimiento es, por tanto, en principio ficticio, literario o subjetivo. De ahí que implique siempre originalidad o novedad. No hay arte sin originalidad. “La primera ley del arte -nos dice Dostoievski- es la libertad de inspiración y creación”. Sólo al repetirse y automatizarse deviene realidad la palabra. Por eso suele decirse que una mentira repetida mil veces termina convirtiéndose en verdad. Y así es, sin ningún género de dudas. La realidad o naturaleza no es, pues, otra cosa que socialización de ficción individual o ficción individual socializada. De ahí que individuo y sociedad sean igualmente necesarios para llevar a cabo la aventura del conocimiento humano. Para que haya creación lingüística, se necesitan individuos que piensen por cuenta propia y les asignen nombre a las cosas. Son los “legisladores de nombres”, “los artesanos que más raramente se encuentran entre los seres humanos”, como dice Platón en el Cratilo; menester que en las tribus primitivas correspondía a los ancianos, que eran las personas que más experiencias atesoraban. Y, para que esas creaciones lingüísticas individuales se conviertan en cosa, se necesita el trabajo lento y constante de la sociedad; trabajo de repetición de cada uno de los individuos del grupo para consolidar y extender las metáforas de los poetas. “La ”fábrica“ de las palabras nuevas -nos dice Frazer respecto de las tribus primitivas- estaba en manos de las ancianas de la tribu y siempre que se ponía en circulación una nueva palabra con su aprobación, la aceptaban de inmediato altos y bajos, sin un murmullo, y se extendía como un incendio por los campamentos y establecimientos de la tribu”. Todo cambio radical en las formas poéticas es siempre síntoma de cambios más o menos profundos en la sociedad y en el individuo. Por eso, lengua y realidad, naturaleza y arte, literatura y ciencia o forma y sustancia, que de todas estas formas podemos llamar a las dos fases de la creación del conocimiento humano, son fenómenos que se encuentran en relación dialéctica. La palabra la inventa la fuerza creadora de la literatura o el arte y la repetición del discurso la convierte en realidad. Ficción y realidad no son, pues, cosas opuestas o incompatibles, como quiere el pensamiento más clásico, sino fases de un mismo proceso; del proceso del conocimiento humano. No hay ficción, literatura, arte o forma sin realidad, ciencia, naturaleza o sustancia, como no hay realidad, ciencia, naturaleza o sustancia sin ficción, literatura, arte o forma. 

Vista las cosas así, es claro que, sensu stricto, la literatura y el arte no pueden considerarse actividad marginal (retórica, entretenimiento, decoración, artificio o juegos florales) como suele creerse habitualmente. “La intrascendencia es el imperativo genérico del arte”, llegó a decir pomposamente Ortega y Gasset. Es algo mucho más importante que todo esto: se trata del verdadero origen de las cosas. No es el arte o el significado de la palabra quien imita la cosa, la realidad o la naturaleza, sino la cosa, la realidad o la naturaleza quien imita el arte o la significación de la palabra, como advirtió Oscar Wilde en su El crítico como artista. Lo que quiere decir que la literatura no nació con la letra, como sugiere el nombre que damos al arte de escribir desde Cicerón, por lo menos. La letra es algo secundario para el discurso literario. Nació mucho antes que ella. Nació con el lenguaje mismo; con el lenguaje oral, que es el natural y primario. Nació con el hombre. Como escribe el citado Dostoievski, “la creación, base de todo arte, vive en el hombre como parte de su organismo; vive inseparable del hombre” (…). El arte es tan necesario al hombre como el comer y el beber“. Es decir que el lenguaje fue primero literatura o acto de creación y luego, a medida que iba siendo asumido por la sociedad, iba convirtiéndose en lenguaje corriente, en lenguaje de todos los días. Por tanto, en el sentido más profundo del término, ”poeta“ no es sólo quien escribe versos. Es todo hablante que crea palabras y expresiones para designar lo nuevo y para enriquecer la experiencia humana; todo hablante que explora los insondables caminos de la lengua que habla, para sacar a la luz los misterios que encierra en su léxico, en su gramática y en su fonología. En cierta manera, como decía el filósofo idealista Benedetto Croce, todo acto comunicativo es acto poético o creativo, porque moviliza siempre referencias, sentimientos, valoraciones, etc., que no existían antes. Cada empleo de la palabra ”mar“, por ejemplo, implica aspectos nuevos del imponente medio que designa, inéditas emociones del corazón del hablante que la pronuncia y nuevas modulaciones o armonías de su voz.

No se trata, por tanto, de que la literatura mienta, como piensan los ingenuos. La literatura no tiene nada que ver con la mentira, que no es otra cosa que violación del pacto que ha establecido la sociedad entre las palabras y las cosas. Cuando Unamuno llama “antorcha de verde llama” a la palmera, no está mintiendo, sino significando o formalizando esa planta que la lengua corriente llama palmera de forma distinta a como la significa la tradición; una forma semántica que, si terminara opacada por la amnesia que provoca la repetición del discurso (es decir, la costumbre), podría incluso convertirse en cosa; en el nombre justo y verdadero de la especie vegetal en cuestión. Es decir, que las metáforas del poeta no intentan engañar a nadie, sino revivir, reinventar, hacer consciente o rescatar del olvido algo que ya tenía nombre y que el uso ha automatizado o entumecido o alumbrar o crear algo que no lo tenía. “Devolver el significado verdadero a las palabras de la tribu”, como decía el poeta francés Mallarmé. Por el contrario, cuando un mentiroso designa al gato, por ejemplo, con la palabra “liebre”, no pretende significar el gato de manera distinta a como ha sido significado tradicionalmente, sino escamotear la realidad, para engañar al más o menos ingenuo interlocutor, aprovecharse de él, tomarle el pelo o, simplemente, presumir de artista, pues, a veces se miente porque, como dice Dostoievski, “la verdad es algo triste y prosaico, nada poético, demasiado vulgar”. La acción del primero se sitúa en el terreno de la lengua. La del segundo, en el terreno de las cosas designadas por la lengua o pragmática. 

Con el paso del tiempo, esta fase originaria del proceso de la construcción lingüística del mundo, que es la nominación o asignación de nombre a las cosas, terminó alejándose del hablar real y convirtiéndose en expresión artística. Así nació lo que hoy llamamos “Literatura” (ahora con mayúscula), en que se distinguen dos tipos radicalmente distintos: la Literatura oral (canciones, leyendas, mitologías, ensalmos, hazañas…), más cerca del origen, y la Literatura escrita (poesía, novela, teatro…), cifrada en letras (de donde procede su nombre), de desarrollo muy posterior, con muchas más posibilidades que aquella, precisamente por el poder que le confiere la permanencia de la letra. Como pone de manifiesto su carácter suntuario, se trata de una especialización o manipulación del acto creativo del lenguaje desarrollada muy tardíamente en la historia de la humanidad, aunque con gran prestigio, por lo ingenioso de sus creaciones, por el talento que se exige para dominar las complejidades de la lengua con la pericia que requiere su uso puro y porque ha contribuido a acelerar enormemente el progreso humano. De ahí la fama que tienen en el mundo moderno los llamados “poetas”, “novelistas” y “dramaturgos”, que sólo tangencialmente tienen que ver con los creadores espontáneos de la lengua, que son todos los que crean palabras nuevas en relación con el mundo real. 

Planteadas las cosas así, es más fácil comprender el fenómeno de la literatura y los géneros literarios. Toda lectura de un texto que ponga el foco más en la palabra (tanto en su dimensión significante como en su dimensión semántica) que en el referente es literario o ficticio. Por el contrario, aquella que ponga el foco más en el referente que en la palabra es científico o real. En un caso, el texto se lee como monumento; en el otro, como documento. Es un problema de punto de vista. De ahí lo inútil de buscar diferencias esenciales entre cosas como las tan traídas y llevadas “novela ficcional” y “novela no ficcional” o entre la “novela histórica” y la “novela no histórica”, que tanto auge han alcanzado en los últimos tiempos. La novela no ficcional y la novela histórica son novela (es decir, literatura), si se leen como monumentos. Son historia o periodismo, si se leen como documentos. La diferencia depende más del punto de vista con que se observen que de ellas mismas en sí. Que la novela no ficcional y la novela histórica se basen en hechos que fueron reales y la novela ficcional y la novela no histórica en hecho ficticios, como se ha dicho tradicionalmente (aunque se trate de una afirmación muy discutible, porque toda novela, independientemente de su condición, hunde sus raíces de una u otra manera en la experiencia humana) es una cuestión secundaria desde el punto de vista literario o formal, aunque, evidentemente, no desde el punto de vista práctico o sustancial, que es externo: concretamente, desde el punto de vista de la naturaleza de los materiales que emplea el autor para construir su mundo de ficción.

Sobre este blog

Espacio de opinión de Canarias Ahora

Etiquetas
stats